11

Aquella misma noche, a las tres de la madrugada, Bama regresaba caminando a su casa desde un desván del Soho en donde había estado tocando con otros músicos. Parecía volar, o mejor flotar, como hubiera dicho cualquiera que hubiese bebido tanto y tan a gusto como él durante toda la noche y ahora lo estuviera oyendo cantar en la calle.

Oh, Satan, he came by my hear-rrr-t,

Throw brickbats in the door.

Bama se detuvo, se tambaleó y rio.

But Master JE-SUS! come with the brush,

Make cleaner than before.

Desde un portal, dos secuaces de Barney que aprovechaban su tiempo libre, examinaron esta posible víctima, la última antes del alba.

—No sé con qué —dijo uno—, pero el tío está flipado. Lo podemos tumbar con un dedo.

—¿Cómo es posible que cante como un negro? —dijo el otro.

—Hoy en día todo el mundo lo hace.

—No sé, tal vez es un albino. Nos traerá mala suerte.

—¿Quién lo dice?

—¡Qué sé yo!, tu madre. Pero es que tengo un pálpito, a lo mejor está loco, y no se sabe nunca lo que es capaz de hacer un loco.

—Coño, de todos modos no parece que tenga ni dos dólares. Ese gilipollas no sabe la suerte que ha tenido.

Y las dos criaturas nocturnas se dirigieron, tiritando a causa del viento que soplaba desde el río, a una cafetería abierta toda la noche, y uno de ellos comentó:

—Oye, tú, los macarras siempre están bien al abrigo.

—Tenemos que dejar a Barney, tenemos que hacerlo —dijo su compañero.

—Sí. —El primero se tocó la garganta—. Bueno, alguien acabará algún día con Barney y entonces nos veremos libres.

El otro se echó a reír y apostilló:

—¿Otra vez?

Detrás de ellos, Bama se dedicaba a dirigir un enorme coro en medio de la calle:

Brothers, don’t you hear the horn?

Bama se inclinó hacia el grupo de cantores situado a su derecha.

Yes, Lord, I hear the horn.

Bama se balanceó hacia la izquierda y, levantando las manos con las palmas hacia arriba, cantó:

Sisters, don’t you hear the horn?

Yes, Lord, I hear the horn.

Los chicos de Barney se volvieron a mirarlo, y uno de ellos le gritó:

—¡No puedo oír nada, tengo la cabeza dentro de tu madre!

Bama parecía no enterarse de lo que ocurría en la calle y oír sólo las voces de los cantores a su alrededor. Alzó los brazos casi en vertical.

Mourners don’t you hear the horn?

Luego, doblándose casi hasta tocar el suelo, Bama cantó bajito y en tono agudo:

Yes, Lord, I hear the horn.

It sounds like my Daddy’s horn.

Después de despedir al coro con un aplauso, Bama ejecutó un salto vistoso aunque algo inseguro, dio unos pasos rápidos de baile escocés y otros largos y deslizantes con ritmo de vals y siguió su camino hacia casa.

Abrió la puerta con gran cuidado pero no oyó nada, ni siquiera a Merle Haggard; el salón estaba vacío y fue de puntillas hasta el dormitorio, vacío también. Empezó a temblar y corrió hacia la cocina tropezando y gritando «¡Emma! ¡Emma! ¡Emma!» hasta que se le quebró la voz. Allí, hecha un ovillo en el suelo, con la cabeza apoyada en el brazo derecho, estaba Emma. De su espalda, hundido hasta la empuñadura, sobresalía un cuchillo. Tenía heridas en el cuello y los brazos y, ¡Dios mío!, en todas partes. Al inclinarse sobre ella Bama vio, al otro lado de la habitación, a Merle Haggard que, con un tajo en la garganta, le miraba expresando una vergüenza infinita.

Bama se arrodilló junto a su mujer y comprobó que no respiraba ni tenía pulso. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, como nunca los había visto. La puerta de la nevera estaba entornada y una botella de leche se había estrellado en el suelo. Bama volvió a mirarle los ojos y tuvo que cerrar los suyos, mientras un sonido desgarrador se abría paso en su garganta convirtiéndose en un gemido que fue subiendo de tono hasta llegar a ser un alarido. Al mismo tiempo, Bama se golpeaba la cabeza contra el suelo. Luego se hizo el silencio.

Con el rostro inexpresivo, Bama se encaminó hacia la puerta, pero a medio camino se paró y se dirigió al teléfono, en el que marcó el número particular de Noah Green.

—Emma ha muerto —dijo con voz monótona—, acabo de encontrarla. Acabo de encontrarla. La acabo de encontrar con un cuchillo clavado en la espalda.

Cuando Green habló, parecía que se estuviera ahogando.

—Voy ahora mismo —dijo.

—Está tan quieta… ¿Cómo es posible que Emma esté tan quieta?

—Bama, quédate ahí. No te muevas.

El violinista colgó el teléfono, volvió a inclinarse sobre Emma, miró a Merle Haggard, después llenó de whisky un vaso de agua, lo vació en el fregadero y salió del piso.

Aquella noche, Sam McKibbon se había ido a dormir temprano, pero se había vuelto a levantar y a las dos de la madrugada estaba paseando. Primero había entrado en un garito donde se mezcló en una partida de póquer que le dejó casi sin blanca, y ahora estaba en una cafetería de horario nocturno situada en Chelsea, cerca de su apartamento. McKibbon pidió otra taza de café, encendió la pipa, sintió un crujido y volvió a sacarse la pipa de la boca.

«Mierda, otra boquilla rota. La taza de café. Los muchachos que rastrearon la escena del crimen no mencionan ninguna taza de café. No vieron más tazas de café que las que estaban en el lavaplatos, y ya habían sido lavadas».

Se sacó otra pipa del bolsillo y la cargó con toda calma. «¿Qué solía decir el señor Goldfarb cuando no entendíamos las matemáticas? “Si no sabéis adónde vais, cualquier camino os llevará allí”. Bueno, Sam, escoge cualquier camino.

»El de Connie es un callejón sin salida, Noah no logró nada positivo con las dos tortilleras. ¡Un momento! El marica, Whipple. No anda lejos de la escena. Noah dice que la violencia no va con Whipple. Mierda, a veces, cuando salta un resorte, cualquiera es capaz de un acto de violencia. Todo el mundo es capaz de cualquier cosa en un momento dado.

»Por lo menos el marica debe de saber algo. Los confidentes no dicen todo lo que saben. No había pensado en Whipple, porque los soplones no se notan, se confunden con el paisaje. Es una buena razón para convertirse en un soplón».

McKibbon se encogió de hombros y después de levantarse, consultó su reloj, se puso el abrigo y salió del local. «Encontraré al chaval ese, Horowitz, camino del colegio. Después iré a comisaría».

El chico delgado con la espesa y pelirroja mata de cabellos estaba sentado frente a McKibbon ante una mesita de un café situado en la esquina de la calle donde había vivido Kathleen Ginsburg.

—Lo he estado intentando —dijo el muchacho—, pero sólo logro recordar a una persona de poca estatura, y vista de espaldas.

—¿Andaba de alguna manera especial? —preguntó McKibbon.

—Creo que algo encorvada —contestó el chico—. Pero hacía mucho frío aquella noche.

—¿Recuerdas algo más de su manera de andar?

El muchacho sacudió la cabeza.

—Si la viera otra vez, quizá… Me refiero a que si usted tuviera algún sospechoso que pudiera ser esa persona, y yo pudiese verlo caminar, entonces tal vez recordaría alguna cosa.

—¿Crees que la señora Ginsburg y esa otra persona llegaron a verte?

Al decir eso, McKibbon miraba el brillante pelo rojo de Horowitz.

—Yo no traté de esconderme ni nada por el estilo. Me disponía a subir los escalones, y me iluminaba la luz de un farol que está muy cerca.

—¿Llevabas una gorra o algo en la cabeza?

—Nunca me cubro la cabeza porque si me pongo algo encima me da dolor de cabeza.

—Seguiremos en contacto, Adam —dijo McKibbon—. Quiero hacer un experimento.

—¿Qué clase de experimento?

—Vamos a ver si podemos reavivar tus recuerdos, o los recuerdos de otra persona. Pero ha de ser con tu consentimiento; ¿te parece bien?

—Ya lo creo —dijo el chico—, lo que usted quiera, porque no podemos dejar que el asesino campe a sus anchas. De modo que puede disponer de todo mi tiempo, el que haga falta.

—¡Para el carro! —dijo el detective—. No quiero ser el responsable de que suspendas los exámenes. Lo haremos después de las clases y no nos tomará mucho tiempo. Pero no vayas a cambiar de parecer y te tapes esa hermosa mata de pelo con una gorra o alguna cosa así.

Bama se había ido sin dejar rastro, ni el más mínimo. Esa tarde la orquesta con la que él solía tocar estaba ensayando en el Lone Star Café, un local situado en el extremo norte del Village al que acudían muchos inmigrantes tejanos y otras personas que se sentían tejanas de corazón. Era un local grande parecido a un teatro, que poseía una especie de anfiteatro y una escalinata imponente. A pesar de que la acústica era pésima, el negocio marchaba a las mil maravillas.

—Le ha salido un competidor en el caso de Emma —le dijo a Green el músico de la guitarra eléctrica durante un descanso de la orquesta. Era un hombre barrigón de escaso pelo rubio que con su sonrisa amplia pero nada amistosa siempre había disgustado al detective. Green nunca había podido comprender cómo Bama podía ser tan íntimo amigo de aquel tipo.

—Ya lo sé —dijo el detective encendiendo un cigarro.

—¿Cómo está el bueno de Haggard? —preguntó el músico.

—Sobrevivirá. La herida era espantosa, pero el veterinario se la cosió muy bien. No obstante, ha perdido todo su espíritu combativo.

—¿Dónde está?

—Conmigo, lo estoy cuidando para Bama. Dígaselo a Bama, Carl.

El guitarrista se frotó la nariz con la mano libre y dijo:

—Oiga, Bama no es tonto y ninguno de nosotros vamos a verle el pelo hasta que haya hecho lo que tiene que hacer.

—Suponiendo que sepa lo que hace —dijo Green—. Y aunque lo sepa, Bama no tiene licencia para matar.

—Oh, no sé —dijo despacio el guitarrista—, incluso un jurado de Nueva York puede opinar de otro modo.

—Si logra usted hablar con él —dijo Green clavando la mirada en los ojos de Carl— dígale que sé muchas más cosas que él, y que por eso le conviene ponerse en contacto conmigo. A no ser que le importe un pito saber quién ha matado a Emma y se dedique a hacer su número de «soy el rey de la selva». Dígaselo tal como yo se lo digo, con las mismas palabras.

—No tengo buena memoria —respondió Carl con una sonrisa—. Dígaselo usted. Y le diré otra cosa, no sabe usted más que él, porque si no, ya tendría a algún tipo trincado en una celda aunque las pruebas contra él no fueran demasiado sólidas, sólo para evitar que Bama lo hiciera pedazos.

Green golpeó el pecho de Carl con el dedo y repitió:

—Quiero que le dé mi mensaje, y sin comentarios, porque si no le voy a joder a usted vivo. —Se disponía a hincarle de nuevo el dedo en el pecho cuando Carl se lo apartó de un manotazo.

—La última vez que un chico judío trató de darme golpecitos con el dedo —gruñó Carl—, se lo corté de un mordisco, lo planté en el suelo y de allí salió un árbol cargado de billetes. Acabo de gastarme el último.

Green dejó caer su cigarro, todavía encendido, dentro de la guitarra y dijo:

—La próxima vez, seré yo quien le plante a usted. Dele mi recado a Bama.

Se metió el puño en el bolsillo y salió del Lone Star. Mientras caminaba rápidamente para alejarse del centro de la ciudad, Green oyó una voz aflautada y melodiosa que le decía con suavidad:

—Eh, no tan de prisa, hombre. Parecerá que le estoy persiguiendo y vamos a llamar la atención.

Un hombre bajo y fornido con un rostro amable de color chocolate y unos ojos que parecían de color amarillo, se puso al lado de Green.

—Supuse que le gustaría saber las noticias —dijo sonriente—, a pesar de que el teniente me haya puesto en la lista negra.

—Escucha, Domingo —dijo Green con una mirada severa—, quiero hablar contigo de Stubblefield.

—Luego, hombre. ¿No quiere saber lo que le traigo? Además, lo que el teniente dice de mí y de Stubblefield no son más que gilipolleces. Me conoce de sobras, Noah, y sabe que no le pasaría información falsa si supiera que era falsa. Creí que lo que le dije de Stubblefield era trigo limpio, y a lo mejor lo era. El que lo hayan liquidado no significa forzosamente que no sea él el asesino de la pareja de viejos de la bodega.

—¿Quién te dio el nombre de Stubblefield? —preguntó Green con la misma entonación gélida.

—Hombre —Domingo lanzó una rápida ojeada a su alrededor y al otro lado de la calle—, en cuanto se lo diga, soy hombre muerto. Y haga lo que haga, no se lo diré, ya sabe cuándo hablo en serio. Me puede enchironar, puede tenerme encerrado durante cien años, pero yo no pienso suicidarme, ni hablar. Bueno, ¿quiere saber mis noticias o no, Noah? Nunca me ha hecho daño, de modo que voy a hacer algo por usted. Sé que la señora de la librería era amiga suya.

—De todos modos vamos a tener una larga conversación, tú y yo a solas, acerca de Stubblefield. Pero continúa.

—Es con respecto a ese chico, Tyrone, el del ojo herido, aquel que usted preguntaba quién era en el parque.

Green meneó la cabeza.

—¡Joder! —exclamó—. ¡Ni que me hubiera puesto a hablar por un altavoz!

—Ya lo hizo —dijo Domingo con una risita sofocada—. Cuando habla con esa especie de escoba danzante sin un solo diente que ronda por el parque, es como si estuviera dirigiéndose al mundo entero. Sea como sea, Tyrone perdió el ojo y lo echaron de la tropa de Barney por la única razón de que trató de meterse con la damita de la librería. Ella se enfadó y le contó a Barney lo que hizo Tyrone, y a Barney le gustaba esa señora, y por eso apartaron a Tyrone. Y también por eso le grabaron esa letra en la cara.

—¿Qué letra es?

—La C de coño, que era la palabra favorita de Tyrone.

Green encendió un cigarro y preguntó:

—¿Así que Tyrone mató a Emma porque ella lo denunció a Barney para que lo castigara?

—A mí no me lo pregunte, hombre, yo sólo paso las noticias. Y esta noticia ha estado circulando, de modo que puede haber llegado hasta el violinista. Al parque vienen toda clase de músicos. —Domingo sonrió—. Pero usted no sabía por qué se las había cargado Tyrone hasta ahora que se lo acabo de decir, ¿verdad?

Green inclinó la cabeza asintiendo y en el rostro de Domingo se dibujó una radiante sonrisa de satisfacción.

—Vale —dijo Domingo—, no le diga al teniente que nos hemos visto y yo tampoco se lo diré. —Domingo lanzó una risilla—. Sólo quería demostrarle que puede seguir confiando en mí. Que pase un buen día.

Domingo se alejó. Green se dispuso a seguirle pero luego se detuvo, comprobó que llevaba el revólver y siguió su camino para salir del centro de la ciudad.