Green se encaminó hacia el club de jazz situado en la calle Bleecker y para ello atravesó Washington Square Park, fijándose al hacerlo en la habitual pandilla de rateros, traficantes, y otra clase de aprovechados de intenciones menos evidentes. Sentado a solas en un banco había un adolescente negro con un impermeable oscuro. Llevaba un ojo vendado y justo debajo en la mejilla se veía una fea cicatriz reciente. Parecía como si le hubieran grabado una letra en la cara, aunque Green no habría podido asegurarlo.
Green consultó su reloj y se sentó en un banco lo más alejado posible del adolescente negro, al otro extremo del parque. Luego se levantó, caminó lentamente alrededor del banco y se volvió a sentar. Al cabo de unos minutos se le acercó un hombre negro de aspecto grasiento que, a pesar de que no tendría ni cuarenta años, había perdido casi todos los dientes. Andaba de un modo extraño, dando saltitos; finalmente se detuvo junto a la otra punta del banco que ocupaba Green y después de mirar en dirección opuesta, tomó asiento allí.
—Esto es estúpido —dijo Green—. Saben quien soy, así que ¿por qué te empeñas en que nos encontremos aquí?
—Oh —dijo el negro echándose a reír—, ya sabe por qué. Lleva tanto tiempo en el oficio que debe saber por qué. Quiero que sepan que soy poderoso, que tengo amigos influyentes. Y después, en cuanto le deje a usted, les diré, para aumentar mi prestigio, cómo me lo he quitado de encima. Verán que me he acercado al pez gordo y que le he dado el camelo. Verán que tengo trucos que el tipo ni se huele. Bueno, ¿qué quiere?
—¿Qué me traes? Eres tú quien ha de hablar.
—Ah, sí. Pues va a haber guerra. Algunos de estos camellos han estado vendiendo mierda adulterada, ya sabe, toda clase de mierda que no lo es. Bueno, algunos de los tíos que compraron esta mierda vinieron esta tarde para vengarse y los otros les han dado para el pelo, una paliza de miedo. Van a volver y es seguro que habrá algún muerto, de modo que he pensado que ese es su departamento.
—¿Han dicho que piensan volver?
—¡Vaya si lo han dicho!, mientras se quitaban de la boca los trozos de dientes rotos, pero no han dicho cuándo.
Green paseó la mirada por el parque que se extendía a su alrededor y dijo:
—Está bien, haré una llamada.
—Será mejor que yo desaparezca durante los próximos dos días, ¿no? —dijo el negro con una risita—. Pero de veras no soporto que le hagan daño a la gente, aunque sea a esos latinos de mierda. Ya sabe, el sol sale para todos y todos tenemos el culo en el mismo sitio, de modo que todos somos iguales y tenemos que vivir hasta que la muerte se nos lleve. Es algo natural.
—Ya sé, ya sé —dijo Green encendiendo un cigarro—. Hay un dicho en el Talmud…, ¿sabes lo que es el Talmud?
—Claro, cuando vivía en Brooklyn fui un Shabbes goy[*] durante un tiempo.
—Bien, pues el Talmud dice que el que salva una sola vida humana es como si salvara al mundo entero. Claro que por otro lado, ¿qué estás salvando aquí en este barrio? Pellejos rellenos de gérmenes nocivos. Creo que al mundo le iría muy bien si en lugar de salvarlos los dejaras que se aniquilaran unos a otros.
—Yo no soy Dios, capitán, y usted tampoco, aunque me parece que me está tomando el pelo.
—Hombre, no andas desencaminado. Dime quién es el chico de aquel banco, el del ojo vendado.
—Tyrone, no sé su apellido.
—¿No es uno de los muchachos de Barney?
—Lo era, aunque ahora está en el paro.
—¿Por qué?
—Esa gente no habla con los que no son de su grupo pero a veces hablan muy alto entre ellos. Tyrone le hizo algo a una persona amiga de Barney; él no sabía que eran amigos y eso fue muy malo para él.
—¿Barney hizo que lo castigaran?
—Se lo encargó a Arthur. ¿Conoce a Arthur?
—¿El antillano que hace jogging?
—¡Brrrrrr! —El negro hizo ver que le recorría un escalofrío—, no quiero hablar más de él. Cuando Arthur hubo acabado con el chico, le dieron la patada. Eso es lo que le duele, y mucho. Más que lo que le hizo Arthur. Porque ahora, vamos a ver, ¿cómo va a poder progresar en la vida?
—Esa señal que le han hecho en la mejilla, ¿tiene forma de letra?
—No me he acercado lo bastante para verlo. Arthur es un chico con muy mala leche, y ahora aún la tiene peor.
—Está bien —dijo Green dejando caer al suelo dos billetes doblados de veinte dólares cada uno.
El negro se agachó como para abrocharse el zapato y los recogió.
—Todavía me habría dado más —dijo— si hubiera esperado a que hubiera un muerto para comunicarle el nombre del asesino.
Green contestó sonriente:
—¿Te parece que no es suficiente recompensa por haber salvado al mundo entero? —Dejó caer otro billete doblado de veinte dólares y se alejó.
Diez minutos después, Green estaba apoyado en la pared contigua a una puerta estrecha que daba entrada al Blue Light. El local, instalado en un sótano, era una habitación grande en forma de cueva. Un negro alto, de anchas espaldas y cabello gris le tocó a Green en un hombro.
—¡Cuánto tiempo sin vernos, Noah! —dijo—. ¿Viene de servicio o es su noche libre?
—Es mi noche libre —contestó Green.
—Eso no quiere decir nada para ustedes, los de la vieja ola. Fíjese en cómo toca el saxo tenor que está con Art Blakey. Es sangre nueva, ¡y sólo tiene diecinueve años! Ojalá Mingus siguiera por aquí, le encantaría ese elemento. Es una fiera, y tiene los morros que se necesitan para soplar. Se lo traeré después, siempre va bien conocer a los triunfadores.
Shannon Leahy se bajó de un taxi, muy sonriente. Llevaba las gafas subidas, sujetando el pelo, y cuando vio que Green las miraba, dijo: «Oh, Dios mío», se las quitó y las guardó en una funda que metió en el bolso.
—Acabo de darle forma a un artículo —explicó.
—Me gustabas con ellas —dijo Green—, te dan un aspecto muy resuelto.
—Oh, sí, desde luego que estoy resuelta a lograrlo, pero el éxito se me escapa. Aunque…, ¿a quién le gustaría llegar y besar el santo? A mí sí, por descontado…
Una vez abajo, se sentaron a una mesa junto a la pared. Cuando el grupo salió a escena, Green fue diciendo los nombres de los músicos y le contó a la chica detalles de la vida de cada uno mientras ellos afinaban los instrumentos y esperaban a algún rezagado. La periodista pidió un coñac y el detective un whisky doble con agua.
—No me gusta llamar al camarero mientras están tocando —dijo.
Shannon Leahy le miró con una leve sonrisa y comentó.
—Mi marido también era muy considerado con los músicos. Era un oyente tan atento que encargaba tres dobles a la vez.
Green se dio un puñetazo en el muslo por debajo de la mesa.
—Desde luego —dijo—, estoy en baja forma, no me entero de nada. No se me había ocurrido que estuvieras casada.
—Y habrías acertado —respondió ella encendiendo un cigarrillo—. De eso hace ya mucho tiempo.
—Yo también estuve casado hace mucho tiempo —dijo Green—. Hasta me cuesta creerlo, es como si le hubiera ocurrido a otra persona.
—Sí —dijo ella—. Pero a mí me ha quedado un recuerdo permanente, mi hijo Joey. Tiene diez años. Mi matrimonio fue desastroso, pero ahora le tengo a él. ¿Tienes hijos?
Green sacudió la cabeza.
—No, mi mujer no quería estropear su carrera.
—¿A qué se dedicaba?
—Al «resbalón y patinazo».
—¿Cómo? —preguntó la periodista inclinándose hacia delante.
—Se ve que no escuchas música country, —Green dio el último sorbo a su whisky—. Ruth era una de esas mujeres obsesionadas por comprar y tener lo mejor. Siempre estaba esperando encontrar a un hombre que fuera, como dicen, estupendo en la cama. Que fuera mejor que yo, el mejor de todos. Un tipo arrollador, ya sabes. Debía haberla dejado mucho antes, porque jamás intenté tomar parte en la competición, pero yo padecía de lo que mantiene juntos a muchos matrimonios desgraciados.
—¿Todavía la deseabas?
—¡Qué va! Me refiero a la inercia, yo seguía por inercia. Hasta que por fin ella me despidió, porque había encontrado a su ideal, al mago de las emociones. Pero él también buscaba lo mejor y no le duró mucho tiempo. Fue una lástima, ¿no?
Green se quedó mirando a la periodista, esperando a que hablara.
—Lo mío —dijo ella— es algo muy vulgar: mi matrimonio naufragó por culpa de la bebida. Mi marido era un periodista formidable, siempre que estuviera sereno, claro. Pero era un enfermo, y yo me cansé de hacer de enfermera.
—¿Sigue en la ciudad?
—No, que sepamos, y no pienso buscarle.
Los músicos comenzaron a tocar. Cuando ya llevaban interpretada la mitad de la primera pieza, el saxofonista de diecinueve años, un negro bajo y musculoso, se acercó al micrófono. Levantó su instrumento formando un ángulo con su cuerpo, y lanzó una nota tan potente y quejumbrosa que al instante se hizo un silencio maravilloso entre el público. Su música era fuerte, penetrante y tenía algo de hambrienta. A ratos, sus frases melódicas evocaban la voz de un predicador de los de antaño, pero otras veces emitía unos gruñidos, chillidos y murmullos demoníacos que brotaban en cascada de los acordes. Green pensó que parecían surgidos de un dybbuk[*]. Quizá dentro de aquel cuerpo estuviera Nat Turner o Charlie Parker o Barney… Pero Barney aún no estaba muerto.
—¡Dios mío! —dijo Shannon Leahy cuando la canción hubo terminado—. Pensar lo que este chico lleva dentro, y seguro que todavía no se había calentado. Cuando vas por la calle y ves a un tipo así no tienes ni idea de que…
—Menos mal que toca el saxofón —dijo Green—. Si no, ¿qué iba a hacer con toda esta ferocidad que tiene dentro?
—Es una visión muy estrecha —dijo ella—, eso es deformación profesional. Porque podría ser profesor o predicador o detective. Sí, podría ser detective.
—¿Piensas que por dentro yo soy como él?
Shannon Leahy le dirigió una sonrisa.
—Sí —dijo—. Tal vez con un ritmo diferente, más lento, pero eres igual de feroz por dentro.
Al finalizar la primera parte, Green encargó otros dos whiskies dobles y otro coñac. Un hombre de pelo gris y barba blanca de chivo acompañó al joven saxofonista hasta su mesa.
Green presentó al hombre mayor a la periodista:
—Charlie Hansen, el gerente del local.
—Y este es Drew —dijo Hansen—, Drew Hall.
—Es el jazz más impresionante que he oído hace tiempo —le dijo Green al saxofonista.
—Esta es su opinión —contestó Hall suavemente y con una sonrisa—, pero se lo agradezco mucho.
Green entonces añadió:
—He debido decir jazz hecho por negros —y se quedó algo ofendido al notar que Shannon Leahy le observaba con aire divertido.
—Todas las palabras ponen límites al pensamiento, señor Green —dijo el saxofonista—. Tal vez es más conveniente no ponerle etiquetas a todo lo que oímos.
—Esto es lo que decía Trane —dijo Green mirando a Shannon.
—Sí, lo dijo John Coltrane. —Hall asintió con la cabeza—. Lo decía a menudo. Por eso llegó tan lejos, ninguno de nosotros está a su altura.
—Usted lo estará —dijo la periodista.
—No —dijo Hall sin énfasis—. No si lo intento, ¿comprende lo que quiero decir?
Shannon Leahy respondió:
—Mi padre solía decir: «Si no quieres ser del montón, has de cantar tu propia canción».
Drew Hall sonrió.
—Es usted muy lista —dijo—. Estoy encantado de haberla conocido. —Se volvió hacia Green—. Y a usted también, señor.
—No sabía que estuvieras tan al día —dijo Green cuando Hall y el gerente del club les dejaron solos—. Me siento como si fuera tu viejo tío de Des Moines.
Leahy echó una mirada a su reloj.
—Bueno, querido tío —le dijo a Green—, es hora de que me vaya a casa.
—Te acompañaré. —Green hizo seña a un camarero.
—No, no quiero que te molestes, tomaré un taxi.
—Perdona —dijo Green.
—¡Oh, mierda! —Leahy sacudió la cabeza—. Claro que puedes acompañarme. —Se echó a reír—. No estaba segura de que quisieras, y tú no estabas seguro de que yo lo quisiera. ¿Qué tontos somos, verdad? A nuestra edad…
—¡Nuestra edad! Si debes de tener treinta años.
—Justo.
—De modo que puedo ser tu padre.
Shannon miró a Noah con una expresión un tanto burlona.
—Eres un hombre muy tímido, Noah, pero eso forma parte de tu encanto.
—¿Qué encanto? —preguntó Green con un gruñido fingido.
Disimulando a medias una sonrisa, Shannon miró a Green a los ojos, haciéndole sentir muy incómodo.
—Recuerda lo que ha dicho el músico, Noah, las palabras ponen límites. Vámonos, no sólo la canguro ha de estar en su casa a las once y media, sino que Joey, si no llego a las diez y logra mantenerse despierto, empieza a sufrir por mí. Se imagina que estoy tirada en un callejón con un puñal clavado en el pecho.
Green tuvo la visión de Kathleen Ginsburg en el suelo de la cocina y se levantó de la mesa.
—Espero —dijo— que tengas cuidado con quién sales.
Shannon soltó una carcajada.
—¡Qué gracia! —dijo—. Eres un hombre muy divertido.