15

El día siguiente por la tarde, Green vertió la comida del perro en un plato mientras pensaba, meneando la cabeza. «Mira que ser despreciado por un chucho…». Merle Haggard, tumbado debajo del fregadero, miraba con tozudez hacia el salón. El corte que tenía en la garganta se le había cerrado, pero la herida estaba aún fresca y roja.

—Conozco tus procedimientos, cabrón —murmuró Green—. Para que te dignes a comer tengo que estar en el dormitorio fuera de tu vista, y así podrás hacer ver que no soy yo quien te la da. ¡Desde luego…! Te traigo a mi casa para cuidarte, y tú me das a entender que el intruso soy yo. Es la primera vez en mi vida que cierro mi habitación con llave cuando me voy a la cama. No pienso dejar que me saltes encima, mala bestia.

Merle Haggard no dio señal de haberle oído, pero sus orejas se pusieron tiesas cuando sonó el teléfono.

—Green al habla.

—Hola, soy Shannon. Oye, ¿puedo venir a verte? Me han apartado del caso, pero sigo el reportaje por mi cuenta. Les enseñaré lo que es bueno a esos hijos de puta.

—¿Por qué te han apartado del caso? —preguntó Green procurando que su voz sonara normal.

—Dicen que parecía la relaciones públicas del Departamento de Policía. Que debía haber preguntado por qué no arrestasteis a Ginsburg y quién le protege, y cosas así. ¡Gilipollas!

—Entonces, ¿por qué te diriges a un policía? —preguntó Green frunciendo el ceño.

—Porque no creo que mientas. Y no me parece que estéis jugando sucio. Creo que estáis haciendo todo lo que podéis.

—Bueno —dijo Green con una sonrisa—, no puedo rechazar este homenaje. ¿Dónde nos encontramos?

—Puedo ir a tu casa si me dices dónde vives.

—En el doscientos cuarenta y cinco West 170, esquina Broadway, el cinco C.

—Muy bien, voy en seguida.

A toda prisa. Green recorrió el salón recogiendo del suelo los periódicos y revistas, amén de una botella de whisky. Colocó la botella en el mueble bar y echó los diarios y revistas dentro del armario del dormitorio. En la cocina, se fijó en los platos apilados en equilibrio inestable dentro del fregadero y, suspirando, cogió la bolsa de la compra y metió en ella los platos, dejándola también en el armario. Después de limpiar con un trapo la mesa de la cocina, miró a Merle Haggard y señalándole con autoridad la puerta del dormitorio le dijo: «Tú también, allí». El perro no se movió; sin embargo cuando Green salió al descansillo de la escalera para echar la basura en el incinerador, Merle Haggard se dirigió muy despacio y con aire displicente a la habitación y se metió debajo de la cama.

Green hizo la cama, o mejor dicho cubrió con una colcha las sábanas revueltas, y después observó que gran parte de sus prendas de vestir yacía en el suelo y encima de la silla. «Eso —se dijo— es una pérdida de tiempo porque es el único lugar al que no se acercará». No obstante, recogió todas las ropas y las metió en el armario.

De vuelta en la sala, Green se sirvió un whisky y se fue a mirar por la ventana de la cocina. Al no ver señal alguna de la prensa, regresó al salón y se sirvió otro whisky.

Cuando sonó el timbre. Green estaba paseando de aquí para allá en la entrada. Había pensado esperar unos segundos antes de abrir la puerta, pero al oír el primer timbrazo ya tenía la mano en el pomo.

—Dame tu abrigo —dijo, y se sintió sorprendido, como de costumbre al ver que ella era más alta de lo que recordaba.

—Gracias —dijo Shannon.

Green comprobó que el cabello de la joven era tan suave como él lo recordaba, sus caderas aún más tentadoras y su rostro todavía más alegre.

—¿Te apetece una copa? —preguntó Green.

—Sí, un poco de whisky con mucha agua.

Green se lo preparó, junto con otro para sí mismo.

—Oye —dijo Shannon sacando una libreta de notas—, ¿te he dicho alguna vez que mi hermano trabajaba antes en la comisaría del Distrito Trece?

—Dijiste que habíais tenido un policía en la familia.

—Sí, bueno, ahora investiga para la oficina del fiscal del condado de Suffolk. Cuando viene a Nueva York a veces se queda a dormir en casa.

—¿Sí?

—Oh, vamos, yo no sirvo para jugar a esto. Fue él quien contestó al teléfono cuando llamaste, tonto.

Green no pudo disimular una enorme sonrisa antes de preguntar:

—¿Cómo sabes que te llamé? —y trató de volver a ponerse serio.

—De una fuente confidencial. Puedes citarme ante el estrado, pero no te diré nada.

—No tengo que citar a nadie. ¡Ese dichoso McKibbon se ha creído que es un shadchen[**]!

—¡Shadchen[***], es justo la palabra que empleó, qué bueno! —Shannon lanzó una risita—. Bueno, lo hizo con la mejor intención.

—Y no me ha hecho ningún daño, al contrario. ¿Por qué querías que yo lo supiese?

—Oh, Dios. En fin, hablemos del caso.

—Más tarde —dijo Green, poniéndose en pie.

Se acercó a ella, le tocó el cabello y la abrazó.

—¡Eh! —advirtió Shannon—. No es que sea frágil pero la verdad es que me están crujiendo las costillas.

Mientras se quitaba el vestido en el dormitorio, Shannon se dio cuenta de que debajo de la cama asomaba un morro de buen tamaño, y lanzó un grito. Merle Haggard se la quedó mirando fijamente, con una expresión de profunda melancolía.

—¡Fuera de aquí! —rugió Green con un calcetín en la mano.

Pero el perro no se movió.

—Debe de ser el de Bama —dijo Shannon Leahy inclinándose.

—No te acerques a él, Dios sabe lo que será capaz de hacer este monstruo.

—Yo sé lo que quiere. —La joven hizo cosquillas al animal bajo sus orejas de demonio, le palmeó la cabeza y finalmente le acarició el lomo y luego el vientre. El perro no le quitó los ojos de encima en todo el rato.

—Vaya —dijo Green sintiéndose ridículo y totalmente desprovisto de autoridad al verse sin nada más encima que un calcetín—, pues díselo tú que salga de la habitación, joder.

Shannon se arrodilló y susurró junto al oído de Merle Haggard:

—Vete a la cocina.

Merle Haggard se marchó. Green cerró la puerta y se quitó el calcetín mientras Shannon Leahy se reía con tantas ganas que se doblaba literalmente en dos. El detective la enderezó, la cogió en brazos con cuidado y la depositó en la cama.

A la mañana siguiente, alrededor de las siete, Barney estaba mirando por la ventana de su casa de ladrillo marrón situada en la calle Doce muy cerca de la Quinta avenida.

—Bueno —dijo—, el tipo no parece que vaya a respirar. A ese Whipple sólo le queda un día más. Tendremos que intentarlo por otro camino, Arthur.

El hombre alto de piel color café con leche y de elegante mostacho asintió con la cabeza.

—¿Cuándo nos desembarazaremos del amiguete? —preguntó el director general de Barney.

—No hay prisa. A lo mejor se muere él solo de un ataque de miedo. Nos ahorraría la molestia.

—Podría traicionamos.

—No con lo que la poli tiene contra él, o lo que él cree que tiene —dijo Barney todavía mirando por la ventana.

—Podría hacer un intercambio. Sabe algo de lo que nosotros hacemos.

—No, ha matado a una mujer, hombre, no puede entregarnos a nosotros a cambio de eso.

—Sea como sea, me sentiría mejor si él ya no estuviera. —Arthur se examinó el bigote en el espejo—. ¿A qué estás esperando, si se me permite preguntarlo?

—Cada cosa a su tiempo —dijo Barney—. Como ya he perdido la paciencia, debo hacer que el violinista me encuentre, para acabar de una vez con este asunto. Me dejaré ver de nuevo por todas partes.

—En nuestros lugares preferidos —canturreó a media voz Arthur mientras cargaba una pipa de espuma de mar—. Pero el violinista tiene tantas ganas de cazarte que se enfrentará a ti a la vista de todo el mundo.

—No, no lo hará, porque quiere que yo muera despacio, dejándome respirar de vez en cuando. No podría soportar acabar con mi vida en un segundo. No, quiere cogerme a solas, en algún lugar retirado y tranquilo, bajo techado.

—¿Aquí? —preguntó Arthur mirando a Barney—. ¿Pretendes conducirle hasta aquí? No es mala idea. Sólo tú y yo conocemos este sitio.

—No puede ser mejor, ¿verdad? —Barney se volvió de cara al salón—. Me seguirá hasta esta casa, pero como no sabe quién hay dentro, vigilará la casa durante uno o dos días, sólo por la noche. Y descubrirá que sólo estoy yo, porque a ti no te verá. Ya sabes a lo que me refiero, estarás donde no pueda verte. Y entonces actuará.

—¿Nosotros dos solos vamos a cargárnoslo?

—Arthur, ¿acaso necesitamos un ejército?

A aquella misma hora, en la sala común de la brigada, Randazzo le lanzó una mirada feroz a McKibbon cuando este pasó ante él.

—¿Qué —le dijo Randazzo—, encuentras que hace demasiado frío para estar fuera?

—Ahora salgo, teniente. Quiero ver de nuevo a aquel muchacho, pero me conviene encontrarlo camino del colegio, dentro de cuarenta minutos. Y ayer me pasé casi toda la tarde hablando con el profesor; no saqué nada nuevo.

—Al parecer da lo mismo que estés aquí como fuera —dijo Randazzo con amargura—. Y tu compañero tampoco me trae noticias. Ese violinista cabrón ha dado una vez en el blanco y ahora está recargando el arma para matar a Barney.

—No creo que Bama matara a Tyrone —dijo McKibbon.

—¿No crees? ¿Qué importa lo que creas? ¿Tienes otro sospechoso?

—Mi intuición me dice que fue Barney el que liquidó al chico.

—Estupendo —dijo Randazzo—, ¿y por qué no mandas a tu intuición para que te lo traiga?

—Todavía no tengo nada sólido.

—¿Sabéis lo que os digo? —les dijo Randazzo desde la puerta de su despacho—. Si os pagaran estos días según el porcentaje de casos que habéis resuelto, tendríais que recurrir a la beneficencia.

Y Randazzo se metió en su despacho dando un portazo.

—Y lo peor es que tiene razón —dijo McKibbon al tiempo que sonaba el teléfono.

—¡Hey! —La voz, por lo general baja y uniforme, de Noah, tenía la sonoridad de la de un tenor dramático, aunque él era más bien un barítono—. ¡Te debo una, chico, ya lo creo que te debo una!

—Me alegro de que hables de eso, Noah —dijo McKibbon—. Escucha, como ahora me siento metido en este asunto, te voy a dar un consejo. Sé que es bueno porque yo no lo he seguido nunca y por eso he fracasado tantas veces en estas cosas. ¿Me oyes?

—Sigue —dijo Green.

—Sé que te ha parecido largo, pero déjala respirar. No la trates como si te perteneciera, ¿entiendes? Nada más.

—No sé de qué demonios me estás hablando. Bueno, sí que lo sé, pero lo que hay entre Shannon y yo es mutuo, Sam, es un milagro pero es mutuo.

—Qué bien. Mazel tov[*], hombre. ¿Cómo va el trabajo?

—Ese violinista es más listo de lo que pensaba. No he hecho ningún progreso en la búsqueda. Tal vez se ha ido a su casa para desconcertarnos a todos, especialmente a Barney.

—Claro está que si se ha ido al sur, no se esconderá en su casa —dijo McKibbon.

—Ya. Pero puede estar escondido en Georgia, en Tennessee o en Texas. —Green hizo una pausa—. No, Sam, sólo estoy silbando Dixie, porque no se ha ido al sur, es incapaz de marcharse de aquí ahora. Y yo debo seguir buscándole en los mismos sitios e interrogar de nuevo a esos músicos. Seguramente habrá cambiado su aspecto, se habrá teñido el pelo o dejado la barba o algo por el estilo. Pero tarde o temprano acudirá donde está la música, a ver a los músicos. Bueno, gracias otra vez. Oye, y cuando camines por el pasillo de la iglesia, trata de que tu revólver no se vea.

—Se lo daré a Riordan para que me lo guarde —dijo McKibbon.

—Pásalo bien, amigo.

McKibbon colgó el teléfono y se estaba poniendo el abrigo cuando el aparato que estaba encima de la mesa de Green comenzó a sonar.

—¿Está aquí el detective Green?

—No, Domingo, soy Sam.

—Oh, pero tengo entendido que le han prohibido hablar conmigo —dijo Domingo con una risita.

—Hay tantas cosas que me han prohibido, que he perdido la cuenta. Va a ser difícil que encuentres a Noah, más vale que me lo digas a mí y le pasaré el mensaje.

—Bueno. —Domingo habló de prisa—. Barney ha vuelto a dejarse ver, en el parque, en Blimpie, en Sheridan Square. Parece un hombre anuncio, tal como anda por ahí.

—¿Se te ocurre la razón de que quiera ser visto?

—No se me da muy bien el… ¿cómo le llaman?, el análisis. Me limito a dar las noticias.

—¿Hay algo nuevo acerca de los asesinatos de la bodega, o acerca de quién eliminó a Stubblefield?

—Que tenga un buen día, Sam. Y larga vida para todos nosotros.

—Gracias —dijo McKibbon—. Que Dios te oiga. —Colgó el teléfono y empezó a frotar su pipa, murmurando—: ¿Habrá enterrado Barney al violinista? ¿Y ahora cómo demonios encuentro a Noah? ¡Ah, ya lo sé!

McKibbon marcó el número del Journal, habló con Shannon Leahy y se fue al centro de la ciudad.

Media hora más tarde, McKibbon vio al chico que caminaba de prisa hacia la parada del autobús y le dio alcance con cuatro largas zancadas.

Al ver al detective, Adam Horowitz se tapó la boca con la mano, movió negativamente la cabeza y siguió avanzando por la calle.

McKibbon lo volvió a alcanzar.

—Si sigues jugando a correr y parar, llegarás tarde al colegio.

El chico continuó meneando la cabeza.

—¿Alguien te ha hecho una visita? —insistió McKibbon.

Horowitz, con la vista fija en el suelo, no contestó nada.

—¿Ha sido Whipple, el tipo de la confitería?

El chico hizo unos vehementes movimientos negativos con la cabeza.

—Tiene que haber sido alguien, tal vez fueron varios. ¿Te dijeron que si hablabas conmigo te las cargarías?

No hubo respuesta.

—¿Te dijeron que le harían algo a tu madre?

El detective leyó la respuesta en la expresión de los ojos del chico.

—Escucha, Adam —le dijo—. No tendrás una alternativa tan clara como esta en toda tu vida. Puedes hacer un trato con esas bestias cuya palabra no vale una mierda, o puedes hacer un trato conmigo. ¿En cuál de los dos casos crees que tu madre se hallará más a salvo? ¿Me oyes? Si continúas tratando con ellos, seguro que la matarán, y luego te matarán a ti.

El muchacho seguía mirando hacia el suelo y no se decidía a levantar la vista.

—Como quieras —dijo McKibbon con calma—. Entonces voy a tener que hablar con tu madre.

McKibbon logró ver las lágrimas en la cara del chico antes de que este arrancara a correr. Todavía no era el momento de ir en su busca. «El chaval pasará un día espantoso en el colegio, y cuando salga le estaré esperando».

El detective miró a su alrededor para asegurarse de que nadie había presenciado aquel encuentro. No había nadie. Pero aunque alguien los hubiera observado desde una ventana, el chico no había dicho ni murmurado una sola palabra. Así que aún había tiempo. «Un chico listo que está un poco confundido».

McKibbon se fue hacia Sheridan Square. «Nunca habría imaginado que Crocker fuera a actuar de un modo tan basto. ¿Pero a quién debió de mandar para amedrentar al chico? Ese marica es un solitario, aunque tiene tratos con Barney. ¿Serán los muchachos de Barney los que han aterrorizado al chaval? Sin embargo, ¿cómo demonios están relacionados esos dos casos? ¿Por qué Barney se habría dejado implicar en el asunto Ginsburg? ¿Qué deuda tiene con Crocker? Vayamos por pasos. Tengo que ir a ver a la madre del chico, que me echará la caballería por encima, y hará muy bien, por haber metido a su hijo en esto».

Se detuvo en la esquina. «¿Estará todo esto relacionado de algún modo con Emma? No, no pienso ir a ver de nuevo a Riordan. Ya soy mayorcito, y me pagan para que desentrañe toda esta porquería yo solito».

Muy avanzada la mañana, Carl abrió la puerta de su habitación en el hotel, y no se sintió sorprendido al ver que tenía visita.

—¿Estás esperando a alguien? —dijo el hombre alto y delgado que llevaba barba.

—No. ¿No crees que te arriesgaste demasiado la otra noche?

—Sí, quizá. —Bama se quitó el abrigo y se sentó en el borde de una butaca—. Me habían atracado unas noches antes y andaba muy corto de dinero. Te lo agradezco mucho. —Tendió a Carl cinco billetes de diez dólares.

—Venga, déjalo, no tengo ninguna prisa.

—Es igual. Sabes, he descubierto que en esta ciudad no hace falta que trabajes. Basta con encontrar los sitios adecuados, y si eres blanco, educado y del sur (a la gente le encanta ese modo de hablar), es fácil hacerte con droga. Casi siempre.

—¿Dónde duermes, Bama?

—En diferentes sitios. Me quedo poco tiempo para que la gente no me recuerde. Cuando llevo varios días pirado, me voy a dormir con los borrachos a los gallineros del Bowery. Antes solía echarme de vez en cuando una siesta en el metro, pero desde que me atracaron ya no lo hago. No entiendo cómo nunca me pasó nada ahí abajo. Joder, Carl, metes ahí abajo a un gorila y se lo cargan, le quitarían la piel. Pero algunas noches —Bama se reclinó cómodamente en la butaca— me permito el lujo de una bonita habitación de ínfima categoría como esta.

Carl se dirigió al dormitorio y volvió con una botella de bourbon y unos vasos. Bama miró con añoranza la botella pero levantó la mano para detenerle, diciendo:

—Después de tanto tiempo sin probar gota, no me podría parar. Te lo agradezco, pero esperaré a haber terminado el trabajo.

—¿Tienes idea de cuándo será esto?

—Barney ya no se esconde —dijo el violinista—. Eso significa que quiere que lo encuentre. Lo he puesto nervioso. Me siento como uno de los perros de caza de mi padre, que no dejaban que se les escapara nunca una pieza. Es una sensación estupenda, Carl. Y la policía también quiere que lo encuentre, así que todo el mundo va a estar contento. Ya falta muy poco, Carl.

—El detective judío ha estado rondando por ahí.

Bama sonrió.

—¿Noah? —dijo—. Sí, lo he visto un par de veces por la calle, pero antes de que él haya podido verme a mí. ¿Os ha estado atosigando?

—Lo intenta. Me gustaría verle una vez más antes de marcharme de aquí.

Bama lo miró y dijo:

—¿No te gustan nada los judíos, verdad?

—No me gustan nada. —Carl volvió a llenarse el vaso—. ¿Sabes quién es el propietario del club donde tocamos? Un judío, claro, que se está forrando gracias a McClinton y a Merle, e incluso a Ernest Tubb que ha tocado allí. Me pone enfermo. Bueno, pero tú tienes otras preocupaciones. Bama, ya sé que no es cosa mía, pero ¿por qué tienes tanto empeño en atrapar a Barney? Si fue el chico negro quien…

—No, no fue él —dijo Bama fríamente.

—Entonces, ¿por qué le…?

—No lo hice. No he matado a nadie todavía, Carl.

El guitarrista se frotó la barbilla y cogió su vaso, diciendo:

—Bueno, te conozco y sé que sabes lo que haces. Ese Barney puede darse por muerto.

Bama se echó a reír y preguntó:

—¿Cómo está Merle?

—Lo tiene el poli, seguramente lo habrá circuncidado.

—Oye, Carl, cuando no me está persiguiendo, ese poli es un buen amigo mío, ¿comprendes?

Carl hizo un gesto de asentimiento y se sirvió más bourbon.

—Eh —dijo Bama—, ¿tienes algo de Bill Monroe?

Carl se levantó, rebuscó entre una pila de álbumes de discos amontonados en el suelo, y escogió Roll in My Sweet Baby’s Arms.

Bama lo escuchó entero con una sonrisa dibujada en su semblante y cuando se hubo acabado dijo:

—Basta, no quiero oír nada más. La música es como el bourbon, pero pensé que me iría bien una canción de Bill. ¿Recuerdas lo que solía decirnos después del show, durante aquella tournée en que le hacíamos de teloneros?

—¿A qué te refieres?

—Me lo aprendí de memoria, palabra por palabra. «Deja que resuenen esas hermosas notas altas. No hagas muchas florituras, chico. Tienes que enamorarte de la melodía y trabajarla de tal modo que la gente se enamore de ella también. Debes perseguir la melodía como si fueras un perro de caza».

Carl asintió con la cabeza.

—Tiene más razón que un santo.

—Y no sólo se refería a la música —dijo Bama—. Eso hay que aplicarlo también a cómo se debe vivir.

—Amén.

—Y a cómo se debe morir.

—Bama, ¿necesitas algo?

—Puede ser, Carl, puede que te necesite.

—Estoy preparado. Sí señor, siempre estoy a punto. Y sobre todo disfruto cuando no sé lo que va a ocurrir.