6

Sam McKibbon tenía la teoría de que el modo más eficiente de concentrarse en un caso atascado era dejar de concentrarse un buen rato. Y su manera preferida de distraerse era repasar con calma, en los archivos de Randazzo, las fichas de los homicidios que llevaban meses, o incluso años, esperando ser resueltos.

—Me gusta contemplar las fotos de los monstruos —le dijo a Green una vez—. Y nunca se sabe, a lo mejor se te enciende la bombilla.

Esa mañana, en la oficina general, McKibbon tenía el fichero encima de su mesa.

Green observó, asomándose sobre el hombro de McKibbon, una ficha que mostraba las fotos de un hombre, visto de perfil y de cara, y los siguientes datos:

MARVIN WATSON - HOMICIDIO (NAVAJA)

AKA PREACHER/M/B 28 años, 1,78 m, 66 kg, pelo negro. Última dirección, Greenhaven.

Buscado por homicidio de Juan Torres durante una riña.

Avisar Comisaría 79. PIU.

—Ocurrió hará unos siete años —dijo McKibbon sin dejar de mirar las fotografías—. Le faltaba un ojo, que alguien le había saltado durante una de sus frecuentes peleas, pero nadie vio nada. Hay que ver la jeta que tiene ese cabrón para andar por ahí cometiendo homicidios con un solo ojo.

Watson era un negro con barba, y en su rostro delgado, allí donde debía haber estado el ojo derecho, tenía un pliegue carnoso con una especie de ranura en el centro. El otro ojo estaba entero y tenía una mirada clara y escrutadora.

—A lo mejor lleva siempre gafas de sol —dijo Green.

—Puede ser, pero eso mismo es ya una pista. ¿Pero qué coño estoy diciendo? Si todavía está suelto por ahí con su único ojo. Cualquier día aparecerá un asesino con dos cabezas y no sabremos encontrarlo. Eso sí que sería embarazoso.

—Me pregunto —dijo Green sentándose en la esquina de la mesa— qué ocurre si arrestas a un tipo con dos cabezas. ¿Tienes que recitarle dos veces sus derechos? ¿Qué pasa, McKibbon, hoy te dedicas a repasar las fichas de la galería de los artistas del cuchillo en particular, no?

—Sí, me dedico más a esas fichas —dijo McKibbon.

—¡Imbéciles de mierda! —La voz de tenor lírico de Fortunato Randazzo se expandió por toda la oficina—. Lo vamos a hacer exactamente como lo he planeado.

—¡Coño! —dijo McKibbon levantándose de pronto—. A lo mejor sí que había algo de cierto en toda esa historia.

—¿De cierto en qué? —preguntó Green.

—Hace un par de horas, un soplón ha llamado al teniente diciendo que aquel maníaco, Morales, no se fue de vuelta a Puerto Rico como pensábamos, después de haber dado muerte al joyero, sino que está escondido en Chelsea. Yo no le presté atención porque recibimos muchos soplos sobre el maldito Morales, pero el teniente mandó una patrulla, con tiradores de élite incluidos. Sin embargo, como quiere una operación rápida y definitiva, la está dirigiendo desde aquí.

—¿Por qué desde aquí?

—Si es cierto que el cabrón está allí, Randazzo tiene un plan. Y necesita tener teléfonos que funcionen.

—Desde luego ese Morales es un verdadero maníaco —dijo Green mientras se precipitaban hacia el despacho de Randazzo—. Por lo que sabemos, ha cometido ya cuatro homicidios.

El teniente, de pie junto a su mesa, hablaba a gritos por teléfono.

—¡No se te ocurra volver a tratar de adelantarte a mis deseos! Oye, ¿estás completamente seguro de que es Morales? ¿Dices que lo has reconocido perfectamente cuando él ha mirado por la ventana? ¿Y que él no te ha visto? Bien. Ya sé que presenta un buen blanco, ¡estúpido! No quiero volver a oír esa imbecilidad de que de repente te ha parecido que iba a sacar el revólver. ¡Ahora escúchame! Voy a llamar por teléfono a Morales y no os vais a mover hasta que os lo diga, ¿entendido? No os mováis hasta que os lo diga. ¡Y nada de colgar por error el teléfono!

Randazzo dejó con cuidado el auricular sobre la mesa, miró a Green y a McKibbon y les espetó bruscamente:

—¡Ni una palabra!

Después leyó rápidamente unos signos escritos en un trozo de papel, marcó un número de teléfono y hablando por el otro auricular como si tuviera mucha prisa susurró con voz ronca:

—Sal de aquí, la bofia se acaba de enterar de tu dirección.

El teniente colgó este teléfono y cogiendo el auricular del primero, que seguía con la línea abierta, gritó:

—¡Ahora! ¡Dales la señal!

Dos minutos más tarde, Randazzo, que continuaba con el primer teléfono en la mano, asentía lleno de júbilo a lo que le iban diciendo a través del aparato.

—Bien. Muy bien. Estoy deseando ver a esos desgraciados.

Después colgó el teléfono y dijo, volviéndose hacia Green y McKibbon:

—En cuanto Morales ha salido corriendo después de mi llamada, los chicos que teníamos apostados en el pasillo le han saltado encima. No han hecho falta los tiradores de refuerzo. Y los otros dos punks se han cagado encima. Entre los tres sólo tenían un par de cojones.

»Ha salido estupendamente —Randazzo dio una palmada—. Estupendamente. No ha hecho falta liarse a tiros, no habrá que ir al funeral de ningún policía, ni ha quedado lesionado ningún espectador. Bueno, será mejor que me afeite para cuando vengan los de la tele. Otro tanto para los latinos “buenos”. Por eso me encargo personalmente de las conferencias de prensa, señores. Las relaciones públicas son muy importantes para los americanos como yo, cuyos apellidos terminan en vocal. Primero, demostramos que no todos somos delincuentes; segundo, demostramos que somos inteligentes. Tan inteligentes como los judíos —añadió mirando a Green.

—Si no más —dijo Green.

—No tenéis ni idea —dijo Randazzo—, no tenéis ni idea de la cantidad de gente que piensa que tenemos aceite de oliva en lugar de cerebro. Seguro que vosotros también lo pensabais hasta que os destinaron a esta comisaría.

—No. —McKibbon sacudió con fuerza la cabeza—. Cuando era niño, en nuestra misma manzana vivía un zapatero italiano y bajito que me enseñó que la tierra gira alrededor del sol. Eso cambió toda mi vida.

Randazzo sonrió.

—Tenemos un minuto para celebrarlo. Venga.

Abrió el cajón inferior de la mesa y sacó de él una botella de Johnny Walker Red y tres vasos de cartón.

—¿Cómo es —dijo Green— que no bebes grappa o alguna otra de esas bebidas para rendir tributo a tu herencia?

Randazzo le dirigió una mirada.

—¿Y tú hace mucho que no has sacado brillo a tu mezuzah[*]?

Alzaron los vasos, los hicieron chocar en un brindis y después de beberse el whisky lanzaron los vasos al suelo como para que se rompieran, lo más convincentemente que supieron.

—Muy bien —dijo el teniente—. Ahora volvamos a los casos difíciles, o a los que llamáis difíciles. ¿Qué hay de las dos muertes de la bodega? Era un viejo encantador, ese al que dispararon en la cabeza. Solía venir por aquí para preguntar, con mucha educación, que cuándo volverían a tener un policía patrullando por el barrio como en los viejos tiempos, tal como le habían contado los judíos más ancianos. ¿Qué tenía que hacer yo, decirle una mentira? De modo que dejó de venir. Mierda. No habéis podido retener al negro ese, ¿cómo se llama?, Stubblefield. Entonces, ¿qué vais a hacer?

—Yo quería volver al barrio a interrogar de nuevo a los vecinos pero no he tenido tiempo. Tal vez deban ocuparse otros del caso.

—Venga ya —dijo Randazzo, y señaló el fichero que tenía encima de la mesa—, este fin de semana hemos tenido tres cadáveres. No, vosotros dos seguís con el caso. Hablad otra vez con Stubblefield, todavía puede ser que sepa algo. Y es posible que el soplón que te llamó no esté del todo equivocado.

—Ya se lo he dicho —Green se metió la mano en el bolsillo en busca de un cigarro—, no he podido dedicarme a eso debido al caso Ginsburg.

Con un gruñido, el teniente cogió su pañuelo y se dio brillo en los ya impecables zapatos negros, hecho lo cual comentó:

—Hablando del caso Ginsburg, ¿qué hay de nuevo?

—Voy a volver allí a hablar con aquel chaval —dijo McKibbon—. Hasta ahora es el único que aquella noche vio a la señora Ginsburg con otra persona.

Green se sirvió otra ración de whisky en un vaso limpio de cartón y se volvió hacia el teniente.

—Estoy investigando por el lado de sus aficiones lesbianas —dijo—. Y además procuro ganarme la confianza del profesor.

—¿Sabéis qué os digo? —dijo Randazzo—. Me alegro de no tener hijos. No podría soportar que se volvieran maricas o lesbianas, no lo aguantaría. Creo que los mataría, o me suicidaría. No, mejor los mataba para que no contagiaran a otros. Oye —continuó dirigiéndose a Green—, dedícate al marido, tiene que saber más de lo que nos ha contado. Pero muéstrate amable, porque no es cuestión de que se asuste y llame a un abogado. Así que sé amable hasta que lo tengas agarrado por los huevos.

Green tenía que encontrarse con Ginsburg en Washington Square Park, al lado de la fuente, ya que las oficinas de la comisaría eran el sitio menos indicado para conversar con el profesor…, de momento. Green se apoyó contra el arco de piedra y observó a la variada fauna de ciudadanos tomando el sol invernal. Había unas cuantas madres con sus niños, unos borrachos con pinta de espantapájaros, estudiantes de la Universidad de Nueva York y pequeños delincuentes que Green recordaba de su pasado de policía de a pie.

De entre las diez primeras personas a las que vio paseando alrededor de la fuente, había seis caras que le eran conocidas. Green trató de rememorar sus carreras y los delitos por los que fueron detenidos, aunque no las sentencias. Había dos intentos de violación en segundo grado, dos o tres delitos de amenazas («mierda, los delitos de menor cuantía no cuentan»), un homicidio en segundo grado, dos delitos, también en segundo grado, de posesión de propiedad robada, por lo menos cuatro delitos de posesión de sustancias prohibidas en grados varios, cierto número de delitos de venta de marihuana (en tercer grado) y una violación en primer grado. Había más, pero no pudo recordarlo. «Oh, sí, obligar a una niña a realizar actividades sexuales; era su hijastra y tenía ocho años. El cabrón se ha afeitado el bigote».

Allí estaban todos, delgados y gordos, con cicatrices o sin ellas, y con ojos llenos de mezquindad.

Green no tenía idea de cuánto tiempo había pasado cada uno en la cárcel a causa de sus gestas porque no guardaba memoria de los cargos, mucho menores, de los que finalmente tuvieron que responder. Entre el arrogante y desdeñoso fiscal y los jueces carentes por completo de arrestos, sería un verdadero milagro que hubieran cumplido pena de prisión.

Green pensó que si él fuera un hombre religioso (y sonrió al ocurrírsele ese recurso) se dedicaría a rezar y a suplicar a Dios, golpeándose si fuera necesario la cabeza contra el Muro de las Lamentaciones, para que Él enviara una plaga de violaciones, abusos sexuales y asaltos callejeros sobre las esposas, madres, hermanas e hijas (especialmente hijas) de uno de cada seis fiscales adjuntos y jueces, desde los pertenecientes a la División de Apelaciones hasta los del mismo Tribunal de Apelaciones.

Uno de los atracadores que paseaban junto a la fuente reconoció a Green y, dedicándole una sonrisa con la que lució sus dientes careados, le hizo un gesto obsceno con el dedo. El detective le devolvió el saludo colocándose la mano izquierda en el brazo derecho y levantando simultáneamente el antebrazo. Pensó que si estos tipos fueran perros, hace tiempo que se les hubiera dado una inyección letal.

Green escudriñó la calle en dirección a University Place, por si veía venir a Ginsburg, pero en ese momento otro delincuente conocido apareció a su lado, de un modo tan rápido y silencioso que Green, para su propio disgusto, se sobresaltó. Era un negro corpulento y lleno de músculos, de edad indefinida, con el rostro aplastado como si se lo hubieran pisado nada más nacer y que llevaba un arito de oro en la oreja derecha.

—Debe de estar en la lista negra, capitán —dijo el negro con voz suave y cantarina—, cuando le mandan aquí a rebuscar entre la basura. ¿Qué ha ocurrido? ¿Se le ha disparado por accidente el revólver?

Instintivamente, Green se llevó la mano a su arma y el negro se echó a reír.

—Sabe muy bien que yo no haría eso, capitán. Si hubiera querido podía haberle cortado la cabeza sin que usted rechistara, pero no es esa mi intención. Cuando me lo cargue será a cambio de buenas ganancias. La clase trabajadora no puede permitirse trabajar por amor al arte.

—Barney —dijo el detective—, ¿cuál es el último libro que has leído?

—¿Por qué coño quiere saberlo? —contestó Barney, fastidiado por haberse dejado sorprender.

—Estoy haciendo una encuesta para el teniente. Confecciono una lista de regalos de Navidad para los tipos que pensamos encerrar el año próximo; así les daremos algo que llevarse allá dentro.

—Pregúnteselo a su madre, hijoputa.

Green levantó la mirada al cielo, se concentró y comenzó a recitar:

Llamaron al timbre para preguntarme

si podía recomendarles a alguna criada.

Claro que sí, dije, tu madre.

Barney lanzó una gran carcajada.

—¡Perros calientes! —exclamó—. Olvidaba que usted conocía a Langston. Ese tipo hablaba con todo el mundo, era un hombre muy, muy bueno. Yo le decía, «Señor Hughes, no puedo componer mis poesías porque sólo puedo pensar en el hambre que tengo». Y él me daba un trozo de pan, siempre me daba un trozo de pan.

—Y tú se lo dabas al basurero.

—Claro, hacía lo que ustedes querían que hiciera.

—Te equivocas, tu acusación decía sobredosis, y desde luego lo sentí cuando te saliste de ello, porque, por lo menos, cuando sólo pensabas en la mierda tus actuaciones se mantenían dentro de ciertos límites.

—¡Vaya! —dijo Barney con una sonrisa—. De modo que vuelvo para oírle decir eso. Bueno, basta de bromas. ¿Le han cambiado a la brigada de estupefacientes?

—Pues no —dijo Green—. Sigo especializándome sobre todo en cadáveres. Pero no me refiero a los muertos vivientes con todos sus agujeros llenos de mierda que tú y ese Arthur soléis follaros.

—No conozco a ningún Arthur —dijo Barney—. Bueno, bueno, capitán… Como siempre, ha sido un placer hablar con usted. Pero no tiene buen color, es como si algo le estuviera comiendo por dentro. ¿Cómo se dice? Ah, sí, bon appetit, se lo deseo a eso que le está royendo las entrañas. ¡Oiga, a lo mejor es cáncer! Sí, seguro que es cáncer. Haré un donativo en su nombre, e iré a visitar su tumba, porque nadie más lo hará. ¡Ja, ja!

Y Barney se alejó a paso largo al tiempo que Burton Ginsburg se aproximaba al detective.

—No he querido interrumpir su conversación —dijo Ginsburg—. Pensé que tal vez sería un informador.

—No —dijo Green—. Es profesor de sociología en Yale, y está buscando datos. Sentémonos ahí.

Ginsburg sacó el New York Times de una gran carpeta de cuero, y abriéndolo por las páginas de la sección de economía, lo colocó encima del banco y se sentó sobre él.

Green se fijó en tres jóvenes negros, de unos veinte años y pulcramente vestidos, que atravesaban rápidos y resueltos el grupo de personas situadas en círculo alrededor de la fuente. De momento, Green frunció el ceño porque no pudo reconocer a ninguno, pero luego, al observar que uno de ellos captaba la mirada de Barney y le hacía una señal silenciosa, Green vio confirmada su intuición y asintió con la cabeza.

—Le agradezco que haya venido, profesor —dijo el detective.

—¿Tiene alguna pista? —preguntó Ginsburg, tan dueño de sí mismo como siempre.

—Seguimos recogiendo información. Usted no nos dijo que su mujer era lesbiana.

—No sabía nada acerca del particular —dijo Ginsburg con tranquilidad—. No sabía nada de lo que ella hacía fuera de casa.

—¿No tenía ni idea, no sospechaba nada?

Ginsburg cruzó las manos en su regazo.

—Hoy en día un secreto de esta índole no resulta nada insólito entre dos cónyuges. Y Kathleen, cuando quería, era extraordinariamente discreta. De hecho, era la persona más reservada que he conocido en toda mi vida.

Green se sacó un puro del bolsillo.

—¿No le molestará que fume al aire libre? —preguntó.

—Pues sí, me molesta. La atmósfera ya está bastante contaminada para añadirle más humo.

—¿Podré chuparlo sin encender, no? —dijo Green alzando la voz a su pesar.

—Como quiera, aunque yo le recomendaría que chupara caramelos.

Green partió el cigarro por la mitad y lo tiró al suelo.

—Ya me ha explicado usted por qué seguían viviendo juntos. ¿Le molestaría explicarme por qué y cómo se casaron?

—Me sentía solo. Fue mi primer matrimonio. Nunca supe ligar, como ahora dicen los jóvenes, aunque siempre fui independiente. Pero, llegado a cierto punto, empecé a necesitar cada vez más el tener a alguien con quien conversar por las noches. Quería oír una voz que no fuera la mía, porque en casa últimamente había comenzado a hablar solo. Eso me hacía sentir estúpido, pero si no hablaba en voz alta, el silencio se me hacía insoportable.

Green se frotó la frente.

—A menudo —continuó Ginsburg— salía de casa y echaba a andar sólo para encontrar a otras gentes y oír otras voces. Pero eso no era muy gratificante. Y entonces conocí a Kathleen, que era inteligente y sabía conversar. Cierto que era bastante mordaz, pero a mí siempre me gustaron los debates acalorados. Y sexualmente me atraía, aunque eso para mí era lo de menos. Yo siempre había vivido prescindiendo del sexo.

—¿Y ella? ¿Por qué se casó con usted?

—No lo sé, y me lo he preguntado muchas veces.

—¿Nunca se lo preguntó a ella?

—Sí, unas pocas veces. Pero ella se echaba a reír, aunque en un tono bastante cariñoso.

Green contempló cómo Barney salía del parque seguido ahora por seis jóvenes. Preguntó:

—¿Cómo se conocieron?

—En el Cooper Union Hall. Fui allá a dar una conferencia sobre Dickens, y al finalizar ella vino a encontrarme para decirme que no estaba de acuerdo con mis puntos de vista. Me atacó con furia, pero resultó muy fascinante.

—¿Sobre qué no estaba de acuerdo?

—En mi opinión Dickens está a la altura de los escritores rusos del siglo diecinueve… En realidad los aventaja por la amplitud de sus temas y lo detallado de su observación, ya que conocía a fondo, mucho más que Dostoyevski o Tolstoi, una gama muy variada de gentes. Y además era mucho más compasivo…

—¿Y ella, qué pensaba?

—Kathleen dijo que Dickens era tan sentimental que resultaba sensiblero, y que sus personajes eran caricaturas. Dijo que el arte de la exageración no es verdadero arte, y que Dickens sólo gusta a los hombres porque estos son aficionados a todo lo simplista.

—¿De modo que se casaron?

—No tardamos mucho. —El profesor esbozó una sonrisa—. Teníamos tanto de qué hablar, bueno, de qué discutir. Al principio yo estaba encantado. Y después también, incluso cuando nuestras polémicas se convirtieron en una continua lucha malévola, incluso cuando no hubo más relaciones sexuales entre nosotros, yo estaba siempre deseando llegar a casa, porque, ya ve usted, nos comunicábamos.

—¿Y qué ocurrió para que se interrumpieran sus relaciones sexuales?

—Esta es una forma de preguntar digna de un voyeur —dijo Ginsburg sin aspereza—. Bueno, se lo diré: me había vuelto impotente, y después de un cierto tiempo me resultó humillante seguir intentándolo.

—Podían haber hecho otras cosas.

—Kathleen no quería.

—En seguida dejo este tema —dijo Green—, pero supongo que echaría usted de menos el tocarse y acariciarse.

—Nunca lo hicimos mucho. Oiga, ya sabe que no tengo por qué contestar a estas preguntas si no deseo hacerlo. Desde luego, quiero ayudar, pero no veo cómo…

—Volviendo a lo de antes, si me lo permite, ¿usted nunca se enteró de que era lesbiana?

Ginsburg dijo con frialdad:

—Se lo repetiré. Ella nunca me lo dijo.

—¿Qué habría pasado si se lo hubiera dicho?

—Si ella hubiera querido seguir viviendo conmigo, y hubiera mantenido esas relaciones fuera de casa, yo lo habría soportado. Habría preferido esto a que se buscara un amante, ¿comprende?

—Claro —dijo Green—. Ahora que ya lo sabe, ¿cree que su mujer se casó con usted para que le sirviera de pantalla? Tal vez ella viviera más a gusto pudiendo dar la impresión de ser normal.

—Como le he dicho, era una mujer muy reservada, pero le importaba un comino lo que los demás pensaran de sus actos. Era reservada por otras razones, y no me pregunte cuáles, porque no lo sé. ¿Comprende que son dos cosas diferentes? Kathleen no quería que los demás pensaran que la conocían, pero fuera lo que fuera lo que la gente creyera saber de ella, la única opinión que le importaba era la suya propia.

—¿Habría creído usted posible que ella fuera lesbiana? —preguntó Green.

—Creo que todo es posible. Piense que aunque no tengo mucha experiencia, tengo una amplia cultura literaria.

Green se apoyó contra el respaldo del banco.

—¿Qué le contó su esposa acerca de la temporada que trabajó en el Journal?

El profesor arrugó la frente.

—No sabía que había trabajado allí —dijo—. Apenas me contó nada de su vida anterior. Me dijo que su padre era profesor de matemáticas en un instituto, en Ohio, y que ella asistió al Earlham College. Después se vino a Nueva York y trabajó de redactora freelance…, lo mismo que siguió haciendo después de casarnos.

—¿Y nada más?

—Casi nada más. A Kathleen le gustaba hablar acerca de ideas, no de personas, y mucho menos de ella misma. Y yo en eso me parezco a ella.

Green reconoció a otro delincuente que se acercaba a donde ellos estaban.

—Oh, otra cosa —dijo—. ¿Cuántas llaves hay de su casa?

—Dos, la mía y la de Kathleen.

—¿Está completamente seguro de que nadie más tenía una llave?

—Yo nunca le di una a nadie, y me extrañaría muchísimo que Kathleen lo hubiera hecho, nunca noté nada que me indujera a pensarlo. Paso en casa todas las veladas y durante el día voy varias veces a casa porque la universidad está muy cerca.

—Sí, pero aquella noche esa persona, fuera hombre o mujer, bien pudo haber llamado a la puerta y su mujer pudo abrirle.

—Es posible —dijo Ginsburg, aunque era obvio que pensaba lo contrario. Se subió el cuello para protegerse del frío del crepúsculo—. Pero no es propio de Kathleen; se asustaba cuando alguien llamaba inesperadamente a la puerta. Era quizá lo único que podía asustarla.

—¿Y si ella estuviera esperando esa llamada?

—No sabría decírselo. Pero no me parece probable, no en nuestra casa y a aquellas horas de la noche. —Ginsburg se puso en pie—. No hemos avanzado mucho, ¿verdad?

Green también se levantó.

—Un centímetro por aquí, otro centímetro por allá… Luego retrocedes dos centímetros en otro sitio y de pronto, sin saber cómo, alguien te telefonea y te cuenta todo lo que querías saber.

—Me está tomando el pelo, señor Green.

—No exactamente, profesor.

—Dígame, ¿está seguro de que Kathleen era lesbiana?

—Ojalá no hubiera tenido que decírselo, pero no se lo hubiera dicho de haberme quedado alguna duda.

—Bueno —dijo Ginsburg—. Entonces creo que no todo fue culpa mía. Debo darle las gracias.