Era un mediodía brillante y frío. En la plaza Waverly, detrás del mostrador de la librería Ferdinand Morton Memorial, Emma estaba escribiendo una lista de nombres, que se apresuraba a tachar nada más escritos. «Randolph —dijo en voz alta—. Le llamarían Randy. Tiene que ser un nombre más sonoro. Bama quiere que lo llamemos como su padre, Lester. Es blando, y además, cada vez que mirase al niño estaría viendo al padre de Bama; esa cara fría y agria que está en el álbum de fotos. No, por favor, no. Pónselo de segundo nombre si no queda otro remedio. Michael. Siempre me ha gustado Michael, Mike. Nadie se atreve a meterse con un tipo que se llame Michael».
Un joven negro muy delgado vestido con un impermeable negro entró en la tienda.
—¿Qué desea? —preguntó Emma.
—Sólo quiero mirar —dijo mostrando los dientes.
Emma volvió a su lista y escribió «Michael Dixon», primero con letras grandes, luego con letras pequeñas, hasta que el cuchillo le rozó la mano.
—Hazlo deprisa y seguirás con vida —dijo suavemente el joven—. Dame todo el dinero que tengas, dondequiera que esté.
—¡Hostia! —exclamó Emma enderezándose—. Tú eres negro, yo soy negra, ¿y quieres quitarme lo que he ganado con mi trabajo? ¡Hostia! Escúchame bien, vas a salir de aquí ahora mismo, sin intentar nada más o te las vas a cargar de lo lindo.
—¿No te jode? —el joven sonrió—. Hazlo antes de que diga «ya», mala puta, o te voy a dejar una cara que ese blanco media cerilla no te volverá a mirar en su vida. ¡Ya!
Emma le agarró la mano y el negro, sorprendido al notar su fuerza, abrió un poco el puño que sostenía el cuchillo. Entonces Emma, con un espantoso grito de temor y de rabia, le arrebató el arma y se la clavó en la cara.
—¡Mi ojo! ¡Me has sacado un ojo!
El joven del impermeable negro se llevó la mano al ojo derecho. Inmediatamente la sangre comenzó a escurrirse entre sus dedos y el chico, lanzando gemidos, se precipitó fuera de la librería.
Emma se mordió los labios, cerró con candado la tienda y se fue andando hacia Washington Square. Se acercó a un grupo de jóvenes negros que, reunidos junto a la fuente, escuchaban la música atronadora que emitía un enorme aparato de radio.
—¡Quiero ver a Barney! —gritó Emma.
No le hicieron caso.
Emma arrancó el aparato de manos de uno de los del grupo, lo apagó y dijo hecha una furia:
—¡Quiero ver a Barney!
—No conozco a ningún Barney —le contestó el joven con languidez—. Si no me devuelves esta radio, puta de mierda —seguía hablando despacio— llamaré a la pasma. —Sus compañeros se echaron a reír—. O tal vez —dio una vuelta alrededor de Emma, mirándola de arriba abajo—, tal vez será mejor que te la quedes, ya que te gusta tanto, y que me des otra cosa a cambio, ¿vale? —Sus compañeros rieron aún más fuerte.
Emma levantó la radio todo lo alto que pudo, la lanzó contra el suelo con todas sus fuerzas y se alejó. Dos de los chicos comenzaron a seguirla, pero el que tenía la radio les dijo:
—Barney se encargará de ella. Debe conocer a esa zorra porque si no, ella no nos habría dicho su nombre. ¡Coño!, era una radio estupenda, aunque —se echó a reír— era un modelo del año pasado. Tendré que ir de compras.
Cuando estuvo lo bastante lejos, Emma se sentó, muy tiesa, en un banco, y empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie. Su respiración era rápida y tenía los ojos brillantes.
Al cabo de unos pocos minutos vio a un hombre inmenso, con un pendiente en la oreja derecha, que se acercaba despacio hacia ella.
—¡Hola!, ¿qué tal? —dijo Barney en tono jovial mientras se sentaba a su lado—. Cuánto tiempo, niña, mucho tiempo. Te veo de vez en cuando en esa tienda, cuando paso por la calle, pero a pesar mío no entro a verte porque me imagino que no sería bien recibido. Te he repetido muchas veces que aquella sobredosis no tuvo nada que ver conmigo, y que tu primo, ¿cómo se llama?, Denton, ese obtuvo la mierda en otro lado. Tienes que saberlo, niña. Yo hago las cosas de tal manera que todo el mundo está a salvo.
Emma se enderezó en su asiento y después se levantó. Se quedó de pie frente a Barney y, apuntándole con su largo dedo índice, le espetó rápida y duramente:
—Uno de tus animales ha entrado y me ha amenazado con el cuchillo. Lo he rajado, lo he rajado bien. No quiero que tus animales vuelvan por mi tienda, ¿me has oído?
Barney rugió de risa.
—¿Le has rajado? Vaya zorra lista. Sí, siempre has tenido cojones, es una manera de hablar. ¡Vaya, vaya, vaya! —Meneaba la cabeza, lleno de admiración—. Siempre has tenido más fuerza de lo que aparentas, eres como una pantera, sí. Pero Emma, con lo furiosa que estás, aunque reconozco que tienes derecho a estarlo, ¿cómo sabes que era uno de mis muchachos?
—No trates de confundirme, joder —dijo Emma mirándole desde lo alto—, lo he visto contigo. Sabía que lo había visto en alguna parte, y era contigo, aquí mismo. Es uno de tus jóvenes ejecutivos.
—¿Por qué estás tan segura de que era el mismo chico, Emma?
—Es igual que un lagarto, imbécil. Bueno, ¿me has oído bien? Que no se acerquen a mi tienda.
Barney se desperezó.
—Voy a decirte una cosa, Emma. Es absurdo que trates de pactar, porque no tienes nada que dar a cambio, así que no puedes obligarme a hacer nada. Pero tú me gustas, siempre me has gustado, tienes agallas. De modo que voy a dar esta orden y ya no tendrás nada que temer, por lo menos de mis muchachos, aunque no puedo hacer nada contra los que van por libre, claro.
Emma continuaba mirándole fijamente.
—Y para que veas mi buena intención —Barney puso la mano en el muslo de Emma y la retiró con una mueca cuando ella se la golpeó—, haré que la orden sea retroactiva, y el chico será castigado por haber desobedecido mis consignas. —Barney rio entre dientes—. O lo que quede del chico, tal como lo has dejado. Muy bien, ¿puedo hacer algo más por ti?
Con los brazos en jarra, Emma dijo despacio y con claridad:
—Morirte, no me jodas, aunque esto último bien que te gustaría.
Emma se dio la vuelta y se alejó.
—Y lo haré si tengo ganas de hacerlo —murmuró Barney, y después se rio por lo bajo—. Ella lo ha rajado. Tyrone se ha dejado rajar por una chica. Hay que darle una lección, una buena lección. Coño, cómo me gustaría haberlo visto. ¡Vaya niña! ¡Vaya, vaya, vaya! Es como tú, Barney. Sí, ella misma lo dice, no me jodas, ¿no? —La vio atravesar el parque—. Pues si quiero hacerlo, lo haré. Si quiero hacerlo.
En un despacho cuadrado de paredes de vidrio situado junto a la sala de prensa, el director del periódico, un hombre regordete de raza negra, sacudió la cabeza.
—Esto no funciona —dijo con calma—. No dice nada.
—Todo está ahí —replicó enérgicamente Shannon Leahy—. Toda la información que la policía ha conseguido hasta ahora.
—Lo que equivale a nada. —El director jugueteó con su corbata de seda encarnada—, y no dices nada del por qué no han descubierto nada.
—Es una noticia, Ray, no es un artículo de opinión.
—Cierto, pero has omitido la parte principal de la noticia. ¿Por qué a estas alturas no saben algo, aunque sea poca cosa? Se trata de una mujer que ha sido asesinada en su propia cocina; es la esposa de un profesor y pertenece a la raza privilegiada —sonrió—. Siendo así deberíamos ver al Departamento actuar como en sus mejores tiempos, avanzando con determinación tras las huellas del culpable. Pero ¿qué es lo que vemos? No vemos nada. O, como tú dices de un modo tan benévolo: «la investigación sigue su curso».
—¿Qué tengo que hacer yo —preguntó Shannon con brusquedad—, demostrarles cómo deben resolver el caso?
—Lo que no debes hacer es escribir un suelto que parece que lo hayan escrito ellos. Para empezar, ¿por qué no han detenido al marido? Si esto hubiera ocurrido en un barrio más pobre, habrían trincado al marido en menos de un minuto. Así que, ¿quién es el protector del profesor? ¿O tal vez no necesite a ninguno, por ser quien es y vivir donde vive? Sea como sea, eso sería una noticia, y no está en tu artículo.
—Ray, las cosas no funcionan así —Shannon encendió un cigarrillo—. Por lo menos en un caso de homicidio. Si lo hubieran encerrado, se habría negado a hablar. Mientras que así, pueden seguir interrogándole.
—No sé, no sé —dijo el director.
—¡Joder, Ray! —Shannon se puso en pie—. ¿Por qué no le encargas el caso a un periodista negro?
—Shannon, ¡qué contento estoy de que pienses como yo! Acabo de hacerlo.
Al ver que Randazzo metía la mano entera en el tarro de farmacia, cogía un buen puñado de caramelos ácidos y se lo metía en la boca, Green supuso que se atragantaría. Pero Randazzo, con su vozarrón de bel canto continuó su perorata como si tal cosa.
—Dejaste que Stubblefield se fuera de aquí. —Acercó el índice al pecho de Green—. Muy bien, no le podías acusar de nada. Pero luego te olvidaste de él ¡No volviste a hablar con él!
Green mordió su cigarro.
—No me olvidé de él. Traté de encontrarle pero había desaparecido.
—Demasiado tarde trataste de encontrarlo. —Randazzo se quedó mirando las fotografías que había encima de su mesa de despacho.
—Es usted quien decide qué casos son más importantes, teniente —dijo Green en tono helado—. Fue usted quien dijo que el caso Ginsburg tenía prioridad sobre los demás.
Randazzo enseñó los dientes en un simulacro de sonrisa y replicó:
—Y pensar que dijiste que tú no jugabas a eso, que para ti todos los cadáveres tienen la misma prioridad, que para ti un vagabundo en un cubo de basura y un juez eran lo mismo, ¡qué maravilla!
—Trato de no seguir esos jueguecitos, pero, verá usted, como sus órdenes son siempre tan sonoras y claras es difícil que no le influyan a uno.
Randazzo levantó ante sí las manos y lanzó una mirada de súplica hacia el techo.
—Es culpa mía. Él pierde a Stubblefield y es mi culpa.
—¿No eran esas sus órdenes? —dijo Green mirando con furia al teniente—. Ginsburg über alles.
—¿Qué tendrá que ver el tocino con la velocidad? ¿Por qué eres un detective y no un simple shlimazl[*] de uniforme? Porque eres capaz de pensar. Para eso te pagan, ¡para que pienses! De modo que, fueran las que fueran mis órdenes, si hubieras pensado, no te habrías olvidado de Stubblefield. ¡Schmuck![****] Tanto si Stubblefield sabía algo como si no, aquellos incultos de allá se imaginaron que sí lo sabía, porque lo trajimos aquí y luego lo dejamos marchar. Y como lo dejamos ir, pensaron que nos había dicho algo, y por eso anoche se lo cargaron. ¿Las has visto? —Randazzo deslizó las fotos hacia Green por encima de la mesa.
El detective hizo una inclinación afirmativa con la cabeza, pero no las cogió.
—¡Échales otra ojeada! —Randazzo golpeó el tablero con los nudillos una vez, y otra más—. Un trabajo limpio y eficiente, justo en medio de la garganta. El pobre tipo intentó sacarse el cuchillo y entonces le dispararon detrás de la cabeza…, no fuera que no se desangrara lo bastante deprisa. Anda, míralas otra vez.
—¿Entonces qué quiere que haga? —dijo Green sin hacer caso de las fotografías—. ¿Dejarle a Sam el caso Ginsburg y volver al doble asesinato de la bodega? Me pondré en contacto con Domingo y haré que me diga por qué señaló a Stubblefield.
Randazzo se pasó una mano por los cabellos con tal violencia que Green pensó que se arrancaría algún mechón.
—Tu maldito Domingo ha hecho que mataran a ese tipo al traerlo aquí para que los otros pensaran que nos había dicho algo.
—Domingo pensó que su información era de fiar —dijo Green—. Si lo utilizaron, él no lo sabía. Pero ahora está en deuda con nosotros y descubriré todo lo que sabe.
—¡Y un cuerno lo descubrirás! —Randazzo dio un puñetazo sobre la mesa—. En primer lugar, ya no tienes nada que ver con los asesinatos de la bodega. En segundo lugar, tú y todos los que trabajan aquí vais a dejar de tratar a Domingo, excepto para machacarlo, cosa que me gustaría, me gustaría mucho.
Green cerró los puños y replicó:
—Nunca ha visto a Domingo ni sabe usted nada acerca de él, de modo que me está diciendo que mi opinión no vale un carajo. Este chico nos ha ayudado a solucionar algunos casos, y ahora usted va y me dice, ahí sentado, que sabe muy bien que Domingo le ha tendido una trampa a Stubblefield. ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede saberlo desde aquí?
Randazzo sonrió.
—¿Sabes por qué sé tantas cosas? —contestó—. Porque tengo entendederas hasta en el trasero, las tengo en todas partes. Por eso estoy sentado aquí. Y te voy a decir otra cosa: ese Domingo es hombre muerto, si no hoy mismo, será la semana o el mes próximos. ¡Vaya cara que pones! ¿Qué pasa, no puedes hacer nada sin ese soplón?
—Oiga —dijo Green—, si no le gusta mi trabajo…
—Siéntate —dijo Randazzo con amabilidad—. Todos cometemos errores. Yo mismo cometí un par hace tiempo, cuando estaba en quinto curso. ¿No te hace gracia? Incluso Riordan se ha equivocado alguna vez.
—No —dijo Green—, no puede ser. ¿A que después de esto me va a decir que a Garibaldi lo enchiqueraron por sodomía?
—¡Calla! Bueno, pues sí, Riordan metió la pata unas cuantas veces. Jamás quiso reconocerlo, era tan tozudo como tú. Pero ocurre que, si nadie te echa en cara tus equivocaciones, las volverás a hacer. No hace falta que me beses la mano. ¿Quieres unos caramelos?
Green iba a decir que no, pero después alargó la mano.
—Otra cosa más, la última —dijo Randazzo—. El jefe de policía me está telefoneando continuamente porque su hermana no para de llamarle. Ella vive a dos manzanas de distancia de los Ginsburg y está furiosa. ¡Está que muerde! Noah, no veo que te muevas, ahí no hay actividad.
—En nuestros ficheros hay casos —dijo Green— que tardaron meses en verse solucionados. Algunos tardaron un año o más. Y hasta que llegó el desenlace no parecía verse ninguna actividad.
»Me estoy refiriendo a ciertos casos concretos; todos los llevaba el mismo individuo. Tenía una magnífica hoja de servicios, porque nunca se daba por vencido aunque le tomara muchísimo tiempo; y cuando lograba solucionarlos, lo hacía de un modo perfecto. Todos los culpables fueron sentenciados, bueno, casi todos. Pues verá, estoy seguro de que en aquel tiempo el jefe de ese individuo le decía muchas veces: “¡Eh! ¿Por qué diablos no te mueves? ¡No veo ninguna actividad!”.
El teniente se echó a reír y contestó:
—Estás hablando del único e incomparable Randazzo. ¿Sabes lo que me decía Riordan cuando se impacientaba conmigo porque mis casos parecía que no adelantaban? Solía decir: «Ya sé por qué lo haces, Fortunato. Estás esperando a que llegue el día de la Resurrección Final para que no pueda haber errores, ya que entonces cada víctima podrá señalar a su verdugo». De todos modos, Noah, eres más listo de lo que pensaba, con esta investigación a la defensiva. Algún día, cuando tengamos tiempo, te contaré cosas de algunos de estos casos, los intríngulis que no salen en los archivos.
»Sí, señor —añadió el teniente retrepándose en su asiento—, debe de haber sido muy instructivo repasar todos esos expedientes de Randazzo. Con ellos podría hacerse un serial de la tele. Pero ya hicieron Colombo, de modo que ya no habrá más seriales de polis italianos hasta dentro de cincuenta años.
»Okay —terminó Randazzo con una sonrisa radiante—, a partir de ahora, cada vez que te encuentres atascado piensa en lo que habría hecho Randazzo. —El teniente se levantó—. Eso quiere decir que ya no tendrás ninguna excusa.