Aquella misma tarde a primera hora, Shannon Leahy y el detective Green estaban sentados a una mesa de un restaurante italiano que les había sido calurosamente recomendado por el teniente Randazzo. Shannon miraba sonriente a Noah.
—¿Te gustaría tener otro niño? —preguntó Green que parecía dirigirse al vaso de vino de la joven.
—¿Para Navidad? —dijo ella cubriendo con su mano la del detective.
—Estaba pensando —Green se interrumpió mientras el camarero les servía el antipasto— que desde luego a mí me encantaría. Pero, coño, yo ya sería un viejo cuando el chico tuviera dieciséis años. ¿Qué clase de padre sería?
—Noah, está lleno de hombres de treinta años que son unos padres detestables.
—Sí pero ¿qué podría hacer con el chico?
—Oh —dijo ella—, he visto tipos en silla de ruedas jugando a pelota.
—No sería justo —dijo Green con aire sombrío.
—Te olvidas, o todavía no te has dado cuenta, claro, de que ya tienes un chico de diez años que vivirá contigo.
—Sí, es verdad.
—Sí, es verdad —dijo ella sonriendo—, como son verdad los impresos de los impuestos y la gripe, pero eso le ocurre a uno aunque no quiera. Ya lo entiendo, el niño no es tuyo. Bueno, como todavía no te has dado cuenta de lo que vendrá conmigo, tal vez tendrías que reconsiderar todo el asunto.
Green la miró con espanto.
—Anda —dijo Shannon inclinándose hacia él y acariciándole el cabello—, es sólo una broma. Me gustaría tener otro hijo (no sé por qué estamos los dos tan seguros de que va a ser un chico), y creo que el tiempo que sea que esté con nosotros será un tiempo feliz. De modo que ¿por qué no, Noah? Además, fíjate en Strom Thurmond. Su primer hijo nació cuando él casi tenía setenta años, y luego tuvo dos más.
—No soy un semental sureño —gruñó Green—, ni soy un senador. Soy un judío obeso y melancólico que fuma demasiado.
—Y que empina el codo —añadió ella sonriendo.
—Esa expresión ya es casi de coleccionista.
—Estoy llena de anacronismos…, es parte de mi encanto.
Green le apretó los dedos.
—De todos modos —dijo el detective—, el alcohol es sano, es bueno para la circulación.
—Sí, eso es lo que dicen todos los shikkers[**]. No te preocupes por el niño, Noah, ya sabremos si es oportuno.
—Emma sí que quería tener su niño. —Green se acabó su escocés con agua—. Sabes, creo que estoy de acuerdo con Sam; Tyrone no fue quien mató a Emma. ¿Entonces quién fue? ¿Barney? Si fue Barney, no lo hizo personalmente. No es esta su manera de actuar ni nunca lo ha sido. Ha mandado a otro que lo haga. Vale, sigamos pensando. Puede que se lo encargara a Tyrone, y que, después de que Emma fuera eliminada, mandó que mataran a Tyrone para borrar cualquier indicio que relacionara a Barney con el asesinato de Emma. Si la cosa ocurrió así, es más que probable que el asesino de Tyrone fuese Arthur.
»Pero ¿por qué? —Green pidió por gestos otro whisky—. Barney no hace nada que no sea en beneficio propio. Es un hombre que controla mucho sus impulsos, si no ya lo habríamos atrapado hace tiempo. Coño, si se hubiera mantenido dentro de la ley, Barney habría hecho carrera en la banca o en una compañía petrolífera. Y no precisamente gracias a su trabajo. Pero Emma no podía en absoluto constituir un obstáculo o una amenaza para Barney. Entonces, ¿por qué? No tiene sentido.
—¿Y no tendría más sentido —dijo Shannon Leahy— ponerle a Barney protección policial? Tanto si Barney asesinó a Emma como si no, Bama lo matará, o Barney matará a Bama.
—¿Y durante cuánto tiempo lograríamos protegerlo? No, esto tiene que acabar, de modo que Barney tiene que estar al descubierto. Pero creo que he logrado convencer a Randazzo de que Barney sea vigilado día y noche. Así evitaremos que lo maten, y de paso salvaremos a Bama.
—¿Por qué no hiciste seguir antes a Barney?
Green meneó la cabeza y dijo:
—Porque ese hijo de puta es un tipo extraño; dice que es capaz de oler a un policía a un kilómetro de distancia y yo lo creo, por lo que le he visto hacer en el pasado. Pero no quiero que vuelva a desaparecer ahora, y Randazzo lo hará seguir por nuestros dos mejores hombres. Esos no lo perderán de vista. —¿Y si Barney logra despistarlos?
—A esos dos ya no les caben sus antiguos uniformes, y no creo que tengan ganas de comprarse unos nuevos.
Tal como McKibbon esperaba, Adam Horowitz fue el primer chico en salir del colegio dos horas más tarde. McKibbon le observaba desde el vestíbulo de una vieja casa de pisos y sonrió al ver que el chico miraba a su alrededor, primero con expresión anhelante y luego de un modo casi frenético. Cuando el detective salió a la calle, el chico exhaló un evidente suspiro de alivio y corrió a su encuentro.
—Sabía que usted estaría aquí —dijo Horowitz.
—Veo que el gato te ha devuelto la lengua.
—Tenía usted razón. ¡Mira que poner la vida de mi madre en manos de esos tipos! ¡Señor, lo estúpido que uno llega a ser!
—Bueno —dijo McKibbon echando a andar seguido del chico—, ahora cuéntame lo de tus visitantes.
Adam le describió su encuentro, las máscaras y las amenazas.
—¿Cómo eran sus manos? ¿Y sus cabellos? —McKibbon habló despacio—. ¿De qué raza eran?
—Creo que eran negros.
—¿Hablaron de nuestro amigo de la confitería o de la señora Ginsburg?
—No, pero seguramente se referían a él porque sabían que yo había hablado con usted. Le mencionaron a usted.
—Con pavor y respeto, supongo.
—Dijeron…, ¡ejem!, ese detective negrata.
—Son unos mal educados —dijo McKibbon—, esos términos sólo los podemos usar entre nosotros. Seguro que tu madre nunca dice «judío apestoso» cuando está en sociedad, pero a veces, en la intimidad familiar, ese es el único término que cuadra, ¿no es así?
El chico negó con la cabeza.
—No —dijo—, a veces lo emplea fuera de casa, pero es que sus padres eran judíos alemanes.
—Bueno, mira. Sabiendo que tu Yiddisher kop[*] volverá a intervenir pronto, me he apresurado a reflexionar. He supuesto que tus visitantes pertenecen a la banda de un tal Barney…
—¿Barney qué más?
—Ya te daré más detalles sobre él después. Por alguna razón parece estar protegiendo a aquel marica que viste con Kathleen Ginsburg.
—Ya le he dicho que no estoy seguro de que fuese él.
—¿Y quién te lo pregunta? Le he hecho saber al Barney ese que las caretas estaban tan mal puestas que reconociste a los tres tipos por unas fotografías que te enseñamos, y que sé que esos individuos tienen que ver con él.
—Pero no sé siquiera qué aspecto tienen, por lo menos sus caras.
—Y he hecho que Barney comprenda muy, muy claramente —continuó McKibbon como si no hubiera oído al chico— que este es un caso muy importante para nosotros y que si algo le ocurre a nuestro testigo principal o a algunos de sus parientes, nos echaremos encima del tal Barney con tanta furia que ni siquiera su madre podría reconocer los trozos que quedarán cuando hayamos acabado con él. Sé que ha recibido mi mensaje.
El chico levantó los ojos para mirar a McKibbon a la cara y le preguntó:
—¿Está completamente seguro de que ese tipo nos va a dejar en paz a mi madre y a mí?
—No del todo pero casi, porque ese hijo de puta tiene ya tantos problemas que sólo le faltaba el de ese sarasa. No creo que Barney tenga nada que ver con el asesinato de la señora Ginsburg. Lo que pueda haber entre él y nuestro mutuo amigo es otra cosa distinta. De todos modos creo que este asunto va a explotar muy pronto. Sin embargo, no quiero arriesgarme. Quiero que en el colegio te indiquen los trabajos escolares que vais a tener que hacer durante las próximas dos semanas. ¿Crees que después podrás ponerte al corriente en clase?
—Algún compañero me pasará los apuntes más importantes —dijo Adam.
—Además, he hablado con tu madre, y va a tomar unas vacaciones.
—¿Y adónde iremos?
—No muy lejos —dijo McKibbon palmeando el hombro del muchacho—, pero estaréis a salvo, en Yonkers.
—¿En Yonkers?
—¿Lo ves? Nadie va a pensar en Yonkers. De todos modos, no estaréis solos.
—Oiga —dijo el chico frunciendo el ceño—, lo que ha dicho de que he reconocido a los tipos que llevaban las caretas y de que estoy seguro de que era el marica que estaba en la calle aquella noche, eso es lo que la CIA llama «proceso de desinformación». ¿Cree que está bien hacer esto?
—¿Preferirías que no lo hiciera?
—¿Pero está bien? Bueno, ya sé que los otros no dicen más que mentiras, pero ¿también los policías pueden mentir?
—Pregúntaselo a tu madre.