Green subió corriendo las escaleras y entró en la sala general de la brigada. Furioso consigo mismo porque la carrera le hacía jadear, se apoyó en una mesa y al divisar a McKibbon le dijo respirando con dificultad:
—Tenemos que encontrar a Barney ahora mismo.
McKibbon levantó una mano y apuntó con un dedo en dirección al despacho de Randazzo. La puerta del despacho estaba cerrada.
—Barney nos ha encontrado a nosotros —dijo McKibbon—. Dijo que sólo hablaría con el jefe, y eso es lo que está haciendo ahora. ¿Quieres ponerme al corriente de los acontecimientos antes de que Randazzo nos llame?
Green le contó en dos palabras el informe de Domingo, añadiendo:
—Ese maldito Tyrone mató a Emma y tenemos que cogerle antes de que lo encuentre Bama. Barney será el perro perdiguero.
—Una cosa —dijo McKibbon—. ¿Por qué Emma no te contó lo que le ocurrió en la librería?
—Porque yo siempre la estaba riñendo por quedarse sola en la tienda, y si me lo hubiese contado aún la hubiera reñido más. Y aparte, ella pensaba que con un novato como aquel no necesitaba ayuda.
Atravesaron la habitación y se acercaron al despacho de Randazzo. Green llamó a la puerta y la abrió sin esperar. El gigantón negro se estaba echando a la boca un puñado de caramelos ácidos mientras Randazzo lo contemplaba con aborrecimiento.
—Lo acabamos de transmitir por radio —dijo Randazzo sombrío—, y el coche patrulla va a llegar de un momento a otro. ¿Sabéis de qué va la cosa?
—Me acabo de enterar —dijo Green.
Barney le saludó con un gesto lánguido, pero cuando advirtió la mirada helada de McKibbon, dejó caer la mano y, dirigiéndose a Green, le dijo:
—No sé si Tyrone todavía vive allí. En cuanto me enteré de lo de Emma me fui para allí, pero no quedaba rastro del chico. Algunos de mis hombres han estado vigilando, pero no han sabido nada. En el barrio nadie lo ha visto desde… desde lo ocurrido. Les va a parecer raro que diga esto, pero ojalá lo hubieran ustedes detenido.
—¿Nos lo habría traído si lo hubiera encontrado? —preguntó McKibbon mirando el reloj que había encima de la mesa de Randazzo.
—Sí —respondió Barney—. Después del trabajo que me tomé con el chaval… Cuando lo encontré era como una rata de cloaca, un granuja vicioso. Pensé que al final había logrado sacar algún provecho de él, pero ¡qué va!, estaba demasiado maleado. Mierda, créanme —Barney se volvió para quedar frente a Green—, créanme que estoy hecho polvo por lo que le ha pasado a Emma. Bueno, joder, no me importa lo que crean, pero estoy destrozado. Pero a pesar de que Tyrone es una escoria, no quiero que se las cargue de este modo, aunque haya hecho lo que haya hecho.
—Es raro que esté tan preocupado por él después de lo que usted mismo le ha hecho —dijo Green.
—No sé de qué está hablando —dijo Barney mirando el tarro de caramelos que Randazzo se apresuró a poner fuera de su alcance—. Pero, coño, cualquiera sabe lo que ese violinista es capaz de hacer. Para empezar, puede arrancarle los cojones a Tyrone. Ese músico es una fiera, es peligroso de verdad.
—Aquí hay algo más. —McKibbon le lanzó a Barney una bocanada de humo de su pipa—. No ha venido aquí sólo para cuidar de los huevos de ese tipejo.
—El señor Richmond —dijo Randazzo en tono áspero— está aquí para que veamos cuánto respeta al Departamento. Ha venido para ayudarnos a encontrar al chico, pero también por otra razón. Dígaselo, basura.
Barney se sobresaltó ante el insulto, pero luego sonrió.
—Sé cuándo tengo que pagar —dijo—, y lo hago. Suelte todos los insultos que quiera, comandante, si así se desahoga.
—Puerco —dijo Randazzo.
—¡Adelante! —Barney extendió los brazos como un predicador—. Estoy dispuesto a escucharle.
—¡Guarro! —dijo Randazzo.
—Vaya —Barney se apoyó contra la pared—. No está en su mejor forma esta mañana, comandante. —Miró a McKibbon—. Préstele algunas palabras, hermano, de esas que usamos nosotros. Verá cómo se sentirá mejor.
—¿Sabe qué es lo que más me gustaría hacer? —dijo McKibbon inclinándose hacia Barney.
—No, ¿qué es, hermano?
—Pues observarle mientras se está muriendo, durante mucho tiempo; un mes, tal vez más.
Barney se echó a reír y Green le preguntó a Randazzo:
—¿Cuál es la otra razón de que este tipo haya venido?
Pero fue Barney el que respondió:
—Que yo también puedo estar en la lista de ese loco. Porque si uno se carga, por ejemplo, a uno de los chicos de Fagin, así, a lo bestia, también tiene que cargarse a Fagin si quiere terminar el trabajo. Oigan, el músico pensará que yo tengo la culpa de lo que hizo el muchacho, ¿entienden? Porque si no fuera por mí, quizá el chico nunca se habría acercado a Emma. Podía haberse quedado en los arrabales, o en Bed-Stuy o yo que sé dónde… Vaya usted a saber lo que puede pensar un tipo con un temperamento tan salvaje. Pero como sabe que estoy relacionado con el chico, seguro que me echará la culpa de lo que ha hecho. No les estoy pidiendo protección policial…
—¡Un momento! —rugió Randazzo—. Sería un verdadero placer prestarle protección policial. Me adjudicaría a mí mismo el primer turno… y el segundo, haría doble turno.
—Y mientras yo estuviera dormido —dijo Barney riendo entre dientes— me metería un regalito en el bolsillo. No, qué va, no les estoy pidiendo que me protejan, ya me protegeré yo desapareciendo de la circulación durante una temporada. No puedo arriesgarme con ese loco suelto. Pero sólo quiero que sepan que si me encuentra, tendré que defenderme. Quiero que lo hagan constar en mi ficha, que si ese señorito me viene a buscar tendré que cuidar de mí mismo, ¿me explico?
—¿Quiere que le demos una licencia? —le gritó Green.
—Silencio —dijo Randazzo—, ya le he explicado al señor Richmond que lo que él ha dicho sólo se puede poner en su ficha para demostrar más tarde, ante un tribunal que tenía intención de matar.
Llamaron a la puerta y entró un detective.
—Hemos entrado en el apartamento —dijo— y allí no había nadie. Sólo unas pocas ropas.
Nadie habló durante un buen rato, y después Green dijo:
—Seguramente hace tiempo que se ha largado. Habrá tomado un autobús.
—Pues sí señor —dijo Barney mirándose las uñas—. Espero que ese loco deje a Tyrone en trozos bastante grandes como para que puedan identificarlo.
El día siguiente por la tarde, Sam McKibbon y el chico pelirrojo salieron de una estación de metro en el Soho.
—¿Ves esa confitería? —dijo McKibbon señalando al otro lado de la calle—. Ahí es donde cada tarde va a buscar el Post alrededor de las cuatro. Nos queda muy poco tiempo. Yo estaré en esa librería de ahí atrás.
—¿Y qué tendré que hacer? —preguntó Adam Horowitz.
—Esperarás un rato en esa tienda comprando tebeos —McKibbon meneó la cabeza—. Oh, perdona, cómprate lo que quieras. —Le tendió al chico un billete de cinco dólares—. Primero le echas una mirada y luego, cuando salga de la tienda y camine por la calle, lo examinas con atención, ¿vale?
Horowitz dijo que sí con la cabeza. McKibbon entró en la librería y empezó a hojear los libros de los estantes situados junto al escaparate. Por su parte, Horowitz, en la otra tienda, contempló las hileras de tebeos y se sintió disgustado.
—¿No tiene el Scientific American? —le preguntó a la mujer de cierta edad que estaba detrás del mostrador.
No lo tenía, como tampoco tenía el Bulletin of the Atomic Scientists, The Progressive ni Inquiry. El chico suspiró y estaba a punto de coger, con cierta repugnancia, un número de Rolling Stone, cuando una voz aterciopelada dijo alegremente a sus espaldas:
—¿Cómo está, señora Arricola?
—Como siempre, señor Whipple, como siempre, no puedo quejarme. La cuestión es pasar el día sin tropiezos.
—Es lo que digo yo —dijo Whipple mientras pagaba el Post—. Me siento aliviado cuando llega la noche.
Y se dispuso a salir de la tienda cuando de pronto vio al chico. Whipple se dio la vuelta, se acercó al mostrador y pidió un paquete de Marlboro. Mientras se hurgaba en el bolsillo de la chaqueta en busca del dinero, Whipple dirigió la mirada hacia el lugar donde estaba Horowitz, pero sin fijarse, al parecer, en ningún objeto determinado.
Poco después de la partida de Whipple, el chico salió a la calle y observó al hombre caminar a lo largo de toda la manzana. Cuando Whipple dobló la esquina, Horowitz cruzó la calle y se sorprendió al ver a McKibbon esperándole ante la librería.
—Silencio —dijo McKibbon viendo que el chico iba a hablar—. Veamos si tu jugada ha surtido efecto.
Whipple volvió a salir de detrás de la esquina que acababa de doblar, se quedó parado, vio al muchacho con el detective y emprendió la marcha calle abajo.
—Creo que nuestro amigo no va a dormir muy bien esta noche —dijo McKibbon.
—¿Piensa usted que me ha reconocido? —preguntó Horowitz.
—Creo que nos ha reconocido a los dos —dijo McKibbon—. Así no hay miedo de que vaya a molestarte.
—¿Por eso me esperaba usted en la calle?
—Bueno, si sólo te hubiera visto a ti y hubiera sospechado que en la tienda hacías algo más que comprar revistas, podía ocurrírsele hacer alguna cosa rara.
—Pero ahora lo sabe, sabe que yo hacía algo más que comprar revistas.
—Pero también sabe que yo sé que no estabas allí sólo para comprar revistas. De modo que si quiere meterse contigo, tendrá que meterse conmigo y eso no lo quiere hacer. De ninguna manera. Así que no tienes de qué preocuparte.
—Siento decírselo —dijo el chico—, pero le he observado caminar por la calle con muchísima atención y no puedo asegurar que sea la misma persona que vi con la señora Ginsburg la noche en que la mataron. No estoy seguro. Claro que ahora caminaba todo encorvado a pesar de que hoy no hace mucho frío, pero hay gente que anda así siempre.
—Está muy bien, simpático —dijo McKibbon—, me has ayudado mucho. Ahora dejaremos que el tipo se cueza en su propio jugo, y después él y yo charlaremos un ratito.
—Él lo hizo, ¿verdad?
—Cada cosa a su tiempo. Vamos a recapitular, que es algo que nos gusta hacer a los detectives. Al tipo le has interesado mucho porque (es sólo una suposición) se ha acordado de tu vistoso cabello rojo. Por consiguiente, puede ser él quien estaba en la calle con la señora Ginsburg la noche del asesinato. Todavía no podemos decir que estuvo con ella en la cocina más tarde. Pero hay que andar por pasos.
Dejaron el barrio del Soho y se encaminaron en dirección norte hacia Greenwich Village. De pronto, al pasar frente a una escuela abandonada, McKibbon se detuvo. En la esquina más alejada del patio de recreo, debajo de una pila de escombros formada por un banco roto, una papelera volcada y cajas de cartón vacías y medio podridas, el detective vio sobresalir un zapato.
—Quédate aquí —le dijo al chico.
McKibbon se acercó al montón de escombros, atisbo en su interior, y allí, encogido contra la pared, descubrió a un joven negro de unos diecinueve años, cubierto con un impermeable negro. Tenía la cabeza inclinada y le habían volado la base del cráneo.
«Dos balas, quizá tres», pensó McKibbon cerrando los ojos un momento. Después volvió y le dijo al chico:
—Bueno, muchacho, será mejor que te vayas a tu casa. Yo tengo trabajo aquí.
—¡Oiga, quiero verlo! —exclamó el chico entrando en el patio.
McKibbon lo agarró por el cuello de la chaqueta.
—No, no quieres verlo. Créeme, más vale que no le veas. O no me creas si no quieres, pero lárgate de aquí.
Horowitz se marchó con aire enfurruñado. McKibbon regresó a la esquina del patio, contempló al joven negro sin vida y le dijo:
—Desde luego te vengaste, Tyrone, pero ¿a que eso no te hace más feliz ahora?
Aquella tarde, una tarde suave de diciembre, en la entrada de una tienda de ropa para caballeros situada en la esquina de la Sexta avenida con la calle Ocho, cuatro jóvenes estaban tocando el Cuarteto número 19 en Do para cuerdas de Mozart, el llamado «Cuarteto Disonante». En aquella esquina de aquel barrio y en medio de los habituales sonidos nocturnos de la ciudad, la armonía de aquellas cuerdas era tan curiosamente apaciguadora que los delincuentes de todo pelaje, para no hablar ya de los buenos ciudadanos que iban a comprar fruta o café, permanecían allí parados sin hacer nada más que escuchar… Algunos sonreían y a otros se les veía turbados por lo extraño de aquella pasión controlada y melodiosa.
Green, sin embargo, no estaba de humor, porque lo que él andaba buscando sin tregua era un violinista solista que se dedicaba a otro estilo de música. Iba a pasar de largo cuando alguien le tocó en el hombro. Green se volvió rápidamente con los puños apretados y se vio ante un hombrecillo de aspecto frágil, que le miraba con una expresión de enfado en su rostro tenso.
—¿Qué demonios está pasando, Noah? —La voz de Crocker Whipple sonaba ronca y agitada.
—No pierdas la serenidad, amigo mío —le dijo Green.
Este vio un portal vacío un poco más allá, se dirigió a él y a los pocos segundos Whipple se reunió con él.
—Esta tarde me han seguido —dijo Whipple con indignación—. Su compañero me ha hecho seguir por un jovencito, uno de esos judíos…, perdone, hombre, es que estoy nervioso. ¿Por qué se le ha ocurrido eso?
—No sabía nada —dijo Green—. ¿Has hecho algo que yo no sepa?
El hombrecillo se mordió el labio.
—Si me mientes, Noah —dijo—, hemos terminado. Lo que hago por ti es ya suficientemente peligroso, pero si encima me vais a liar, podéis iros a la mierda.
—Este es un país libre —dijo Green mirando a la muchedumbre de peatones—, de modo que acepto tu renuncia.
—¿Por qué la habéis tomado conmigo? —se quejó Whipple. Movía sin cesar los dedos, como si no supiera dónde ponerlos.
—Agradecemos tus largos meses de dedicación y tus servicios que por lo general han sido de fiar, pero comprendemos que puesto que tu trabajo ha sido voluntario…
—Una mierda, voluntario. Hicimos un trato cuando me salvaste de ser condenado por posesión de material obsceno, y desde luego me has estado cobrando unos intereses bien altos…
—Eran unas fotos muy bonitas —dijo Green sin dejar de observar a los transeúntes—. Unos temas realmente románticos, simpáticos muchachos juguetones dándose unos a otros por el culo. Y en color. Se vejan brillar sus ojillos. Pero la que más me gustó fue aquella foto tan artística del negrito chupando una enorme polla blanca. ¿Era la tuya, Crocker?
—Noah, ¿quieres hacer el favor de decirme qué es lo que está ocurriendo? Mira, olvida lo que he dicho, seguiré trabajando para vosotros, pero…
—Lo siento —dijo Green—, ya he aceptado tu renuncia, y las normas dicen que una vez se ha hecho una declaración, ya no puede pararse el funcionamiento de la burocracia.
—¡Qué burocracia, y qué leches! Noah, ¿por qué me tratas así? Me he puesto nervioso porque últimamente no he estado bien, y luego al ver a McKibbon y a ese chaval…
—¿Tienes la regla? —Green se echó a reír—. No resulta gracioso, ¿verdad?, y suena vulgar. Justo lo que puede esperarse de un maldito judío adulto.
—Vale, vale, tienes todo el derecho. Pero, por tus muertos, dime qué se supone que he hecho.
—Ni idea —dijo Green, mirando al reloj de encima de Jefferson Market—. Sí, tenían un color precioso, nunca he visto fotos más bonitas. Espero que les dieras copias a todos aquellos chicos, porque les encantará poder enseñárselas un día a sus nietos deformados y tullidos.
—Le llamaré por teléfono, Noah.
—Lárgate, mariquita. Si puedo, me sentaré en tu shivah[*].
—El violinista no me ha visto nunca —dijo Crocker Whipple la tarde siguiente mientras, arrebujado en un grueso suéter verde, contemplaba las idas y venidas de un tigre de Siberia en el zoo del Bronx—. Puedo tratar de encontrar a Bama si es que sigue en la ciudad.
—Oh, está aquí —dijo Barney—. Mientras yo siga aquí, él no se irá. —Barney le volvió la espalda al tigre para examinar a las personas, que, en grupitos aislados, aprovechaban esa tarde invernal para ir a visitar a los animales de verdad—. Mierda, si a estas alturas todavía no he descubierto a ningún policía, más vale que me dedique a otra cosa. Nadie se fija en nosotros, todos parecen gente normal.
—¿Está seguro de que no le han seguido sin que se diera cuenta? —preguntó Whipple.
Barney hizo una mueca.
—Sí, soy capaz de oler a un poli a un kilómetro de distancia. Huelen a miedo, lo mismo que tú.
—Pueden seguirle a uno sin que lo note, ¿sabe? —Whipple dejó pasar sin comentario la alusión de Barney a su temor—. A lo mejor le han puesto micrófonos al tigre, tienen equipos capaces de captar un murmullo desde la otra punta del Estado.
—No sabían que íbamos a venir a ver el tigre, listillo, y tendrían que haber trucado a todos los animales del parque. Pero me estás hartando, sólo quería demostrarte que puedo pensar mejor que tú.
—De acuerdo —dijo Whipple encendiendo un cigarrillo—. Encontraré a Bama con tal de que no me diga lo que le harán después de que lo encuentre.
Barney sonrió.
—Sólo un par de tipos saben lo que le ocurrió a Jimmy Hoffa, a pesar de que más de dos estuvieron implicados en su final, de una u otra manera. No pienses en ello, monada. De todos modos no te lo diría, porque es posible que quiera volver a utilizar el programa que tengo preparado para ese pájaro y por eso ha de quedar en secreto.
—¿Ya lo tiene todo pensado?
—No puedes parar de hurgar, hurgar y hurgar, ¿verdad? Como un ratón blanco. Sí, lo tengo todo pensado. Schmuck[*****] presumido, ¿sabes cuál es la verdadera razón de que no quiera decírtelo?
—Porque entonces tendrá que acabar conmigo del mismo modo que acabe con él. Por eso he dicho que no quería saberlo.
—Muy bien —dijo Barney desperezándose—. Todo arreglado. Ya tienes un anticipo al contado, y cuando entregues la mercancía, recibirás la mejor paga de tu vida. —Bajó la mirada hacia Whipple, que parecía estar en Babia—. ¿Te preocupa algo? ¿El chaval judío?
Whipple asintió con la cabeza.
—Eso no es nada. Mandaré a alguno de mis socios para que le haga entrar en razón, je, je, y ya no tendrás que preocuparte más.
—Por Dios, Barney, no haga eso. Es lo único que me faltaba. Sería como decirle a McKibbon que viniera a arrestarme, y lo haría, con un motivo o sin él. En cuanto alguien toque a ese chico, ese poli va a estar seguro de que he tenido algo que ver con Kathleen Ginsburg.
Barney jugueteó con su pendiente.
—Nunca te creí capaz de asesinar, por lo menos no de este modo. Te imagino royendo lentamente a alguien hasta matarlo, ric, ric, ric. Pero ¿eso?, ¡pam, zas! con un gran cuchillo, «gracias, señora». Ese no es tu estilo, mariquita.
—No es lo que piensa, Barney. Ese chico es lo único que puede relacionarme con ella.
—Si no es lo que pienso, ¿qué carajo puede importar ese chico?
—Es la primera conexión.
—¿La primera? —dijo Barney con una sonrisa.
—Barney, ese es mi problema. Por lo que más quiera, no se acerque a ese chico. No quiero soliviantar a la pasma. Si me estoy quieto y no pierdo la cabeza…, el chico es el único testigo que tienen contra mí.
—Eso es lo que crees. —Barney hundió su manaza en una caja de galletitas saladas—. No tienes buen aspecto, amigo. ¿Estás seguro de que puedes con el encargo que te he dado? Más te convendría.
—Sé llevar mis asuntos, y a usted le consta, Barney. Será mejor que me dé un teléfono donde pueda encontrarle.
El tigre de Siberia se había cansado de pasear y estaba mirando a Barney con una inquina tremenda. Este le dijo alegremente:
—¡Anda y que te zurzan! —y se volvió hacia Whipple, advirtiéndole—: Durante una temporada nadie va a poder encontrarme. Voy a estar hibernando, je, je. Pero tú llama al sitio de siempre, y alguien te irá a buscar, y de prisa.
—¿Arthur?
—No hurgues, mariquita. —Barney empezó a alejarse pero volvió sobre sus pasos—. Los periódicos decían que el cuchillo estaba hundido hasta la empuñadura. Seguro que manejabas el cuchillo con la boca.
Crocker, con las manos metidas en los bolsillos, se marchó en la otra dirección. Barney dio una palmada, le dijo adiós con la mano al tigre, que seguía mirándolo fijamente, y se fue dando largas zancadas.