Green, a través de la ventana de la oficina general, contemplaba a los buenos ciudadanos que regresaban apresuradamente a sus hogares en el temprano crepúsculo invernal. Se repitió a sí mismo que no les tenía ninguna envidia.
—Creo que lo mejor será que empecemos a las siete y media —dijo McKibbon—. Habrán cenado, habrán visto el telediario y estarán mirando la película.
Su compañero hizo un movimiento de afirmación con la cabeza. Sonó el teléfono.
—Aquí Green.
—Connie quiere invitarle a una copa —dijo Crocker Whipple con su voz de suavidades de vainilla.
—¿Sólo has podido conseguir que me invitara a una copa?
—¡Caramba…! Si esa invitación significa muchísimo… —dijo Whipple—. Porque Connie no ha cambiado sus costumbres. Los machos sólo entran allí con un permiso especial, en el local, quiero decir.
—Muy bien. ¿Has encontrado algo acerca del viudo entre tus tristes gentes?
—Todavía nada, pero acabo de empezar a husmear. Seguiré en contacto con usted, encanto.
Green se dispuso a encender un cigarro.
—Procura que tus partes públicas no acaben tiradas en el rincón de los desperdicios —le dijo riendo a Whipple.
—Eso le hace gracia, ¿no? —dijo Whipple—. Pues cuando esté en el compartimiento contiguo, hágamelo saber.
Green colgó el teléfono con una sonrisa y se volvió a su compañero.
—Creo que tenemos una pista sobre Kathleen; Connie quiere verme.
McKibbon asintió con la cabeza.
—Bueno, eso cuadra. Aunque Kathleen no hubiera sido rara antes de casarse con el profesor, se habría vuelto así después de vivir un año con él.
El teléfono volvió a sonar.
—Green al habla.
—Soy Shannon Leahy, del Journal, ¿me recuerda?
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Es a la inversa, es posible que tenga una pista acerca del asesinato de la Ginsburg. No tiene que ver con su pasado ni el de su marido, pero puede serle útil a usted.
—Pensaba que los periodistas se negaban a actuar de brazo de la policía —no pudo evitar decir Green.
—Hubo un policía en mi familia —dijo ella—, pero váyase al cuerno.
—Espere, también creía que los periodistas tenían la respuesta siempre a punto pero sin tomarse las cosas tan en serio. Ahora tengo que salir, sin embargo podríamos vernos alrededor de las once y media, ¿no? En Rafferty’s, entre la Séptima avenida y la calle Veinticinco. Es un bar de ínfima categoría, de esos que tienen máquina de discos y televisor funcionando al mismo tiempo.
—Llevaré un ejemplar del periódico de la tarde.
—Oh, ya la conozco, nunca olvido una cara de peligroso atractivo. O un trasero —añadió, después de colgar.
—¿Qué has dicho? —dijo McKibbon mirándole
—Esa periodista del Journal, ¿cómo se llama, Leahy?, dice que es posible que sepa algo acerca de Kathleen. Dios se está portando bien con nosotros esta noche, lo que significa que mañana nos va a joder.
—Pero ahora te vas a ver a Connie, ¿no? —preguntó McKibbon
—Sí, antes de que ella cambie de parecer. Ya sabes que no le gusta nada hablar. ¿Podrás ocuparte del peinado de la zona?
—Claro. —McKibbon se recostó en su asiento—. Empiezo a sentir lástima de ese profesor, no es más que un pisher[*]. Si es cierto lo que sospechamos de Kathleen, va a quedar como un shmuck[*]. ¿Te los imaginas a los dos en la primera plana del Post? ASESINATO DE UNA LESBIANA, ESPOSA DE UN PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD DE NUEVA YORK. —McKibbon se permitió una breve sonrisa—. ¿Y dónde vamos a encontrarnos? —preguntó.
—Llámame a Rafferty’s —dijo Green—, alrededor de las once y media.
Un joven policía de paisano se acercó a la mesa de McKibbon. Iba perfectamente disfrazado de pordiosero con un mugriento abrigo de ropa liviana de cuyo bolsillo sobresalía una botella, mal disimulada dentro de una bolsa de papel.
—¡Eh! —les dijo señalando hacia el despacho del teniente Randazzo—. ¿Habéis visto el último?
Green y McKibbon se asomaron a la puerta, y en la pared del fondo, cubierta de fotos, placas y aforismos, vieron un papel enmarcado que llevaba las siguientes líneas escritas a máquina:
SI DIOS NO ESTUVIERA A FAVOR DE LA SEVERIDAD NOS HABRÍA DADO «LAS DIEZ SUGERENCIAS».
Green había esperado encontrar el habitual swing suave del piano y el contrabajo acompañando a la cantante delgada de ojos abstraídos y voz ronca cuya entonación, íntima, a Green siempre se la ponía dura, a pesar de saber lo que era la chica; o tal vez, ¿por qué no?, precisamente por saber lo que era. Sin embargo, esa noche Green oyó, a media manzana de distancia del local de Connie, los acentos duros, ásperos y clamorosos de un saxo tenor. Este lanzaba arpegios ascendentes y descendentes no del todo en armonía con los acordes del acompañamiento, y para cuando Green estuvo ya junto a la puerta, el saxo comenzó a destrozar la melodía de tal modo que el detective ya no supo qué melodía estaba interpretando. La joven que emitía aquellos sones desagradables y chirriantes parecía más pequeña que el instrumento. Tenía un aspecto frágil pero duro, los cabellos ensortijados en ricitos minúsculos y tocaba con los ojos cerrados y medio agachada como si se dispusiera a saltar con propósitos asesinos.
El bar de Connie era una habitación pequeña y cuadrada de luces tenues, cuyo rasgo más sobresaliente era una pulida barra de caoba rojiza que hacía juego con las dos camareras pelirrojas que la atendían. Connie estaba de pie junto a un extremo de la barra. Era una negra de piel muy oscura y de más de un metro ochenta de estatura, cuyo rostro de nariz aguileña parecía el mascarón de proa de un barco pirata.
—Te aseguro que echo de menos a Ben Webster —le gritó Green al oído.
Connie se echó a reír y le contestó:
—Y a Don Byas. De los que sabían sacar aquel sonido tan fuerte y puro ya sólo queda Lockjaw, y es mayor que nosotros.
La pieza llegó a su fin, y Green aplaudió con entusiasmo, contento de poder disfrutar de un descanso.
—Pero una ha de estar al día si quiere mantener el negocio —dijo Connie—. ¿Sigues tomando Cutty Sark? —preguntó mirando hacia la camarera.
—No, gracias. Tomaré un Club soda. He decidido dar buen ejemplo a los jóvenes del cuerpo de policía.
—¡Gilipollas! —Connie casi escupió esa palabra.
—¿Por qué dices esto? —dijo Green mientras miraba el ceñido trasero de la joven que con tal ferocidad había tocado el saxofón—. Muchos de ellos han recibido una instrucción más esmerada que nosotros.
—Son fríos como el hielo, Noah. Por lo menos los de tu generación tenéis cierto calor en la mirada, pero esos mierdosos carecen de expresión. Son como de otro planeta y para ellos los nativos de este lugar no somos humanos.
Green se rio y dijo:
—Son del planeta Long Island.
—Exacto —dijo Connie—. Viven en unas ciudades de mierda y cuando vienen aquí están deseando volver a su calle de las Lilas donde todos los vecinos son una copia exacta de sí mismos, unos seres borrosos. ¡Joder!, ¿cómo puedes tratar con semejantes tipos?
Green tomó un sorbo del Club soda.
—Bueno, habla ya, coño —dijo Connie poniendo un largo dedo en el brazo del detective.
—Kathleen Ryan Ginsburg.
—Pensé que no me lo ibas a preguntar nunca. Vamos. —Le indicó a Green que la siguiera hasta un pequeño despacho que había detrás del bar. Contenía dos sillas y una mesa de metal encima de la que había una columna de alta fidelidad. En las esquinas opuestas del despacho se veían dos viejos altavoces KLH y en el suelo había varios montones de discos.
—No suelo ser muy efusiva, Noah —prosiguió Connie cuando se hubieron sentado—, pero quiero que sepas lo mucho que te agradezco tu intervención ante los inspectores de la expendeduría de bebidas alcohólicas. ¡Coño!, no tenía idea de que aquella putilla tuviera catorce años. Hoy día ya no se puede saber la edad de las personas, por lo menos en esta ciudad. Ves a un bebé en un cochecito, y el cabrón ya está traficando.
—Háblame de Kathleen —dijo Green.
—Solía venir por aquí, más o menos una vez por semana. Venía de caza, y cuando se encaprichaba con una tía, ponía tal empeño que se la hubiera llevado a rastras. Era casi patético, y llegó un momento en que las clientes habituales hacían como que no la veían. Eso la ponía furiosa. Tenía el mismo temperamento que esa mala bestia que toca el saxofón. Uno toca como lo que es, y esa música lleva el sello de lo que es esa guarra. Es de Texas. Lo raro es que Lyndon Johnson no nos hiciera saltar a todos por los aires.
—Kathleen —dijo Green.
—Le prohibí volver por aquí —dijo Connie—, hace un mes. Porque cada vez que la veía entrar se me revolvían las tripas, y no tengo por qué sentirme mal en mi propio local. Si no, ¿para qué demonios sirve el capitalismo?
—¿Cómo se lo tomó?
—No volví a verla hasta que salió en los periódicos. Entonces me enteré de cómo se llamaba.
—¿Sabes lo que hacía fuera de tu local, antes o después de que le prohibieras la entrada?
Connie miró a Green.
—No tengo por qué informarte de lo que ocurre fuera de mi casa.
—No has leído la letra pequeña. —Green sacó un cigarro—. ¿Te importa?
—De veras que no sé nada —dijo Connie con frialdad.
—¿Estás protegiendo tu propio trasero o el de otra persona?
Connie sopló para ahuyentar el humo.
—Esta es una película muy vieja —dijo—. De verdad que no sé nada.
—Te lo preguntaré otra vez —dijo Green—, pero sólo una vez más. A menos que ya no te guste tu local.
—Intentó apalizar a dos de mis habituales, no aquí, pero esta es la razón por la que le prohibí la entrada.
—Necesito que me digas sus nombres.
—Esas mujeres no son capaces de matar a nadie.
—No me vengas con esas. Has vivido lo suficiente como para saber que no me lo voy a tragar. —Green se puso de pie.
—En mi vida he delatado a nadie —dijo Connie.
—Sobre todo si el difunto es blanco
—También he vivido lo suficiente para no creerme eso. Haz lo que tengas que hacer, coño.
—No se trata sólo de mí, guapa. El teniente Randazzo te va a mandar unos cuantos tipos que no saben distinguir a Ben Webster de Gordon Liddy. Querrán hablar con todas tus parroquianas y lo mirarán todo. Además —Green se apoyó contra la pared—, tú y yo sabemos que San Francisco es una ciudad muy difícil. Las personas como tú no pueden dejar Nueva York, a menos que quieran morir. Bueno, Connie, tal vez estés acabada, tal vez ya no tengas huevos para vivir en esta ciudad.
Connie se levantó y miró a Green desde su altura.
—Deja que hable con ellas primero. Te llamaré mañana.
—Y mañana ya habrán volado.
—No pienso comprometerme a nada más que eso, Noah. Arriésgate o ciérrame el local.
—¿Y mañana me darás sus nombres, te digan lo que te digan?
—Sí.
—Pero si esas tipas desaparecen, Connie, no te molestes en venir a abrir esto mañana. Y además tendré preparados otros cargos contra ti.
—Tenía que habérmelo imaginado —dijo ella—. Un poli judío es como un poli irlandés y como un poli negro, no es más que un poli.
—Espero que tengas razón —dijo Green—. ¿No consiste en eso la democracia?
De pie en la acera ante el bar de Connie, Green estaba mirando a un hombre muy gordo que, en el apartamento de enfrente, hacía ejercicio practicando la marcha sin moverse de sitio, cuando algo saltó sobre sus espaldas con tal fuerza que a Green se le doblaron las rodillas. Aquella cosa gruñía como un animal, y Green se llevó la mano a la pistola y volvió la cabeza, para encontrarse frente a los ojos burlones de Merle Haggard.
Se oyó un silbido, cuatro notas sacadas de un compás de White Line Fever, y el perro se alejó corriendo hacia un hombre alto que llevaba un estuche de violín y que estaba parado en la esquina.
—Te vas a quedar sin chucho, Bama —dijo Green acercándose al violinista—. Está muy bien divertirse, pero ya verás cómo alguno acaba cortándole el cuello.
Bama se echó a reír.
—No hay nadie que sea tan rápido, y de todos modos sólo lo lanzo sobre los amigos. Merle sabe que se trata de un juego.
—¿Y qué pasa si uno de tus amigos sufre del corazón?
—Lo siento, Noah, son cosas que hacía allá en el sur. Merle también lo siente.
El perro enseñó los dientes en un rictus repelente que a Green le recordó la sonrisa de Uriah Heep.
—Bama, los perros deben ir atados, sobre todo él.
—Es que me parece una crueldad no dejar que Merle corra por ahí un poco. De hecho sólo lo saco muy pronto o muy tarde, cuando casi no hay nadie en la calle. Y cuando lo saca a pasear Emma, siempre lo lleva atado.
—Emma me preocupa —dijo Green—, quedándose hasta tan tarde en esa librería.
—Emma no conoce el miedo, Noah. No hay modo de convencerla, lo he intentado. Es el tipo de persona que, si un día vinieran a bombardearnos con esa dichosa bomba H, subiría a la azotea para verla caer. Y lo que es peor aún, viaja sola en el metro a cualquier hora. Bueno, tengo que ir a hablar con un tipo sobre un bolo. Es un local de rock que se está decantando por el country. La verdad acaba triunfando siempre.
Bama hizo un gesto de adiós y se alejó, seguido de Merle Haggard. Sin embargo, este se detuvo un momento para volverse a mirar a Green, que le dirigió un suave gruñido.
Antes de eso, aquella misma tarde, en la calle bordeada de árboles donde vivían los Ginsburg y frente por frente a la escena del crimen, un chico se hallaba sentado en los escalones de una casa de ladrillo marrón. Era extremadamente delgado y tenía una espesa cabellera pelirroja. El chico estaba hojeando una pila de periódicos, de los cuales arrancaba de vez en cuando una historieta, y de repente levantó la vista, y clavó en McKibbon una mirada tan franca y escrutadora que el detective se sintió incómodo.
—¿Policía, no? —dijo el chico.
—¿Cómo has llegado a esta conclusión?
—Pues porque está aquí para un trabajo, y no va vestido de inspector de contadores ni de pintor, y además es demasiado tarde para eso.
McKibbon empezó a cargar su pipa.
—¿Cómo sabes que he venido a trabajar?
—Bueno —dijo el chico—, es que a los desconocidos que vienen a cenar o a tomar café después o a lo que sea, se les ve más relajados. Usted, en cambio, va preocupado por algo. Verá, yo soy periodista, bueno, estoy en prácticas en el Villager, y me gusta ejercitarme haciendo deducciones, observando a la gente y todo eso. Además —el tono agudo y pajaril de la voz del chico comenzaba a irritar a McKibbon—, hay muchas probabilidades de que sea un poli a causa de lo que le ha ocurrido a la señora Ginsburg. Ya vino otro esta mañana, pero me consta que a menudo el peinado del barrio no da resultado hasta la segunda o la tercera vez.
—¿Hablaste con el tipo que vino esta mañana?
—No —contestó el chico—. Lo vi subir las escaleras de la casa cuando yo iba camino del colegio. Me hubiera parado si no fuera porque tenía un examen a primera hora. Estoy acabando el bachillerato, ¿sabe?, y tengo que apretar. Luego, al salir del colegio me fui al periódico, y acabo de llegar de allí. Me alegro de que esté usted aquí, así no me perderé nada.
—Muy bien. —McKibbon se sentó en la escalera, en el peldaño inmediatamente superior al del chico—. ¿Conocías a la señora Ginsburg?
—Sólo de vista, nos saludábamos al pasar. Siempre tenía prisa.
—¿Recuerdas haber visto a gente entrando o saliendo de su casa?
—Apenas venía nadie, y se quedaban muy poco rato.
—¿Alguna vez la viste entrar o salir con alguien?
—No —dijo el chico—, ni siquiera con su marido. Cada uno de ellos salía solo y volvía a entrar solo. —El chico hizo una pausa—. Pero ayer noche sí que la vi con una persona, en realidad era más o menos la una de la madrugada. Estaban ahí en la calle, discutiendo, pero no entendí lo que decían. Sin embargo, aunque no hablaban en voz alta, era evidente que discutían.
—Esa persona, ¿era un hombre o una mujer?
El chico sacudió la cabeza.
—A veces es difícil saberlo, sobre todo en este barrio. Y además, estaban arrimados a la puerta de esa tienda de antigüedades. —El chico señaló hacia allá—. Yo tan sólo veía la espalda de la señora Ginsburg y un poco de… de la otra persona.
—Tómate el tiempo que quieras —dijo McKibbon— pero dime todo lo que viste.
—La otra persona tenía aproximadamente la misma altura que ella —dijo el chico—. No alcancé a verle la cara, y como hablaban en voz baja, aunque en tono vehemente, tampoco pude oírle la voz.
—Y esa persona, ¿cuándo se marchó?
—Poco después de que yo empezara a observarles. Se fue en dirección a la calle Hudson.
—¿Cómo iba vestida?
—Con una especie de abrigo. —El chico frunció el ceño—. ¡Vaya!, creí ser más competente. Recuerdo que era un abrigo y que se había subido el cuello. Hacía mucho frío.
—¿Era un abrigo de hombre o de mujer?
—Era ese tipo de prenda que tanto puede ser de hombre como de mujer. Lo siento, estoy avergonzado, de veras.
McKibbon le sonrió.
—No los mirabas con intención de grabártelos en la memoria, de modo que no debes sentirte avergonzado por nada. Tal vez si piensas un buen rato a solas podrás recordar algo más. ¿Qué hacías a aquellas horas en la calle?
El chico sonrió encantado.
—Fue una noche estupenda. Estaban rodando una película en la parte oeste del Village y los gays intentaron impedirlo. Seguro que lo habrá leído en los diarios. Había cantidades de polis y hubo algo de sangre, de hecho, mucha sangre. Ahí pasan muchísimas cosas.
—Ya, ya. ¿Y tus padres te dejan corretear a todas horas?
—Mi madre. Vivo solo con ella. Hemos hecho un trato: si saco buenas notas, no fumo marihuana y no me vuelvo gay, puedo hacer lo que se me antoje.
McKibbon encendió la pipa.
—Te dejaré mi tarjeta, y si recuerdas algo más no dudes en telefonearme. ¿Cómo te llamas?
—Adam, Adam Horowitz.
—Dime, Adam, ¿qué piensas del señor Ginsburg?
—Es una sabandija —dijo Adam Horowitz—. No es que sepa nada acerca de él, ni siquiera he hablado nunca con él, pero hay personas que se les ve en seguida que son unas sabandijas. Estoy convencido de que usted habrá conocido a no pocas.
—¿Por qué dices eso de él?
—Siempre pone una cara como si estuviera oliendo algo malo. Debe de ser él mismo el que huele mal. Está como amojamado, ¿sabe? He tenido algún profesor como él.
McKibbon subió las escaleras.
—Detective McKibbon —dijo el chico sacando del bolsillo de su chaqueta una libreta de notas larga y estrecha como la que usan los periodistas— ¿cree usted que en su departamento de policía sigue habiendo prejuicios?
McKibbon le lanzó una mirada sombría.
—En el departamento, todo el que tiene talento lo pasa mal, por lo tanto los negros son los que lo pasan peor. Pero eso, jovencito, lo digo off the record.
—¿Qué le parece si lo dejamos en según fuentes confidenciales?
—Muy bien, con tal que te lo haya dicho un detective desconocido, rubio y con cara de irlandés.