8

A la mañana siguiente, en las oficinas de la Comisaría, McKibbon vació su pipa y le dijo a su compañero:

—¿Crees que Stubblefield se ha largado?

—Así parece —contestó Green—. El subjefe no lo ha visto. No ha ido al trabajo. Le he llamado a las tres de la madrugada, a las tres de la tarde, y varias veces entre medio. No estaba.

—¿Y tu soplón el «cuchifrito»?

—Domingo se ha vuelto a su isla a pasar un par de semanas —dijo Green—, se acercan las elecciones.

—Los muertos andarán de nuevo. Oye, si Stubblefield se ha largado, es posible que Domingo tuviera razón. Stubblefield estaba en libertad condicional. No hubiera desaparecido si no hubiera sido él quien hizo el trabajito de la tienda de comestibles.

Green sacudió la cabeza.

—Es que no me lo creo, ese tipo no me la estaba jugando. Hay algo muy raro en este caso de la bodega, pero ¡coño!, no tenemos tiempo para poder descubrir de qué se trata. Bueno, tengo que ir a ver a las tortilleras antes de que cambien de opinión. Connie dice que han estado fuera de la ciudad, pero que acaban de hacer su aparición.

—Arréglate la corbata —dijo McKibbon mirándole—. A lo mejor así cambias tu suerte.

—Mi suerte nunca será tan mala como eso —dijo Green.

Una hora más tarde. Green se encontraba en el Soho, en el soleado apartamento de las lesbianas a quienes al parecer Kathleen Ginsburg había tratado de atacar sexualmente. A pesar de las amplias paredes blancas, de las alfombras de alegres colores, de los ramos de flores frescas y de lo limpio que estaba todo, Green se sentía invadido por la tristeza. La más joven de las dos mujeres tenía poco más de veinte años, era delgada, con una larga cabellera lisa de color castaño claro y llevaba grandes gafas redondas. Se la veía dura y frágil, pero sexualmente seca, lo mismo que alguna de las maestras que Green había tenido en la escuela.

La otra rondaba los treinta años, era más alta y algo más robusta y llevaba el pelo oscuro cortado muy corto; pero también era atractiva. Si la hubiera visto por la calle. Green no la hubiera tomado por tortillera, ¡con lo buena que estaba! ¡Qué desperdicio!

Meg, la mayor de las dos, era la que hablaba. Sí, ambas habían tenido por separado una aventura con Kathleen Ginsburg, aunque no sabían su apellido. A primera vista les había parecido muy inteligente, con ideas definidas acerca de muchas cosas. Ideas que respondían a fuertes convicciones. Meg había conocido a Kathleen en el bar de Connie y después de una larga conversación se fueron a cenar juntas al apartamento de Meg. Pero Kathleen quería algo más que cenar y conversar, y cuando Meg le dio a entender que no le daría esa clase de postre, Kathleen empezó a soltar improperios.

—¿Trató de darle una paliza? —preguntó Green.

—Diría que no era sólo esa su intención —dijo Meg con calma—. Pero yo sé defenderme muy bien. Kathleen tenía una fuerza sorprendente, pero sus propias ansias la perdieron. La saqué a patadas, literalmente, y le dije que si no se daba prisa la haría rodar por las escaleras, de modo que no se entretuvo. A Linda le ocurrió algo muy parecido —añadió mirando a la joven de las grandes gafas redondas— unas dos semanas más tarde.

—¿No se lo había contado a Linda? —preguntó Green que estaba tratando de leer los títulos de los libros colocados en los estantes de la biblioteca.

—Por entonces no nos conocíamos.

—¿Y cómo se las arregló usted con ella? —Green se volvió hacia Linda, que le dirigió una sonrisa inesperada.

—Artes marciales —dijo alegremente—, siempre son muy efectivas.

—¿Han tenido que emplear la violencia contra muchas mujeres? —preguntó Green, fastidiado al sentir más interés del que le exigían sus obligaciones oficiales.

—Yo nunca he dicho eso —dijo Linda encendiendo un cigarrillo—. Kathleen es la única con quien he tenido que luchar.

—¿Alguna de ustedes volvió a ver a Kathleen? —preguntó el detective.

—Una o dos veces en el bar de Connie —dijo Meg—. Hicimos ver que no la veíamos. Bueno, hemos hablado con usted porque Connie nos lo ha pedido. Si no somos sospechosas, y no creo posible que lo seamos, tenga la bondad de marcharse.

—¿Me harían el favor de servirme una taza de té? —dijo Green sin levantarse de su asiento—. Con limón. Sólo me quedan unas pocas preguntas.

La cocina estaba en un extremo de la amplia habitación, que hacía también las veces de salón y de dormitorio. Meg puso el agua a hervir y observó a Green con atención.

—Acerca de esas conversaciones que cada una de ustedes sostuvo con Kathleen —continuó el detective—, me gustaría que me dijeran cuáles eran esas convicciones tan arraigadas que tenía.

—Oh —dijo Linda colocándose bien las gafas—. Después de todo este tiempo resulta difícil recordar cosas específicas. Es más fácil recordar la pasión con que discutíamos, que el contenido de la conversación. Lo que recuerdo es que no le gustaban los maricas. Decía que son taimados y que están obsesionados por el sexo, lo que les hace aún más taimados.

Meg la interrumpió:

—Kathleen decía que la diferencia entre ellos y nosotras, una diferencia importante y muy reveladora, consiste en que nosotras no hacemos el amor en los lavabos, y que no perseguimos a las niñas. Desde luego le enfurecía eso que llaman amor por los chicos, y debo darle la razón. El resto de la conversación, que yo recuerde, versó sobre libros y música. No creo que eso le interese a usted.

—Le diré que me cuesta trabajo leer el Daily News —dijo Green.

Meg le trajo a Green una taza de té.

—¿Tiene alguna otra pregunta? —le dijo.

Green tomó unos sorbos y se puso de pie.

—A lo mejor se me ocurre algo, en cuyo caso les agradeceré que me concedan un poco más de su tiempo. Dígame —se dirigió a Meg—, ¿qué hubiera hecho usted si aquella noche Kathleen, que se reveló ser muy fuerte, hubiera seguido con sus propósitos, si no se hubiera marchado?

—¿Qué quiere que yo le diga? —preguntó Meg con frialdad—. ¿Que habría cogido un cuchillo y se lo habría clavado en la espalda? No era más que una molestia, señor Green, y uno se deshace de una molestia. Yo también soy más fuerte de lo que aparento. Habría bastado con echarla escaleras abajo a puntapiés.

—En este caso me imagino —dijo Green— que para cierta persona Kathleen era mucho más que una molestia.

—Exactamente —dijo Meg afirmando con la cabeza—. Investigando por este lado obtendrá mucho mejores resultados.

—Se lo agradezco mucho. Y usted —preguntó Green dirigiéndose a Linda—, ¿qué habría hecho si Kathleen hubiera seguido tratando de forzarla?

Linda se echó a reír.

—Se ve que usted no estuvo allí, sólo me tomó unos pocos segundos. Y después de aquello, se le quitaron las ganas de acosarme. O, mejor dicho, se le quitaron las posibilidades de hacerlo. ¿Quiere que se lo demuestre?

Green alargó el brazo hacia la cintura de ella, y sonrió, diciendo:

—Otro día, encanto.

Ahora que estaba en la vida civil, Jeremiah Riordan se había dejado crecer el pelo, que tenía ya todo blanco, y cuyas ondas le caían por encima del cuello, cosa que jamás les hubiera permitido a sus hombres en sus tiempos de comandante de la Primera Brigada de Homicidios en los barrios del sur de Manhattan. Hacía ya cinco años que se había retirado, pero tenía rosadas las mejillas y la nariz y sus ojos azules seguían siendo tan fríos como siempre.

Riordan ocupaba un dúplex en un cuarto piso de Chelsea, junto al río, y aquel día estaba sentado en su cocina, frente al detective negro que, deseoso de hallar en él guía y consejo, le estaba explicando los pormenores del caso. Riordan se sirvió otra taza de té y le añadió un chorrito de ginebra Gordon’s. La taza de Sam McKibbon aún estaba llena.

—Como este caso es del hebreo, y él no sabe que estás aquí —dijo Riordan—, comprenderás que no puedo ir a visitar el lugar del crimen. —Hablaba en voz baja, casi en un susurro, tal como tenía por costumbre pues, como solía decirles a sus hombres, «las paredes oyen, y no siempre somos nosotros quienes han puesto las escuchas».

—No tiene sentido visitarlo —dijo McKibbon—, ha pasado demasiado tiempo. Ya ha visto las fotos y los resultados de los análisis del laboratorio.

—Oh, la muerte siempre deja algo detrás de sí, incluso después de que los muchachos de la investigación se hayan ido con sus migajas de descubrimientos. No me refiero a que al entrar en cualquier habitación pueda asegurar que allí se ha producido una muerte, no es ningún pálpito sobrenatural. Pero cuando ha habido una muerte violenta, yo reacciono de un modo diferente, veo las cosas de manera distinta.

—Puedo llevarle allí —dijo McKibbon— cuando el profesor esté fuera dando clase.

—Sólo iría si el hebreo lo supiera. El caso es suyo y no debo inmiscuirme en secreto. —Riordan sonrió—. Por otra parte, no puedes decirle que me lo has explicado porque él se imagina que he intentado impedir su ascenso en el Departamento, ¿no es así?

—Es cierto —dijo McKibbon.

—¿Porque es judío? —Riordan volvió a sonreír.

—Sí.

Riordan tomó otro sorbo de aquel té tan fuerte y prosiguió:

—No está del todo equivocado. Los hebreos, con unas pocas excepciones, no son aptos para realizar tareas policiales porque la mayoría de ellos padecen de una terrible arrogancia. Eso les ocurre porque el dogma principal de su religión dice que no sólo son los elegidos sino que son mucho más inteligentes que todos los demás. ¿Has oído esa expresión insultante que emplean, goyisher kop[*]? Y lo dicen cuando puedes oírles, porque saben que a pesar de lo tonto que eres ya que no perteneces a su pueblo, de todos modos comprenderás su significado.

—Es una broma —dijo McKibbon.

—No dudes de que ellos lo creen, con todos sus sentidos y con cada parte de su cuerpo, incluida su polla circuncidada. Piensan: «No sólo somos más inteligentes que vosotros sino que somos más limpios, y somos más limpios porque somos más inteligentes».

—¿Cree que Noah es más inteligente que usted?

Riordan lanzó una risotada y respondió:

—Nadie lo es, chico, como tú bien sabes.

—¿Entonces por qué le molesta todo este asunto del goyisher kop[**]?

—¿Quieres que a partir de hoy te llame «negrata»?

McKibbon se sirvió un poco de ginebra.

—Se trata de su arrogancia —continuó diciendo el viejo policía—. Siempre están retándonos y riéndose de nosotros con su arrogancia. Como han sido tan perseguidos a través de los siglos, se vuelven arrogantes por haber sobrevivido y haber sido capaces de prosperar a pesar de todo.

—¿Impidió el ascenso de Noah porque sus padres o abuelos no fueron exterminados en un pogromo?

—Deja que te lo explique. —Riordan se retrepó en su silla de cocina y habló mirando hacia el techo—. El trabajo de la policía es un trabajo de equipo. Y no puede haber un verdadero trabajo de equipo si algunos carecen de la humildad suficiente para esperar que los demás suplan sus fallos en la investigación, debidos a falta de perspicacia, de voluntad o de fe. ¿Comprendes? Pero los hebreos están tan convencidos de su superioridad que nunca confían de veras en alguien de otra religión. Eso es lo que pasa cuando tienes hebreos en tu equipo.

—Pero Noah…

—Déjame terminar. Ello no significa tampoco que los hebreos trabajen bien juntos. Los he visto; cada uno sigue con orgullo su propio camino. Por estas dos razones, cuando hay demasiados hebreos en un sitio se crea un ambiente de rencor, tanto entre ellos como entre los demás. Y si un hebreo ocupa un puesto de mando, entonces no hay liderazgo porque no hay confianza. El hebreo sólo confía en su propia capacidad, y en consecuencia los hombres no confían en que el hebreo sea capaz de suponerles ni la dosis más mínima de inteligencia. —Riordan acabó de vaciar el contenido de la botella de ginebra en su taza de té—. Y si entre los hombres que están a sus órdenes hay otros hebreos, todos ellos complotarán por separado para arrebatarle el puesto. Es su manera de ser. Son mala gente, Sam. Lo que hice contra Green, lo hice por el Departamento. No es que Randazzo tenga una mente brillante, pero sabe cómo despertar lealtad en los demás y a su vez sabe tratarlos con lealtad, ¿no crees?

—Sí —asintió McKibbon—, a su manera. Pero está usted equivocado con respecto a Noah. Esa descripción del prototipo judío no va con él. Noah y yo confiamos uno en el otro. Y Noah forma parte del equipo lo mismo que yo, aunque no sé muy bien lo que eso quiere decir.

—¡Ay, hijo!, tú no conoces a tantos judíos como yo ni los conoces tan a fondo. Algunos hebreos son tan hábiles en disimular su manera de ser que incluso logran meterse en la cama de las chicas cristianas más decentes.

—¡Venga, venga, teniente! —McKibbon fue a coger la botella de Gordon’s y se echó a reír—. Será si los negratas no llegamos primero que ellos a esas camas.

—¡Ah, Sam! —Riordan sacó otra botella de ginebra de una caja de cartón colocada debajo de la mesa—, esta broma no es digna de ti. Pero ya aprenderás. Aprenderás por qué han sido odiados a través de los tiempos y por qué, si pudieras leer en sus almas llenas de desasosiego, se odian a sí mismos. Bueno, vamos a ver, la muerta estaba tumbada sobre el costado derecho. ¿Qué expresión había en su rostro?

—La última sorpresa —dijo McKibbon sacando su petaca.

—¿Espanto?

—No, la mataron por la espalda.

—A lo mejor trataba de escapar.

—No, no tenía cara de estar asustada. Pero usted ya ha visto las fotografías.

—Quiero saber lo que viste tú —dijo el anciano.

—Bueno, pues me pareció… pero ¿cómo demonios puedo estar seguro?, me pareció que justo antes de recibir aquella terrible impresión, y casi borrada por ella, había tenido una expresión de algo parecido al asco.

—A causa de un pedo quizá —dijo Riordan con una risa seca—. Ciertamente, eres buen observador. Digamos, pues, que era una expresión de asco; tal vez más tarde concuerde con algo. ¿Y qué hay del hombre, si es que era un hombre la persona que el chico vio?

—Un chico hebreo, ¿podemos confiar en él? —dijo McKibbon con una sonrisa.

—¿Por qué no? Que sepamos, no hay en esto nada de lo que pueda sacar partido. La persona que vio tenía aproximadamente la misma estatura que la señora Ginsburg, y ella medía…

—Un metro sesenta y dos —dijo McKibbon.

—¿Cuánto mide el profesor? —preguntó Riordan mientras apuntaba los datos en una factura de la lavandería.

—Un metro ochenta y cinco más o menos.

—¿Y las tortilleras que ha ido a ver el hebreo?

—Son demasiado altas, si el chico no se equivoca.

Riordan se pasó los dedos por la abundante cabellera.

—El chico dice que el abrigo no tenía nada de particular. ¿Y qué me dices de la manera de andar?

—Una mujer un poco hombruna podría haber imitado el modo de caminar de un hombre.

—No, no, no estaba pensando en eso. Cada persona tiene su modo peculiar de andar. Si te fijas bien, es como una firma en movimiento.

McKibbon vació las cenizas de su pipa dándole unos golpecitos.

—Aún suponiendo que el chico se fijara lo bastante como para recordar más cosas, ¿de qué me van a servir sus recuerdos si no tengo a ningún sospechoso? No hay nadie a quien aplicárselos.

—Eso ya vendrá —dijo Riordan—. De todos modos, pídele al chico que se concentre en el modo de andar. Todavía hay una cosa más, no, dos cosas más. El profesor dice que cerró la puerta de la calle con llave antes de retirarse, pero cuando llegaron los chicos de la policía la encontraron abierta.

—Eso dice.

—Eso dice. Tuvo que ser un conocido. Su esposo o alguien a quien ella conocía.

—Coño, teniente —McKibbon sonrió—. Eso ya lo había adivinado yo sin ninguna ayuda.

Riordan sonrió a su vez.

—A ver si sabes contestarme a esto: la mujer no podía estar sin tomar café, sobre todo cuando trabajaba. Aquella noche tenía que terminar un trabajo y, como es natural, habría una taza de café en la mesa de la cocina, ¿no?

McKibbon frunció el ceño.

—Mierda —dijo—. En la mesa estaba el manuscrito, estaba la máquina de escribir, pero no había ninguna taza.

—¿De veras? —Riordan agarró la botella de ginebra—. Entonces, ¿qué crees que puede haberle ocurrido a aquella taza?