A primeras horas de una mañana de domingo, en el animado West Side de Manhattan, una mujer se puso a gritar:
—¡Cabrón, hijo de puta! ¡He hecho todo lo que has querido! ¡Todo, todo lo que has querido! Siempre lo he hecho. ¿Qué coño quieres más?
Green oyó murmurar a alguien pero no entendió lo que el hombre respondía. Se acercó a la ventana pero no los vio. Debían de estar en un portal. Entonces el hombre, que era rubio y grandote y se acercaba a los cuarenta, salió rápidamente a la acera y se alejó casi trotando. Llevaba sólo una sucia y ligera cazadora de safari para protegerse del frío.
—¡No vuelvas más! —chilló la mujer—. ¡No se te ocurra volver, gilipollas! ¡Oh, Dios! —y comenzó a sollozar.
Green se rascó la cabeza. Nunca había oído una sarta de insultos como aquella. Miró el reloj: las nueve. ¡Y él que había pensado dormir todo el domingo! Mierda. Ahora ya no podía acercarse a charlar con Emma y el violinista. Y era demasiado pronto para ir al cine; de todos modos, no había ninguna película que le apeteciera. Gracias a Dios, el domingo próximo le tocaba trabajar.
Miró la botella de JB que estaba encima de la mesa y recordó un arresto que hizo años atrás. Era un trompetista negro; su puerta ni siquiera estaba cerrada con llave. Green y su compañero entraron tranquilamente en la habitación, el músico abrió los ojos, los vio, volvió a cerrarlos, los abrió de nuevo y dijo: «Un momento». Los miró otra vez y dijo: «Oigan, ¿pueden cogerla? Está debajo de la cama. Se lo pido porque si la cojo yo, se van a pensar que voy en busca de un arma».
Green se inclinó, miró debajo de la cama y vio una garrafa. «No puedo levantarme sin un trago», dijo el músico. Green le tendió la garrafa y le observó mientras el músico tomaba un largo trago, dejaba con cuidado la garrafa en el suelo y se levantaba despacio.
—¿Siempre empieza el día de este modo? —preguntó el compañero de Green.
El músico arrugó el entrecejo y respondió:
—Sin esto me encontraría fatal. —Cogió de nuevo la garrafa, bebió durante un rato todavía más largo, y luego le pusieron las esposas—. Una cosa —dijo el músico—, no la he violado. He estado saliendo con ella mucho tiempo.
—Dígaselo a su abogado —dijo Green.
Ahora, después de contemplar el whisky. Green entró en la cocina donde Merle Haggard simulaba dormir con la cara vuelta hacia la pared, y preparó el café. De encima de la nevera tomó un bloc de trabajo amarillo y un rotulador, se sentó y trazó en la primera hoja una línea vertical. En la izquierda escribió 1) KATHLEEN; en la derecha, 2) EMMA. Miró lo que había escrito y debajo de KATHLEEN puso CROCKER. GINSBURG. LESBIANAS. CONNIE y se detuvo un largo rato. Después contempló con asco un paquete de cigarros, lo abrió y escribió ladrón.
—Quizá si lo escribiera en yiddish —dijo en voz alta— descubriría algo. Esto si supiera yiddish.
Debajo de EMMA, Green anotó TYRONE. LADRÓN, y, con una sonrisa desprovista de alegría, añadió MERLE HAGGARD. «Ese maldito perro es tan listo que puede haber manejado el cuchillo con los dientes». Sin dejar de mirar la página. Green golpeó la mesa con los nudillos, encendió un cigarro, escupió, dejó el cigarro en la taza de café y escribió BAMA.
Dijo a media voz:
—No veo ninguna relación entre una y otra columna, salvo que les clavaron el cuchillo en el mismo sitio. Cuando es una acción deliberada, lo clavan en la espalda: cuando es un arrebato, lo suelen clavar en el pecho. De modo que tenemos dos asesinos con premeditación. No había huellas en ninguno de los dos cuchillos. ¿Qué diría Riordan? A estas horas del día ese maldito shikker[*] seguramente ya se habrá zampado la mitad de su primera botella. ¿Cuándo empecé a hablar solo? ¿El año pasado, hace dos años? Debió de ser un domingo. Pero lo importante es no hacerlo fuera de casa. Aunque en casa no queda más remedio, para oír algo, o de lo contrario te vuelves majareta. Desde luego, no quiero oír la maldita radio, ha de ser algo que tenga que ver conmigo.
»Me pregunto a qué hora se levanta ella los domingos. El niño ya debe de estar de pie, pero eso no significa que ella se haya levantado. Tal vez podríamos salir a comer juntos, o a cenar. Tal vez eres un estúpido integral. Ponte en su lugar. Con lo guapa que es, ¿dormirías con un poli viejo y gordo? Aunque me conformaría con charlar, y mirarla no constituye ninguna infracción.
Green consultó el reloj: las nueve y media. «La llamo para hablar del caso, para saber más sobre Kathleen cuando trabajaba en el periódico. Se puede llamar a cualquier hora para un asunto de interés público, ¿no?».
Green sacó su agenda, se acercó al teléfono y marcó el número. Una voz de hombre le contestó:
—¡Diga, diga! ¿Quién es?
«Parecía molesto. ¿Por qué el hijo de puta no iba a parecer molesto?». Green colgó el aparato.
—¿Qué demonios es esto? —le dijo a Merle Haggard, que no quiso volverse hacia él—. Tiene a un tío en la cama, y en el cuarto de al lado está su chico de diez años. ¡Trayf[*]!
Green miró el bloc amarillo, miró el teléfono, luego miró la pistola y finalmente se fue al salón. Allí sacó un álbum de Billie Holiday, encontró el tema Let’s Call the Whole Thing Off y, después de ponerlo en el tocadiscos, comenzó a escucharlo meneando la cabeza.
Yeah. Yeah, baby, just you and me.
Una hora más tarde, McKibbon, caminando por Chelsea, pasó frente a los escalones de entrada de una casa en los que estaba sentada una pareja de jóvenes veinteañeros. Ella era delgada, con el negro pelo liso suelto en una larga melena; él era aún más delgado y llevaba barba. «Esos dos son mala gente», pensó McKibbon. Oyó que la chica decía:
—He visto las maletas. —Su voz sonaba nerviosa y agresiva—. Y no quiero tener sorpresas.
«Se trata de un delito». Alterado, siguió mirando recto hacia adelante. «Bueno, no tengo nada en qué basarme. Tal vez lo lea en los periódicos». Y siguió su camino hacia la casa de Riordan.
El Sunday del domingo, sin abrir, yacía en el suelo junto a la mesa de la cocina. Riordan, después de indicarle con un gesto a McKibbon que se sentase en una silla, tomó asiento pesadamente a su vez y se sirvió ginebra en una taza de té. No se veían rastros de té en ningún lado y la tetera parecía estar fría.
—No sé si recordarás —dijo Riordan mirando a lo lejos—, lo que dice el Evangelio de San Juan: «En la noche de la Resurrección, cuando las puertas de la casa donde estaban reunidos los discípulos se hallaban cerradas por miedo a los judíos, entró Jesús». Y les mostró sus manos y su costado. Pero uno de los Doce no estaba allí.
Sam cogió una taza y se sirvió un poco de ginebra.
—Sí, siempre me he preguntado qué estaría haciendo el bueno de Tom aquella noche.
—Cuando los demás le dijeron que Jesús había estado con ellos, Tomás dijo: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré».
McKibbon se aflojó la corbata, apartó la taza de ginebra, y dijo alegremente:
—Pero ocho días más tarde, todos estaban de nuevo reunidos, y…
—«Estando cerradas las puertas, Jesús entró y estuvo entre ellos». Y le dijo a Tomás: «Alarga acá tu dedo; y mira mis manos. Tiende tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo, sino fiel». Y Tomás creyó. ¿Recuerdas el resto? ¿Recuerdas lo que dijo Jesús?
—«Porque me has visto has creído. Dichosos los que sin ver, creyeron».
Riordan miró fijamente hacia la pared.
—Sólo lo sabemos de oídas —dijo por fin—. No tenemos la versión de Tomás.
—Todo lo que sabemos es de oídas —dijo McKibbon empezando a cargar su pipa—. Ni siquiera tenemos el informe de la autopsia. Pero Él se encargó de eso al decir: «Dichosos los que sin ver, creyeron». ¿Te importa que ponga el agua a hervir?
—Ojalá me hubiera tocado a mí dilucidar aquel caso —continuó Riordan hablando como siempre en un medio susurro—. Ese hebreo era un artista del engaño.
—¿Qué, no fue crucificado? —preguntó McKibbon mirando su pipa.
—Estaba entre la muchedumbre, de mirón.
—¿Entonces quién era el que estaba allá arriba?
Riordan clavó la vista en McKibbon y le dijo con enfado:
—¿Qué carajo importa? Está lleno de tipos que han nacido con mala suerte.
McKibbon frunció el ceño y se inclinó hacia delante.
—¿Qué está tratando de decirme? —preguntó.
Riordan esbozó una sonrisa.
—Quiere decirme con esto que la gente cree lo que quiere creer —dijo McKibbon apartando lejos de sí la taza—. ¿Y eso también nos pasa a nosotros, que somos incrédulos profesionales?
—A veces —dijo Riordan con una risa apagada.
—Teniente —McKibbon habló mirando al techo—, es usted un maestro estupendo, el mejor que he tenido en mi vida. Por eso estoy siempre visitándole. Pero ¿podría hablarme con más claridad? ¿Qué me quiere decir?
Riordan bebió con fruición un largo trago de la ginebra fría que contenía su taza.
—Considera qué fácil ha sido que todos crean que el violinista ha matado al negrito. Y sin tener pruebas materiales.
McKibbon lanzó un suspiro y replicó:
—Bueno, no había huellas en la pistola que mató a Tyrone, pero eso es lógico, porque, claro, el violinista habría hecho el bachillerato, ¿no? Tiene que haber sido el violinista, teniente. ¡Por Dios! ¿Puede tener alguien un motivo más fuerte?
—Volvamos al Evangelio, Sam —dijo Riordan mirando con calma al detective—. Supongamos que Jesús estaba entre la multitud, mirando; sus propios seguidores decían de Él que era un brujo… Seguro que en tu carrera profesional te habrás encontrado con artistas del disimulo. ¿Te haces una idea?
—Se está basando en suposiciones —dijo McKibbon—. Tan poca seguridad tiene de que estaba entre la muchedumbre como de que estaba clavado allá arriba en la cruz.
—Desde luego, tengo la desventaja de no haber estado presente, pero si lo hubiera estado creo que lo habría descubierto porque no me habría contentado con creer lo que se decía. Esto es lo que quiero que comprendas, hijo. En este caso hay demasiada fe ciega. Por ponerte otro ejemplo, ¿quién mató a Emma?
—Tyrone.
—¿Por qué?
—Porque ella hizo que Barney lo castigara, y muy duramente. Para aquella rata lo más importante del mundo era pertenecer a la banda de Barney, y ella logró que lo echasen. Le quitó todo lo que tenía.
Riordan abrió la nevera, vio un bollo que parecía tener cien años, maldijo en voz baja y volvió a cerrar la nevera.
—Aún admitiendo que lo que dices sea exacto, todavía no has probado que Tyrone entró en la cocina de Emma aquella noche.
—No puede haber ocurrido de otro modo.
Riordan sonrió y dijo:
—No le podrás decir eso al abogado defensor, y tampoco debieras decírtelo a ti mismo. No puedes seguir adelante, hijo, sin haber eliminado antes todas las demás posibilidades. No quiero perderme este caso como me perdí el que ocurrió hace dos mil años. Pero te aconsejo que no olvides lo que hizo Tomás. Quería meter la mano en el costado de aquel hombre. ¡Es admirable! Me habría gustado tener a ese Tomás bajo mis órdenes.
—Muy bien —dijo McKibbon con un suspiro—. Hábleme más de Tyrone.
Riordan, inclinándose hacia él por encima de la mesa, le explicó:
—¿Crees plausible que ese canalla, después de haber sido castigado de un modo tan terrible por haber intentado robar a la señora, acabase con la vida de esta para exponerse a recibir un castigo todavía mucho mayor?
McKibbon sacudió la cabeza y objetó:
—Pero eso es suponerle a Tyrone demasiada clarividencia mental, sobre todo después de que le marcaran la cara con un cuchillo. No, teniente, era un animal y reaccionó como un animal.
—¿Te apetecen unos huevos con bacón? —dijo Riordan.
—Sólo bacón, por favor, nada de huevos —respondió McKibbon—. ¿De veras piensa que no fue Tyrone?
—Sólo estoy sugiriendo que eres tú el que debe pensar, y que hagas como Tomás.
—¿Y el violinista?
—Reflexiona, lo mismo que con Tyrone.
—Dígame una cosa —dijo McKibbon—. Siempre he pensado, y creo que los demás también, que era usted católico practicante, que vivía su religión con fe y no cubriendo el expediente por si acaso.
—¡Ah! —dijo Riordan dándole la vuelta al bacón en la sartén—, ¿te he parecido irreverente hace un rato? A lo mejor estaba tratando de captar tu atención por medio de recursos inesperados. Es lo mismo que hacemos al interrogar a un sospechoso. Algo muy normal.
—¿Así que cree que era Jesús el que estaba en la cruz?
El teniente descubrió los dientes en una sonrisa amable.
—¿Qué importancia tiene lo que yo piense acerca de Él?
—O Él acerca de usted.
—No veo que ni tú ni Él me hayáis leído mis derechos.
A la mañana siguiente, en un café cercano a la estación de autobuses. Green apagó con rabia el cigarro en el plato de huevos con bacón.
—Sí —dijo McKibbon—, yo siento lo mismo.
—Es verdad lo que has dicho que respecto a Tyrone no tenemos nada en que basarnos. Si el cabrón siguiera con vida, nos veríamos obligados a dejarle en libertad. Si piensas en ello, la cosa salta a la vista. Pero es que yo había dejado de pensar, y me imaginé que él fue quien se cargó a Emma.
—Bueno, a mí tampoco se me ha ocurrido en seguida, ¿sabes?
—Pero se te ha ocurrido.
McKibbon iba a decir algo, pero en lugar de eso, repuso:
—Tienes algo más que te preocupa.
—¿Qué eres —refunfuñó Green—, una especie de detective?
—Oye —dijo McKibbon jugueteando con la cucharilla—, yo ya he pasado por esto, ¿recuerdas a Abbey, la chica con quien estuve a punto de casarme hace un par de años?
—¿Ha vuelto a Atlanta?
—No sé dónde está —dijo McKibbon en tono seco e inexpresivo—, ni quiero saberlo, a menos que se esté muriendo. Iría a cualquier parte para asistir a ese funeral. La puta… Hay algunas capaces de destrozarte. La primera la conocí cuando yo tenía quince años. Y a partir de ahí dejé de confesarme, porque ¿qué saben ellos? Es lo más importante que hay y no lo catan ni por el forro. Se lo dije así al cura. «Aquí estoy, le dije, dispuesto a venderle mi alma al diablo con tal de que la convierta a ella en mi esclava. No sé qué tengo que decirle a usted. No creo que pueda ofrecerme un trato en mejores condiciones, porque ni siquiera sabe de qué estoy hablando».
—¿Qué te dijo el cura? —preguntó Green, intrigado.
—No sé, me parece que estaba dormido. Y además, ¿qué hubiera podido decirme? Es como hablarle de Johnny Hodges a un sordo.
—¿Qué ocurrió con aquella primera chica?
—Que el diablo no me propuso nada —dijo McKibbon con pesar—. Ella se acostó con la mitad de los chicos del colegio, la mitad a la que yo no pertenecía, por descontado.
—Bueno, por lo menos con Abbey…, viviste con ella. ¿Cuánto tiempo? ¿Más o menos un año?
—Eso fue peor. Nunca llegó a ser mía, ni por un momento. Es lo que pasa con una mujer, puedes tocarla, pero ella no está ahí.
Se hizo un silencio. La camarera dejó la cuenta y hubo otro silencio.
—Te estoy liando, compañero —dijo Green—. No funciono bien.
—Concentra tus pensamientos en el violinista —dijo McKibbon despacio y con voz tranquila—. No pienses más que en él. Oh, sé que la pelirroja te rondará por la cabeza, pero sigue concentrándote en el violinista. No hay nada como una obsesión para curar otra obsesión. Yo me ocuparé de tus otras cosas…, de Kathleen y lo que sea.
Green asintió con la cabeza y dijo:
—Sí, tal vez tengas razón. Gracias.
—La pelirroja te está llevando por el camino de la amargura, ¿no?
Green se quedó mirando el plato de huevos con bacón decorado con un cigarro en el centro.
—Bueno, ejem, no sé cómo explicártelo, es un poco embarazoso…
—¿Te ha dejado plantado, sin más ni más?
—Bueno… —Green se removió, incómodo—, la verdad es que hasta ahora no he intentado nada.
McKibbon se lo quedó mirando.
—Un momento. ¿Estás rabiando por un rechazo que todavía no ha ocurrido? ¿Estás pasando una crisis de adolescente o algo parecido?
—Escucha —Green se dispuso a encender un cigarro—, la llevé una vez al Gate a oír a Art Blakey y luego volví a salir con ella y…, bueno, tuve la sensación de que…, bueno, de que yo le gustaba un poco, o por lo menos de que no le disgustaba del todo.
—¿Pero no se te echó encima en el taxi?
—Vamos, Sam, no me lo pongas aún más difícil. Sea como sea, no me la podía quitar de la cabeza y el domingo por la mañana…, bueno, pues, la llamé.
—No me digas. —McKibbon, haciendo un gran esfuerzo, consiguió no sonreír—. Un hombre contestó al teléfono. No un chico, un hombre.
—Sí, eso es. En fin, ella no estaba obligada a decirme que vive con alguien, ¿no?
—Noah, por lo que más quieras…
—Desde luego, sé que no tengo ningún derecho sobre ella. De todos modos, aquí se acabó todo.
—¿Se acabó el qué? Si no ha empezado nada. ¡Por Dios!, tal vez fuese un pariente, o el Espíritu Santo. Pero antes de ponerte de luto, tienes que cerciorarte. Coño, dentro de un mes estarás usando chupete.
—Sé lo que me digo. —Green removió con el cigarro los huevos con bacón—. Incluso sin el tipo del teléfono, no hubiera funcionado. ¿Qué iba ella a querer de un alter cocker[*]? Bien, voy a encontrar a Bama. ¿Qué vas a decirle a Randazzo?
—Que tienes una pista, que te estás acercando. Y además le diré que a Green aún le quedan muchas fuerzas para ser un alter cocker[**].
Green se levantó, posó un momento la mano en el hombro de McKibbon y se dirigió a la salida.
Meneando la cabeza, McKibbon observó cómo su fornido compañero cuadraba los hombros y erguía la barbilla al encaminarse hacia la puerta del café. «En lo que se refiere a las mujeres, el cabrón tiene tanta confianza en sí mismo como un topo a la luz del día. Lo curioso del caso es que me parece que a ella le gusta Noah. Había algo en su manera de meterse con él aquella noche delante de la casa del profesor… Sí, ¿cómo lo llaman?, un shadchen[*]. Sí. ¿Por qué no? Si logro que se meta en la cama con Noah, recuperaré a mi compañero de antes. Coño, no nos explicaron estas cosas en la academia de policía».