Aquella noche, un hombre, plantado en la calle, atisbaba por la ventana del Lone Star Café. Era alto, delgado y barbudo, y llevaba un holgado abrigo marrón muy largo y una gorra irlandesa que casi le tapaba los ojos. El hombre sólo acertaba a ver, a través de la muchedumbre que atestaba el local, una esquina del estrado donde se hallaba la orquesta. «El de la guitarra eléctrica es Carl, con su rostro sin expresión, como si no hubiera relación alguna entre su cara y sus dedos, como si alguien tocara por él. ¡Ahí está Duncan! Vaya, ya lo han encontrado ¡y yo que creía que estaba conduciendo un camión por Louisiana! Ojalá pudiera oír lo que está tocando el violín. Y esa chica… ¿Quién diablos será esa chica que está con la orquesta?».
La chica estaba cantando pero él no la oía. «¡Qué montón de gente! Hinchados de cerveza, como siempre, sólo piensan en sí mismos. Aunque Hank Williams resucitara y se pusiera a tocar, no pararían de hablar ni un momento. Dios, qué guapa es, está buenísima, con esas caderas. Casi no se mueve, pero con un cuerpo así no hace falta. No me gustaría ser Jimmy tocando la batería detrás de ella. Coño, esa chica le haría perder el ritmo a cualquiera. Qué melena negra tan larga, le llega más abajo de la cintura, una cintura de avispa. Buenos días, pequeña avispa, ¿cómo te va? Te he estado esperando mucho tiempo».
Se acabó. Se terminó la pieza. El hombre se dirigió a una cafetería cercana, pidió una cerveza y esperó. Carl entró y le sonrió al camarero que atendía detrás de la barra.
—Un triple. Esos hijos de puta le vuelven a uno loco, a no ser que logre olvidarse de ellos.
Cuando el camarero se alejó, el hombre del abrigo largo se puso detrás de Carl y dijo sin darle importancia:
—Me alegro de que por fin hayáis encontrado a un buen violinista.
—¿Qué quieres tomar, amigo? —preguntó Carl sin darse la vuelta.
—Nada —contestó Bama.
Con lentitud y un aire abstraído, Carl rebuscó en su bolsillo, encontró lo que buscaba y dijo a media voz sin cambiar de posición:
—Es extraño que pueda seguir tocando, porque estos días no tengo fuerza en los dedos y todo se me cae de las manos. —Y metiendo la mano debajo de la barra, dejó caer una cosa.
El hombre que estaba detrás de él se agachó para abrocharse el zapato, recogió el dinero y se fue a la otra punta de la barra donde encargó otra cerveza.
Carl se quedó esperando, temiendo que otra voz se elevara a sus espaldas y que la manaza de un policía se hincara en su hombro. Pero nada de eso ocurrió. Rebuscó de nuevo en el bolsillo, meneó la cabeza con aire pesaroso y le dijo al camarero:
—Vaya, me he olvidado el dinero. ¿Te pago después de la próxima pieza?
El camarero asintió diciendo:
—No te preocupes por eso, sigue bebiendo. Nunca te has contentado con un triple.
—Eres muy amable —dijo Carl.
Observó, como quien no quiere la cosa, que el hombre del abrigo largo abandonaba el local, y se terminó su bebida, contemplando a las mujeres que había ante la barra o sentadas a las mesas. Hizo mentalmente una lista de aquellas con las que le gustaría acostarse; era una lista muy corta, y se marchó.
Al llegar al club se dirigió al vestuario situado debajo del estrado de la orquesta, recogió su Stetson blanco, encendió un cigarrillo y le preguntó al batería si podía prestarle cincuenta dólares.
—Después me espera una tía estupenda, pero tendré que trabajármela. Mañana iré a devolvértelos.
—Casi me dejas sin blanca —dijo Jimmy—, pero seguro que será algo grande con tantos preparativos. Me lo tienes que contar mañana. —Jimmy sonrió—. He tenido una sensación muy rara durante la última pieza, ¿sabes?, me parecía que Bama rondaba por aquí. He estado mirando a todos lados pero no lo he visto. Claro que, joder, él no se iba a acercar por aquí.
—Claro que no —dijo Carl.
Un poco antes de medianoche, Barney estaba sentado junto a Whipple dentro de un coche aparcado en un callejón de Queens.
—¿Todavía nada? —preguntó tristemente Barney.
—Nada —dijo Whipple, también alicaído—. He ido a todas partes. A todos los clubs donde ha tocado, a los bares adonde él solía ir, y a los que ella prefería. He visitado a los fabricantes de violines, porque Bama se lo hizo hacer por encargo. Me he recorrido todo el maldito Village a todas horas del día y de la noche, porque si va a por usted, como usted dice, se quedará aquí. Me iría bien un poco de coñac.
Barney hizo oídos sordos a la última sugerencia y no se sacó el frasco del bolsillo.
—¿Sigues preocupado por el chaval judío?
—Sólo me he preocupado de su asunto, Barney eso es todo lo que he hecho.
Barney cambió un poco de sitio sus enormes posaderas y dijo:
—Creo que sigues pensando en ese chaval, que te tiene medio jodido, y que harías mejor tu trabajo si te quitaras ese incordio de la cabeza. Creo que tendremos que hacerle una visita a ese chico.
Whipple hizo un gesto de desagrado.
—Déjelo, Barney —dijo—, por favor, déjelo. Si lo hace me meterá en un buen lío.
—¿Y dónde crees que estás metido ahora? Escúchame, te he visto buscar a otra gente y nunca has fallado, de modo que si ahora no das una es porque ese chaval te tiene atontado. Así que voy a ocuparme de esto ahora mismo. Mis muchachos se han estado entrenando, y ya verás como ese niñito no le va a decir nada más a la policía. Nada, ni siquiera el por qué no les dice nada. Así podrás tener la cabeza clara, desgraciado, ¿comprendes?
—¿No irá usted a matarle? Joder, la poli se me echaría encima y ya no me dejaría más en paz.
—¿Lo ves? —Barney descargó el puño con fuerza sobre el muslo de Whipple—. Ese chaval judío te está dejando majareta. Hablas como si fueras otro y ya no sabes pensar. Ya no resultas divertido. ¿Por qué coño iba a hacer que mataran al chico cuando puedo proponerle un trato que no puede rechazar? Tenlo por seguro, vamos a ocuparnos de ese chaval, de modo que a partir de ahora sólo tienes que tener miedo de mí. Quiero verme libre de ese Bama, y te voy a dar tres días más. Si pasado este tiempo no lo has encontrado, alguien encontrará tu cuerpo sin cabeza, porque la haremos disecar y la regalaremos, de un modo anónimo, como puedes imaginar, a la Galería Nacional de Sarasas.
—Barney —dijo Whipple frotándose el muslo—. ¿Y si nos hemos equivocado? ¿Y si el violinista no está en la ciudad? A lo mejor está en el sur esperando que dentro de un tiempo usted se haga la ilusión de que no va a pasarle nada.
Barney acercó su rostro al de Whipple.
—Está aquí —afirmó—. Tiene tantas ganas de atraparme que ya no puede esperar más.
—¿Por qué está tan seguro? —dijo Whipple mirándolo.
—Porque lo sé, sé que o bien él me mata o le mato yo a él. Pero si no lo encuentro no puedo matarle. Mis muchachos no lo encuentran, la poli no lo encuentra, nadie lo encuentra, pero tú sí podrás encontrarlo ahora que te he quitado ese incordio de la cabeza. Tienes tres días a partir de ahora.
—Me está tomando el pelo, Barney.
Barney respondió, dándole unos golpecitos en la cabeza:
—¿Crees que mis chicos no te cogerán, gilipollas?
Whipple se miró los pies, luego clavó la vista en Barney y sonrió.
—Se te acaba de ocurrir una idea luminosa —dijo Barney—. No intentes hacerte el listo porque sé unos trucos que ni con toda tu listeza eres capaz de imaginar.
—Oh, ya lo sé. —Whipple cogió la mano del negro y, tratando de hincarse de rodillas en el asiento delantero, besó el anular de Barney. Luego cogió rápidamente el pañuelo y limpió el sitio que había besado—. Dios, no quisiera contagiarle a usted nada, Barney.
El día siguiente, Adam Horowitz paseaba por la calle mientras leía The Economist a la escasa luz del crepúsculo, cuando se topó con un gorila de poca estatura. «Pero ¿qué es esto?», exclamó, dejando caer el periódico. Pero después de mirar con más atención, se echó a reír. Era un tipo que llevaba una careta, y con él iban dos más, un Richard Nixon alto y sonriente y un cerdo grueso y de cara triste.
—Ya ha pasado el carnaval —dijo el chico observándolos con admiración—, pero quizá vais a una fiesta.
—Se trata de una fiesta —dijo Richard Nixon—, para ti.
Entre el cerdo y el gorila agarraron a Adam y lo depositaron en la entrada de una casa. Dos muchachos que pasaban cogidos por la cintura les sonrieron.
—Eso es lo que me gusta del Village —dijo uno de ellos—, aquí a nadie le da vergüenza pasárselo bien.
—¿Quieres a tu mamá? —preguntó Nixon con amabilidad dándole a Adam un ligero coscorrón en la frente.
—Claro que la quiero —respondió Adam con labios temblorosos.
—A tu madre la conocemos —dijo el cerdo con una risita—. La conocemos de vista. Es delgada y tiene el pelo liso. Parece una señora lista. Y además no lleva collarcitos ni nada de eso.
El chico pasó la mirada del uno al otro y preguntó:
—¿Qué quieren? —Se le quebró la voz.
—Basta de hablar con la policía —dijo Richard Nixon—. Si le dices una sola palabra más a la policía —sacó un cuchillo de caza del bolsillo de su abrigo— tu mamá ya no volverá nunca más a casa. Nunca más, qué pena. Una señora tan simpática, y desaparecerá para siempre.
—¿Qué policía? —Adam se mordió los labios—. No sé de qué me hablan.
—Joder —dijo el cerdo—. Vaya sorpresa, el chico tratando de engañarnos… Le importa un pito lo que le pase a su mamá.
—Este chico —dijo Richard Nixon—, se ha creído que nos chupamos el dedo. Piensa que no sabemos adonde va, a quién ve y qué les dice.
—Te vigilamos todo el tiempo —dijo el gorila—, y te hemos visto con ese policía, de palique un día y otro.
—Mientras tu pobre mamá —chilló el cerdo—, lleva camino de desaparecer. Pobre, pobre mamá.
—¡Socorro! —gritó Adam, aunque no vio a nadie en las cercanías.
—¡Socorro! —gritó Richard Nixon con una risa alegre.
—¡Socorro! —les hicieron coro el cerdo y el gorila.
Los tres disfrazados se apretaron en torno a Horowitz. Richard Nixon metió la mano debajo del abrigo del chico, le cogió los testículos y se los oprimió. Horowitz lanzó un alarido, pero, a una señal de Richard Nixon, los tres comenzaron a bailar alrededor del muchacho mientras el gorila le tapaba la boca con la mano.
—No viene nadie —dijo el cerdo.
—Alguien podría estar mirándonos desde una ventana —dijo Richard Nixon—. De este modo, parece que los cuatro estemos haciendo el tonto. Muy bien, chico, ¿me escuchas?
Horowitz hizo una inclinación afirmativa con la cabeza. Las lágrimas le corrían cara abajo.
—Si le dices una sola palabra —dijo Richard Nixon echándole el aliento a la cara— a ese detective negrata, o a cualquiera de esos hijos de puta, a tu mamá la vamos a rajar por mil sitios. Sabemos todo lo que hace. Madison, cuatrocientos cuarenta y cuatro, piso catorce, ¿verdad? Verdad. Y su hermana vive en el ciento treinta y dos West setenta y seis, ¿no es así? Y cada domingo por la mañana, a las diez, tu mamá va a «Russ e hijas», en el ciento setenta y nueve de East Houston, a buscar ese riquísimo Nova Scoatchia y crema de queso, ¿verdad? La encontraremos siempre que nos dé la gana. Y tú serás su asesino por no saber mantener la boca cerrada. La gente te señalará durante toda tu vida: ahí va el chico que mató a su mamá por no haber sabido mantener la boca cerrada.
—Dime, chico —Richard Nixon le dio otro coscorrón en la frente, esta vez más fuerte—, ¿crees que estamos bromeando?
Adam sacudió la cabeza.
—No —susurró.
—Si quieres que tu madre siga viva —dijo el gorila—, mantén la boca cerrada, ¿de acuerdo?
Dejando al chico en el portal, los presuntos juerguistas se fueron en fila, con Richard Nixon a la cabeza, seguido del cerdo y el gorila. Antes de que desaparecieran detrás de la esquina, Horowitz oyó que Richard Nixon lanzaba un grito de júbilo, y vio que el cerdo y el gorila empezaban a hacer cabriolas.