Al día siguiente al mediodía, un hombre pasó haciendo jogging junto a la fuente. Tenía la piel de color café con leche y era esquelético y tan alto, que su cabeza se veía flotar por encima de la multitud que rodeaba la fuente. Era como una lanza vestida de negro, gris y blanco, y llevaba zapatillas deportivas de color azul. Una y otra vez, corriendo sin esfuerzo, Arthur pasaba siguiendo un recorrido circular a través del parque. Pero sus ojos no perdían un solo detalle y los extremos de sus delgados y elegantes bigotes tomaban la apariencia de antenas.
—Ese gilipollas no hace más que correr —dijo en tono afable uno de los jóvenes ejecutivos de Barney.
—No, hombre —dijo su compañero, que tenía el aspecto de una tortuga que se mantuviera de pie—. Pasa muchos ratos con Barney.
—¿Pero qué es lo que hace?
—Ya sabes lo que dice Barney: «Si quieres seguir en este mundo, no me hagas preguntas acerca de cosas de las que no hablo».
—¡Ejem! ¿Has hablado alguna vez con ese Arthur?
—Una vez —dijo la tortuga—. Me mandó ir a cierto lugar y me dio un paquete mirándome fijo a los ojos, tan de cerca que lo único que yo veía eran sus ojos, y me dijo: «No te líes, Russell, porque si te lías tendré que cortarte la polla». Y me sonrió, como si ya se viera haciéndolo. Mierda, ojalá aquel día yo hubiera estado en otra parte.
—¿Por qué? Todavía tienes tu herramienta.
—Tengo horribles pesadillas, amigo. Veo sus ojos en la ventana o a través de la cerradura. La cara podría ser la de cualquiera, pero los ojos son los suyos. Y me buscan a mí, quieren hacerme eso, esos ojos están llenos de deseo. Nunca he visto a nadie con más hambre. Quiere cortarme la polla de un mordisco.
—¿Estás seguro de que no es maricón?
—Ni siquiera estoy seguro de que sea humano.
Al otro lado del parque, Arthur redujo airosamente la velocidad de su carrera y se paró frente a un banco en el que estaba sentado Barney con la cabeza echada hacia atrás; este sonreía mientras se dejaba acariciar por el sol y el viento.
—Earl quiere hacer un trato —dijo Arthur, hablando con la cadencia entrecortada propia de los antillanos—. El tipo que tiene trozos de metal en la cabeza e incluso el mismo hermano de Earl están cambiando de parecer.
—¿Y él cómo lo sabe? —dijo Barney mirando hacia el sol.
Arthur sonrió.
—Tiene un amigo, un amigo muy caro, de esos que llaman «topos», infiltrado en el despacho del Procurador General de los Estados Unidos.
—¡Coño! —Barney se enderezó en el banco, miró a Arthur y le dirigió una sonrisa—. ¿El topo forma parte del trato?
—Creo que no tiene nada que ver —dijo Arthur—. Debería ser una cosa aparte.
—Ya lo sé, estaba bromeando. ¿Nos quedaremos con todo: con la coca disponible, la coca que está siendo transportada y los contactos que más adelante nos la facilitarán?
—Con todo. Earl ya sabe que lleva las de perder, pero necesita un pastón y muy rápido porque se quiere ir muy lejos. No está dispuesto a ingresar en prisión bajo ningún concepto.
—¿Cuánto piensas que nos puede costar todo esto?
—No hicimos ningún cálculo ni hablamos de dinero, eso que quede entre nosotros, pero creo que podremos sufragarlo solitos.
—Los Federales deben de estar siguiéndole.
—Todavía no. —Arthur frunció el ceño al observar que una de sus zapatillas deportivas estaba tiznada—. El topo del despacho del Procurador dice que todavía no, que aún no están preparados pero que pronto empezarán. Por eso Earl quiere desaparecer en seguida.
—Muy bien —dijo Barney—. Lleva a Earl al Blimpie’s de la calle Once. Alrededor de las siete, y solo.
—Pero es que Earl es un exquisito de la cocina —dijo Arthur sin expresión en el semblante.
—A tomar por el culo. Cuanto más barato sea el sitio, más barato saldrá el trato. ¿Has estado vigilando al tal Whipple?
—Sí, trabaja solo, no trata con drogas y no se interpondrá en nuestro camino.
Barney se desperezó.
—¿Hay algo más? —preguntó.
Antes de responder, Arthur sonrió.
—Me he enterado de que la policía ha encontrado a Anthony. Pero han tenido un desengaño al encontrar sólo su tronco y esperan con ansiedad el resto, sobre todo la cabeza.
Barney lanzó una risita.
—Si todavía conserváramos esas partes, les podríamos mandar por lo menos las orejas de Anthony. Maldito soplón, después de todo lo que yo había hecho por él.
El hombre de piel color café con leche cabeceó afirmativamente con expresión juiciosa.
—Anthony era un suicida nato. Lo único que hicimos fue ayudarle a acabar con su propia vida, le hicimos un favor. Nunca habría encontrado su sitio en este mundo. Bueno, aún no he terminado de hacer mis kilómetros.
Y el director general de Barney, erguido y sereno, se alejó a paso gimnástico.
Al cabo de unas horas, muy avanzada ya la noche, Emma estaba en su apartamento situado cerca del río, al oeste de Washington Square. Se acercó a la cama y se quedó mirando el rostro del violinista.
«Duerme como un niño, siempre duerme como un niño. Y cuando está relleno de ginebra —Dios mío, la bebe como si fuera agua— duerme como un niño muerto. Pero siempre se despierta con la cabeza despejada. Y aunque esté borracho no se le nota. Pero yo sí lo noto porque empieza a hablar de su padre. Me alegro de no haberle conocido, era un maldito blanco pobre del Sur».
Al otro lado de la puerta sonó una tos y luego un gruñido, a lo que Emma respondió con un susurro:
—Merle Haggard, cualquier día me decidiré a envenenarte. Claro que eres tan malévolo que el veneno pasará por tu interior sin hacerte daño.
»No me lo puedo creer, ¡yo, enamorada de un hombre de piel tan blanca! Bama podría casi pasar por albino. Y ni siquiera me gusta su violín, no me hace sentir nada. Pero él sí, Dios mío, ya lo creo que sí. Ha llegado el momento de que tengamos un niño, Alabama.
Abre tu ventana, cierra bien tu puerta.
Abre del todo la ventana, cierra del todo la puerta.
Soy como el demonio, sé deslizarme por el suelo.
»Sí, ha llegado el momento de tener un hijo. Pronto cumpliré treinta y dos años, muy pronto. Merle Haggard, cuando llegue el niño, puedes despedirte de esta casa. No me fío de ti ni un pelo».
Se oyó rascar en la puerta.
«Eso no es un perro, es un espíritu maligno, un demonio, maldito Merle Haggard. Voy a tener un hijo, ¿me oyes, Alabama?».
Emma se despojó de la bata, se metió en la cama y besó al violinista en los párpados y en una oreja. La respiración del hombre no se alteró. Sin embargo alguien se puso a silbar en la calle y, como respuesta, unos roncos ladridos de furia se elevaron en el apartamento. Bama rebulló.
—¡Heeey! —exclamó—, ¿qué hora es?
—Gracias, querido Merle Haggard —masculló Emma.
—Bueno, no importa. —Bama se dio la vuelta y la abrazó—. Si el diablo viniera a preguntarme qué es lo que más deseo en la vida, le diría: «Eres un estúpido, porque ya lo tengo».
—¿Qué pasaría si el diablo te propusiera —dijo Emma arrebujándose muy junto a él—: «Si dejas a esta mujer, serás el mejor violinista de todos los tiempos, pasados y por venir»?
Bama se echó a reír.
—No, diablo, le diría, ya soy bastante bueno, y en cuanto a ser el mejor, coño, no vale la pena, prefiero tener mi mano de violinista donde está ahora a cualquier otra cosa.
—Bama —dijo ella— es hora de que tengamos un niño.
—Iba a decirte exactamente lo mismo, pero ¿por qué limitarnos a decirlo?
Merle Haggard miraba con fijeza el bacón que se estaba friendo en la sartén.
—No, señor —dijo Emma—, no te conviene. Claro que por otra parte… —Le echó alegremente media docena de lonchas.
—Al parecer a partir de ahora voy a ser el cantante solista de la orquesta —dijo Bama, sentado ante la mesa de la cocina.
—Ya era hora, ¿y cómo ha sido?
—Johnny se vuelve a West Virginia, está hecho polvo.
—¿Al final esos dos han roto? —comentó Emma mientras servía el café—. También era hora.
—Ella se ha marchado —dijo Bama mirando por la ventana—. Johnny llegó a casa ayer por la mañana y ella se había ido. Johnny ya sabe en qué cama encontrarla, pero dice que no se puede forzar a alguien a quedarse con uno si no quiere. Johnny tiene un lado débil, eso le perjudica también en su modo de cantar. Es demasiado dulce, joder. En cambio fíjate que no hay nada dulce en la manera de cantar de Merle, me refiero al otro Merle.
—¿Qué harías tú si estuvieras en el lugar de Johnny?
—Los mataría a los dos. —Bama le sonrió—. A ella ya no la querría, pero no podría dejar que él siguiera teniendo algo que había sido mío.
—Lo tendré en cuenta —dijo Emma echándole más bacón al perro.
Bama continuaba sonriendo.
—Bueno —dijo— eso no nos puede ocurrir a nosotros. Pero, de todos modos, ¿no harías tú lo mismo que yo?
Emma se apoyó la barbilla en la mano y miró a Merle Haggard sin verle.
—No —contestó—. Compraría ácido nítrico y le desharía a ella la cara, y a ti te cortaría la pistola de repetición y cada día pensaría en vosotros con tal satisfacción que no me importaría lo que me hicieran.
Bama se levantó y la abrazó por la cintura.
—Eso es lo que yo llamo verdadero amor —dijo con la boca sobre los cabellos de ella.
Unas horas antes, alrededor de medianoche, Crocker Whipple iba caminando, encorvado y absorto en una especie de diálogo interior. Se le veía tan frágil que daba la impresión de que el frío y violento vendaval era capaz de arrebatarlo para llevárselo por los aires sobre Washington Square Park. Pero Whipple se sentó en un banco, advirtiendo que a su alrededor, bajo las luces de las farolas, todo estaba vacío. Cerró los ojos y cuando los abrió descubrió que dos jovencitos negros muy delgados venían corriendo hacia él y se detuvieron a su lado.
Uno de ellos, que llevaba un impermeable negro, dijo:
—Te lo voy a poner fácil. Dame el dinero y no te tocaré la cara.
De dentro de la manga se sacó un cuchillo cuya hoja medía unos quince centímetros y rozó con ella la mejilla de Whipple.
—A tomar por el culo, señores —dijo Whipple sonriendo—. Estoy esperando a Barney.
Los jovencitos se miraron.
—¿De qué tienes que tratar con Barney? —preguntó el del cuchillo.
—Le voy a obsequiar con una mamada —dijo Whipple con una sonrisa todavía más amplia—. Puedo incluiros a los dos en el lote si vais rápido.
—Mierda —dijo el otro, que no llevaba abrigo pero iba bien arropado en un grueso suéter de lana—. Ya sé quién eres, eres el tipo de la carne.
—¿Y qué hacen dos probos ciudadanos como vosotros para ganarse la vida? —Whipple se apoyó contra el respaldo del banco—. Vamos a ver, seguramente colaboráis en el programa especial enseñando a leer y escribir a vuestros hermanitos. No, no es eso, un momento. Les lleváis comida caliente a los ancianos, los sacáis a pasear y los acompañáis a cobrar sus cheques de la seguridad social para que las fieras no los destripen por el camino. No, tampoco es eso. Ya sé, comerciáis con mierda, cualquier clase de mierda que podéis atrapar. Así que ya veis, caballeros, vosotros vendéis cierta clase de placer, yo vendo el mío.
—¡Vendes niños! —El joven del impermeable se inclinó hacia adelante e hizo ver que vomitaba—. Niños, eso es lo que vendes.
—Chicos —dijo Whipple después de confirmar la acusación con una plácida inclinación de cabeza—. Jóvenes, niños negros, amarillos y blancos. Mujeres también, mujeres que lo hacen de todas las maneras posibles. Os quedaríais muertos de envidia si pudieseis contemplar a las mujeres follando unas con otras. ¡Hay que ver lo que son capaces de hacer con los dedos! ¡Huuuuuy! Os aseguro, caballeros, es como estar viendo a un virtuoso de la guitarra. De la guitarra eléctrica, para ser más exacto. Es genial lo que algunas de ellas saben hacer con el dedo gordo del pie. ¡Jolín! Una mujer puede hacer disfrutar a otra mujer mejor que cualquier hombre, y es natural ¿no?, porque ellas «saben».
—Eres más asqueroso que un vómito —dijo el chico del impermeable negro
—Mierda —dijo su compañero—, es un bicho que hay que aplastar con el pie.
—Tengo ganas de rajarte —dijo el del impermeable—. Te voy a grabar una «C» mayúscula en la cara, la inicial de coño. —Y con la punta del cuchillo le hizo a Whipple una pequeña incisión justo debajo del ojo derecho.
Whipple permaneció impasible, sólo dijo suavemente:
—Barney te va a coger esa mano, te romperá todos los dedos, de uno en uno, y luego te los meterá por el culo.
El cuchillo desapareció dentro de la manga del joven negro. Su compañero lanzó un escupitajo junto a las zapatillas de Whipple, pero sin tocarlas, y se marcharon.
Whipple siguió sentado en el banco. Sacó del bolsillo de su chaqueta de pana un pequeño transistor e hizo correr el dial hasta encontrar una emisora de música clásica. Entonces volvió a cerrar los ojos, o por lo menos uno de ellos.
—Ah, Pavarotti —murmuró—, ¡qué dedos gordos del pie tan grandes debes de tener!
Diez minutos más tarde, Barney se dejaba caer en el banco junto a Whipple.
—Es bonita esa música —dijo Barney— pero no emociona. El cantante no tiene ritmo, la orquesta no tiene ritmo. Si quieres oír cantar, escucha a Sarah Vaughan con un buen acompañamiento. Dejará a este italiano de mierda a la altura del betún.
Whipple se tocó el pequeño corte debajo del ojo derecho
—Dos de tus amables socios más jóvenes —dijo— han estado por aquí. —Se volvió hacia Barney—. He tenido que decirles que te estaba esperando porque, de lo contrario, en estos momentos estaría en el quirófano de urgencias de Saint Vincent, mientras una de las buenas hermanitas le preguntaría al doctor que qué significaba esa «C» mayúscula en mi cara.
Barney se echó a reír.
—Mis chicos —dijo— siempre están practicando el alfabeto porque quieren progresar.
—Pensé que tendrían cosas más provechosas que hacer.
—Dejo que se diviertan un poco en su tiempo libre. ¿Les has dicho el motivo de nuestra cita?
—Ni soñarlo, nunca lo haría.
Barney posó su manaza sobre el hombro de Whipple.
—Eres un marica muy listo. No quiero que sepan más de lo que deben saber. Tengo cantidad de sociedades, todas independientes, de modo que si una quiebra puedo continuar con mis negocios. Ahora necesito una puta de categoría, blanca y joven, de no más de veinte años. Una que se dedique a eso en sus ratos libres, porque al cliente le gusta enamorarse, ya sabes, ¡je, je! Una de esas actrices que conoces.
Whipple asintió con la cabeza y comentó:
—Los precios han subido, Barney.
—También han subido los míos —dijo Barney cambiando de posición su corpachón para divisar mejor toda la calle—. Muy pronto, todos los precios los pondré yo, y ya no te necesitaré.
—¿Tendrás género propio, no?
—Lo estoy consiguiendo. No me conviene depender de proveedores ajenos, sobre todo con lo que tengo pensado y que no voy a decirte.
—¿Tendrás el monopolio de todas las partes íntimas que están en venta en la ciudad? —Whipple sonrió.
—Sólo las de Manhattan, no soy avaricioso. Mientras tanto necesito también a una mujer. Una mujer para otra mujer; el color de la piel no importa, hay igualdad de oportunidades para las lamedoras de coños. Pero debe estar limpia, la mujer ha de estar limpia, nada de coca, nada de borracheras. Aunque da igual que sea una mechera.
—¿Una mechera? —Whipple lanzó una risita sofocada—. A veces dices cosas muy raras. Eres mucho mayor de lo que pareces.
—No tengo edad —dijo Barney—. Oye, ¿aparte de mí, vendes mucho al por mayor? Sé que tienes tu propio negocio de venta al detall.
—No trato con sociedades, tú eres mi único cliente gordo. No te hago la competencia —dijo Whipple.
—Entonces tal vez no te coma, je, je, cuando llegue el momento. Me gustas bastante aunque seas marica, porque has empezado en solitario y te manejas solo tu propio tingladillo. Sí, eso me gusta, mientras no te vuelvas ambicioso. Oye, además tengo una fruta pasada que no quiere ser machucada, ¿comprendes? ¿Puedes garantizarme que no le pasará nada?
—Claro —dijo Whipple—, siempre que puedas responder de él.
—Tienes razón, tengo que investigarlo. Además, vamos a ver, una persona necesita un chico, pero yo no me dedico a eso, ni siquiera facilito los contactos para esa clase de cosas. De hecho, esto es lo único que me molesta de ti. Que trafiques con chavales.
Whipple encendió un cigarrillo.
—No es lo que parece, Barney. Muchos de esos chicos van detrás de los hombres, porque estos les dan lo que no conseguían en sus casas… cuando estaban en ellas.
—¡A eso es a lo que me refiero, coño! —dijo Barney levantando la voz, y mirando después a su alrededor.
—No, no, estoy hablando de afecto. Aunque te parezca muy raro, algunos chicos encuentran un hogar y una persona que se preocupa por ellos. Hay un tipo que obliga al chaval que vive con él a ir al colegio. Cada mañana le da cinco dólares, pero con la condición de que el chico prometa asistir al colegio. Y de cuando en cuando el tipo telefonea al colegio para comprobarlo, dice que es su tío.
—¡Joder! —dijo Barney—. ¿Qué bien puede hacerle ir al colegio a ese niño pervertido? Con lo que lleva aprendido ya está estropeado para siempre. Ya es bastante malo que se tiren a esos chicos para que encima quieran hacerles de mamás cuando no están dándoles por el culo.
—Pero hay algo bueno en eso también, Barney. Los niños tienen su sexualidad, y fuerte. El mismo Freud dice que los niños…
—¡A la mierda con Freud! Siempre andaba relleno de coca, y ahora la gente se lo toma en serio como si fuera el Evangelio. No, hombre, tirarse a los niños es algo repugnante. —Barney se quedó mirando a Whipple—. ¿Tú también lo haces?
Whipple le contestó con una sonrisa:
—Si me dices lo que tú haces, quizá te diré lo que hago yo.
Barney lanzó una risotada y preguntó:
—¿Te avergüenzas de ello?
Whipple se sonrojó.
—En absoluto, no, no. Sí, he follado con niños. ¿Y tú, cómo lo haces, Barney?
—No hago nada, nada de nada. Guardo toda mi energía para mí. No me enredo con nadie, ni por un solo segundo. Por eso tengo la cabeza siempre tan clara y nunca me distraigo. Nadie puede aproximarse a mí.
—¿De modo que te masturbas?
Barney se escandalizó.
—¡Coño, un hombre no se masturba!, sólo los chavales se masturban.
Esta reacción de Barney despertó el interés de Whipple, que se quedó mirándolo.
—¿Así que de veras no haces nada?
—Bueno, te lo explicaré. Yo jodo a la gente mentalmente. Me meto en la cabeza de las personas y me las follo bien folladas, una y otra vez. Así es como yo me excito, hombre.
—¿Y llegas al orgasmo?
—A veces —Barney sonrió—. A veces, cuando jodo mentalmente a alguien, a alguien que pensaba que se me había tirado, tengo un orgasmo magnífico.
Whipple se estremeció ligeramente.
—Hace demasiado frío, Barney. ¿Tienes las direcciones y los horarios?
Barney le entregó un trozo de papel, advirtiéndole:
—Recuerda a quién pertenecen esos clientes.
—Antes olvidaría mi propio nombre —dijo Whipple levantándose del banco.
—Adiós, mariquita —dijo Barney—. Que pases un buen día.