La alegre algazara que reinaba en el bar Rafferty’s estaba compuesta por el sonido de Kojak, que se veía en el televisor de enorme pantalla colocado sobre la barra, por las notas de The Gal That Got Away —según decían, una de las canciones favoritas de la clientela— interpretada por Frank Sinatra en el jukebox, y las voces de los parroquianos que discutían y gesticulaban, empeñados en llevarse unos a otros la contraria.
El viejo barman, de rostro permanentemente sonrojado y un cigarrillo pegado en el labio, le tendió a Green otro Club soda con un trocito de corteza de limón. El detective miró el interior del vaso y comentó:
—Te dije que no me apetecía la ceniza.
Riéndose entre dientes, el viejo camarero se quitó el cigarrillo de los labios y se inclinó hacia el detective para que este pudiera oírle.
—Debe de estar esperando a una dama —le dijo—. Si me lo hubiera dicho habría puesto vasos limpios. No es de mi incumbencia, pero hay que ver el tiempo que ha estado bebiendo Carrie Nations. Recuerdo que había noches, y de eso no hace mucho, en que se bebía un litro entero y se quedaba tan ancho, nadie hubiera podido notarlo excepto su madre y yo.
—Todavía no había llegado a este punto, Dennis —dijo Green dando empujoncitos al limón dentro del vaso—, pero me estaba acercando. No es de tu incumbencia pero la verdad es que mi viejo era un borrachuzo, y últimamente empezaba a verle a él cuando me miraba en el espejo, ¿entiendes?
—¡Caray! —dijo el camarero—. Hacía años que no oía esta palabra. En la comisaría Veintitrés había un capitán que era un verdadero borrachuzo, creo que Riordan aprendió el oficio bajo su mando. Pues verá, antes yo trabajaba en un restaurante económico a poca distancia de aquí y solía llevarle al capitán la comida o la cena, y siempre quería lo mismo. En una gran sopera me hacía poner patatas fritas y ensalada de tomate y cebolla, por si acaso aparecía el inspector, pero el plato principal iba en una tetera, y consistía en dos decilitros de whisky de centeno.
Green se echó a reír.
—Yo he hecho algo parecido con ciertas variaciones.
—El capitán se retiró —continuó el camarero— pero siguió apareciendo por el restaurante un par de veces por semana. Me pedía, hablando con cierto disimulo, «lo de siempre», sopera incluida. Decía que el olor de las patatas fritas le daba cuerpo a la bebida y la ensalada le daba clase. Pobre hombre, echaba de menos aquellos subterfugios. Todos los polis necesitan tener un poco de emoción extraoficial, ¿no le parece, Noah?
El barman dirigió la vista más allá de Green y saludó con una leve inclinación de cabeza a la joven pelirroja que había hecho su aparición detrás de Green. El detective se volvió.
Shannon Leahy llevaba una pila de periódicos y revistas.
—Es usted muy puntual —dijo la joven—, cosa que no puede decirse de mucha gente.
—Es como un reloj —dijo el camarero— y además es abstemio. Casi demasiado bueno para ser verdad.
—¿Sabes qué regalo voy a hacerte por Navidad? —dijo Green mirando al barman—. Trece denuncias por infracción.
—Mis más humildes excusas —contestó el camarero, y dirigiéndose al aparato de televisión subió el volumen del sonido.
Green condujo a la periodista a uno de los compartimientos del fondo del local. Leahy sacó un cigarrillo y dijo:
—Tengo una información que podría serle útil, pero quiero que me dé algo a cambio.
Green la miraba fijamente.
—Y lo quiero ahora —prosiguió la joven— porque puede dar resultado.
—A pesar de las cosas que digo —dijo Green—, no soy del todo inflexible en mi actitud hacia la prensa. Todo depende de la calidad de la información, que, claro está, tengo que oír antes de poder darle una respuesta.
Leahy encendió el cigarrillo y comentó:
—Sé que lo que dice es lógico, pero también puede ocurrir que me la juegue y que yo quede como una schmuck[**].
—Una mujer —dijo Green frunciendo el ceño— nunca debería emplear la palabra schmuck[***] al referirse a sí misma.
—¿Qué le parece shmegegge[*]? La shikseh[**] shmegegge[**]. Es que empecé trabajando bajo las órdenes de un redactor jefe de la sección «ciudad» que era judío y de la vieja escuela, de la escuela que propugna que todos los gentiles han nacido estúpidos. Sin embargo, como todo el mundo me dice que es usted un hombre de palabra, le diré lo que sé. Kathleen Ryan, que era como se llamaba hace unos seis años, trabajaba en el Journal como redactora interna. Estuvo allí más o menos durante un año, cosa que usted muy bien podría descubrir si no lo ha hecho ya. Se marchó de pronto sin decirle nada a nadie. Eso, la razón de su marcha, podría llevarle bastante tiempo descubrirlo.
»Por lo que he oído, porque yo entonces no estaba allí —continuó diciendo la periodista—, el ambiente en el diario era malísimo, cargado de veneno. Había cantidades de bandos y si pertenecías al bando equivocado o, peor aún, si no pertenecías a ninguno, no tenías modo de ascender. Kathleen quería trabajar como periodista de calle, lo deseaba con toda su alma, pues sabía, dado que su trabajo diario consistía en poner en solfa las notas que le entregaban los reporteros, que ella redactaba mucho mejor que la mayoría de ellos, y sabía también que muchas veces esos cabrones jodían los reportajes.
Green se sobresaltó e hizo una mueca de disgusto.
—¡Dios, qué anticuado es usted! —dijo ella soltando una carcajada—. Durante un tiempo Kathleen se dedicó a traer recortes del Washington Post y del Wall Street Journal y otros más para que vieran exactamente de qué modo estos habían redactado aquellas noticias, fuera equivocadamente o mucho mejor que nosotros. Pero nadie se lo agradecía, todo lo contrario.
»Finalmente se dedicó a formar parte del bando feminista, que era un grupo duro y malintencionado y por lo tanto eficiente. Los negros que trabajaban en el periódico eran demasiado pocos como para inquietar a la dirección, y no había ningún puertorriqueño. Pero las feministas tenían una red perfectamente organizada: las secretarias copiaban la correspondencia interior, la de más alto nivel, y las empleadas en el departamento de contabilidad sacaban copias de las hojas de pago de la nómina. ¡Y aún hay quien niega que según el sexo se cobra un sueldo distinto por el mismo trabajo! En nuestras oficinas de Washington los reporteros del sexo masculino cobran de seis a ocho mil dólares más al año que los del sexo femenino.
—¿Qué desean tomar? —Dennis, habiendo dejado que el otro camarero bregara solo con los clientes que estaban de pie ante la barra, apareció en el compartimiento.
—Un coñac, por favor —dijo Leahy.
—Lo mismo para mí —Green miró a Dennis—, y sin comentarios.
—Por lo que él dice, usted es abstemio —dijo la periodista con una sonrisa.
—Es un mentiroso incorregible. Siga —dijo Green.
—Así que la dirección, aterrada ante la posibilidad de que le pusieran una denuncia por infringir el artículo séptimo, comenzó a reparar sus omisiones. La mafia feminista se hizo muy poderosa y se puso a controlar los fichajes y los ascensos. A pesar de que era una solitaria, Kathleen intentó por todos los medios que la aceptaran en la hermandad, pero no se rebajaba a comer mierda. Lo siento. ¡Bueno, coño, yo no le digo cómo ha de hablar!
—Y yo no he dicho nada, ¡joder! —dijo Green.
—Bien, esa hermandad, la mafia, ponía en la lista negra a las mujeres a quienes, de uno u otro modo, consideraban poco comprometidas en la campaña de liberación femenina. Si una flirteaba con los hombres, o comentaba que seguía habiendo muy pocos negros en la plantilla del periódico, ya se podía despedir de un ascenso.
—¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Y una mierda me vas a decir tú si puedo o no puedo beber!
Aquellos bramidos provenían de un hombre corpulento que rondaba la cincuentena y que estaba agarrado a la barra como si esta se fuera a escapar rodando. Green levantó la vista, hizo ademán de ponerse en pie y se volvió a sentar.
De nuevo detrás del bar, Dennis, sin contestar, se inclinó y sacó de debajo de la barra un bate de béisbol. Vocalizando con claridad, le dijo al borracho:
—¿Dónde lo quiere, en el lado derecho, en el izquierdo o en plena nariz?
El hombre corpulento se enderezó lo mejor que pudo y avanzó con dificultad, haciendo eses, hacia la puerta. Antes de que saliera, el camarero le tiró a la espalda un puñado de monedas.
—Dennis no acepta las propinas de cualquiera —dijo Green—. Continúe.
—Los métodos que empleaba la hermandad le disgustaban a Kathleen. Al final lo dijo, y con ello firmó su propia condenación. Robin Feuerstein, que todavía está en el periódico y que era la guardiana de la ideología de la hermandad, le dijo a Kathleen que la obligarían a seguir toda la vida amarrada a su mesa de redactora de tercera. Y que ni siquiera allí iba a estar mucho tiempo porque estaban a punto de investigar su trabajo en busca de señales de sexismo y de otros crímenes parecidos contra las mujeres.
»En medio de la oficina —Leahy encendió otro cigarrillo— Kathleen le llamó cabrona a Robin (estoy citando sus palabras textuales, entiéndalo), y le dijo que era una zorra mandona que hacía las peores faltas de ortografía nunca vistas. Después Kathleen afirmó que las feministas del diario no tenían ni idea de lo que significaba el feminismo, que ser feminista no consistía en sentirse solidaria con otras feministas sino con las demás mujeres. Y se marchó para no volver.
Green miró a la joven y le dijo en tono sarcástico:
—Así usted cree que Robin, o una de las otras, que habían estado incubando odio durante todos esos años, finalmente se deshicieron de la traidora.
—Lo que creo —dijo Shannon Leahy con frialdad— es que lo que le he explicado puede echar alguna luz acerca del modo de ser de Kathleen y puede casar también con otras cosas, o tal vez no. Y ya puede darme las gracias
—Toma otro coñac —dijo Green, agitando dos dedos en dirección a Dennis—. Ha sido un reflejo inconsciente. Tengo la costumbre de darle poco valor a la información para no esperar demasiado de ella. A veces me equivoco. Pero estaba pensando en voz alta, y de veras te agradezco tus informes. Y si nos llevan a algún resultado positivo, intentaré que seas la primera en saberlo, aunque nuestro superior a menudo se empeña en organizar personalmente esta clase de detalles. ¿Te gusta el jazz?
Shannon Leahy le dirigió a Green una mirada burlona.
—No veo muy bien qué relación tiene, pero ya que lo preguntas, no sé mucho de jazz. Sin embargo, por lo general me gusta cuando lo oigo. ¿Por qué quieres saberlo?
—Quizá alguna noche podríamos escuchar jazz juntos —dijo Green con la vista clavada en su copa de coñac—. Es decir, si te apetece.
Shannon se retrepó en el asiento del reservado y miró al detective.
—Sí —dijo—, me apetece. Sólo que no me lo esperaba. Pero ¡qué demonios!, ¿qué sería la vida si no hubiera sorpresas?
—¿Quién más hay en el periódico —preguntó Green— que pudiera explicarme cosas de cuando Kathleen trabajaba allí?
—Deja que lo piense. —Shannon se había puesto el abrigo antes de que Green pudiera disponerse a ayudarla—. Ya te lo diré.
—¿Después de que hayas hablado con ellos?
—Sí. De todos modos, no creo que descubra nada más a través de los del diario.
—Eso nunca se sabe, ¿no crees? —dijo Green dándole vueltas a un puro en el interior de su bolsillo.