El perro, que un ciudadano apocado hubiera podido tomar por un lobo, era de color crema, tenía una mirada siniestra y orejas de demonio. Lanzó un gruñido de compromiso cuando el violinista abrió la puerta tan suavemente como pudo.
—Buenas noches, Merle Haggard —susurró Alabama Dixon con toda la autoridad que es posible expresar en un susurro. El perro le volvió la espalda, se dirigió a la cocina y allí se tumbó en el suelo en su rincón favorito, junto a los hornillos.
—Ya hay que decir «buenos días», Bama —contestó una voz desde el salón—. Hace rato que ha pasado la medianoche.
El músico era alto y flaco, tenía finos cabellos castaños, los ojos de un azul muy claro y un rostro que parecía tallado en madera. Entró en el salón, dejó la funda del violín sobre un asiento, y acercándose a Emma, que estaba arrellanada en una mecedora situada junto al ventanal, la besó en la cabeza.
—Ese muchachito hebreo que toca el banjo…
—Judío —dijo ella.
—Bueno, judío, ¿qué más da? Sea como sea, el cabrón no puede tener más de dieciséis años. Se puso a tocar con nosotros. No ha estado nunca en el Sur, no ha bajado más allá de Atlantic City, pero ¡Dios, cómo toca! Podría darle lecciones al mismo Earl Scruggs. De modo que después de la actuación nos fuimos a los dormitorios y seguimos tocando. El chaval conoce toda la música que ha sido grabada en disco, sabe más de Buell Kazee que yo mismo. ¿Te acuerdas de Steel A-Goinʼ Down?
Plantado delante de ella, Bama se puso a cantar con su voz aguda, que tenía un deje de soledad:
In the evenings burns a light soft and low
In that little shanty where I long to go.
Steel a-goin' down, and my hammer’s gettin’ heavy.
I’m a gettin' weary. I’m a goin’ home.
Emma sonrió y aprobó con la cabeza.
—¿Suena así la voz del chico?
—No, gracias a Dios. Ese chico judío tiene una voz que suena como si le persiguiera una jauría. Pero, coño, Emma, ¿cómo es posible que toque el banjo de un modo tan «sureño»?
—Ya nada es patrimonio de nadie, somos como una gran familia desastrosa. ¿Te apetece una copa, Bama?
—Claro, una bien grande, y no sólo eso.
—Lo sé, pero veo que estás rendido. No querrás quedarte dormido mientras hacemos el amor. Estaré todavía aquí cuando te despiertes, la tienda puede esperar.
Bama se dejó caer sobre la abigarrada manta india que cubría la cama.
—¿Qué ha ocurrido hoy? —Bama bostezó.
—Nada. Esta noche Noah pasó a verme. Bama, ese hombre tiene un vacío interior.
—Sí, y cada vez se le hace más grande. Pero él trata de tapárselo a su manera, porque por encima de todo lo demás, es un hombre que tiene su orgullo. Vaya, tiene más temple que mi padre.
—Tu padre —dijo Emma— estuvo emborrachándose hasta acabar consigo mismo.
—Sin embargo, nunca se quejó. Tenía muchas cosas que le roían las entrañas pero nunca se quejó ante nadie. Eso es lo que cuenta.
—¿Qué es lo que cuenta, Bama?
Pero el músico ya se había dormido.
Green oprimió con su grueso pulgar el botón del despertador al tiempo que salía pesadamente de la cama. El Daily News, que yacía sobre ella abierto por la página de las historietas, salió despedido y fue a reunirse en el suelo con los pantalones y los zapatos. Todavía vestido con los calzoncillos de la víspera, Green se encaminó al cuarto de baño, cerró la puerta y, después de examinar su rostro ajado de barbilla ridículamente pequeña y sus profundas ojeras surcadas de arrugas, le dijo a aquel otro yo que le miraba burlón: «Probablemente estará casada, seguro que está casada. Con ese cuerpo, esa sonrisa, y esa voz como la de Margaret Sullivan…, ¿por qué no va a estar casada? O bien estará divorciada y andará por ahí follándose a casi todos los periodistas de la ciudad, igual que una shikseh[*]. Te contagiará cualquier porquería. Y de cualquier modo, seguro que es antisemita. ¿Se llama Leahy, no? ¿Vo den?[*]».
Quince minutos más tarde Green salía del edificio de apartamentos situado en la parte alta de West Side. Vio las sillas de ruedas y comprobó la hora en su reloj de pulsera: las 8:40. ¡Qué puntualidad! Un chico delgado de unos veinte años hacía avanzar su silla de ruedas dándole impulso a las ruedas traseras; a su lado una muchacha regordeta, tal vez un año más joven, hacía lo mismo, iban charlando muy sonrientes, con los libros bien sujetos con una correa en el regazo. Todavía les quedaban por recorrer seis manzanas para llegar a la Universidad de Columbia. Las semanas en que a Green le tocaba el turno de noche y dormía por las mañanas, el inspector sentía mucho no verlos.
Mientras se dirigía al garaje, Green divisó, recortada sobre la vitrina de una papelería, la silueta espectral de un hombre encorvado que parecía ir escuchando una conversación fascinante. Tendría algo más de cuarenta años, aunque habría resultado difícil precisar cuántos más. Llevaba una chaqueta de pana de color marrón claro, una gorra de pana verde, una camisa rosa de Brooks Brothers muy abierta en el pecho, pantalones de grueso algodón de la misma marca, y sobre el hombro una raída bolsa verde para libros. Tenía los rasgos de un bebé, de un bebé bastante atractivo, pero muerto.
Green y el hombre no se saludaron, pero en lugar de continuar hacia el garaje, Green siguió al hombrecillo y lo vio entrar en un café cercano a la universidad. Green también entró, encontró un compartimiento libre en el fondo, y en seguida el gnomo apareció ante él. Ninguno de los dos dijo una palabra hasta que la camarera los hubo dejado solos después de tomar nota de sus pedidos.
El gnomo sonrió mostrando una dentadura perfecta de color púrpura pálido.
—Es usted el primero en ver este color —dijo—, el color número siete. En cuanto logre introducirlo en el mercado, esta mierda de país será todo sonrisas.
—¿Y tu polla qué, también hace juego?
Crocker Whipple se rio educadamente.
—Hay que ver lo anticuado que está, Noah. En mi ambiente eso se viene haciendo hace tiempo, ¿quiere verlo?
—No, gracias, estoy a régimen. ¿Sabes algo?
—Todavía no. Pero me imaginé que me pediría que escudriñara los recuerdos vivientes de Kathleen Ryan Ginsburg, y ya he empezado la investigación histórica.
La camarera trajo dos raciones de huevos con bacón, café para Green y té para Whipple. Cuando este le dedicó a la mujer una amplia sonrisa de agradecimiento, la camarera se llevó la mano a la garganta con un ademán de angustiada sorpresa.
—La próxima vez que venga aquí, guapa —le dijo Whipple regocijado—, te enseñaré la de jade. Es más discreta, pero le deja a uno pasmado.
La camarera se alejó a toda prisa y Whipple pinchó con el tenedor una loncha de bacón.
—Me ha llamado —le dijo a Green— porque quiere saber si la Ginsburg era lesbiana o no. ¿Cómo se le ha ocurrido esta idea tan sagaz?
—Por ninguna razón especial; porque a estas alturas todo el mundo parece ser marica o lesbiana, ¿no es así?
—¡Qué ocurrente es, de verdad! Seguro que la mayoría de la gente no conoce esta faceta suya, sólo se fija en su apariencia tan severa. ¡Ay!, Noah, esperemos que un día ya no tengamos que vemos de escondidas, que llegue el día en que podamos pasearnos cogidos del brazo por la Quinta Avenida.
—Mejor aún —dijo Green levantándose—, te llevaré conmigo a la shul[*] el próximo día de Yom Kippur[*].
Incluso cuando estaba sentado, el teniente Fortunato Randazzo parecía un jugador de fútbol americano dispuesto a saltar sobre su oponente para derribarlo. Era un hombre fuerte y grandote de unos cincuenta años, tenía espesos cabellos negros muy rizados, agudos ojos grises y unas manos siempre inquietas. Estaba examinando un fichero de los asesinatos por resolver, deteniéndose de vez en cuando para tomar unos caramelos ácidos que sacaba de un tarro de farmacia colocado sobre su mesa.
—Es un trozo de carne —dijo Randazzo deslizando una fotografía hacia Green y McKibbon—. No tiene cabeza ni brazos ni piernas. La corriente del Hudson podía haberlo empujado hasta Midtown North pero no, ¡qué va!, ha tenido que dejarlo aquí para joderme el parte de crímenes resueltos. Creo que prefiero enfrentarme al ataque de una pandilla, por lo menos puedo ver alguna cara.
—Pero salimos mejor parados si nos las habemos con un trozo de carne —dijo McKibbon.
—Dices eso —Randazzo se inclinó hacia ellos por encima de la mesa y hundió el dedo índice en el hombro de McKibbon— porque vosotros dos estáis empeñados en que esa clase de hispanos e italianos tiene poderes mágicos cuando se trata de cometer un asesinato. ¡Mierda!, esas monadas de los suburbios no desaparecen de la faz de la tierra una vez han cometido el crimen. Nos damos por vencidos demasiado de prisa. Os voy a enseñar cómo se hace, cabezotas. La próxima vez que esto ocurra, me ocuparé personalmente del caso. Sé cómo piensan esos tipos grasientos, crecí en medio de ellos. Lo mismo que tú —dijo mirando a McKibbon— sabes mejor que nosotros lo que piensan los negratas malos.
—Sí, señor —dijo McKibbon apretando la cazoleta de su pipa—. Cuando me vea ante un caso difícil, no tengo más que bucear en el inconsciente colectivo de mi raza.
—¡Me cago en…! —Randazzo pegó un puñetazo en la mesa—. No hago más que pensar en ese trozo de carne, sueño con él. Y el soplapollas que me hizo este regalito se está riendo de mí, se va a la cama tan contento riéndose de mí. ¿Sabéis cuál será mi último pensamiento cuando me llegue la hora final?
—El trozo de carne —dijo McKibbon con prontitud.
—¡No! —rugió Randazzo—. ¡No! Serán otros fracasos los que me amargarán los últimos segundos de vida, otros fracasos peores, como mi fracaso en capitanear e inspirar a mis hombres. Como lo que ocurre hoy, en la tarde siguiente al brutal asesinato de una mujer casada en su propio hogar, cuando dos de mis hombres, sentados en mi despacho, me dejan hablar y hablar sin decirme lo que ellos tendrían que decirme. No habéis conseguido nada, ¿no es verdad?
—No para poder arrestarle —dijo Green—, pero…
—No hay huellas en el cuchillo. —Randazzo golpeteó con los dedos en la superficie de la mesa—. No hay huellas en toda la casa, excepto las de Kathleen y el profesor, ¿verdad? Verdad. No hay marcas en las ventanas, que estaban cerradas, igual que la puerta. Sin embargo, la puerta principal no estaba cerrada. El profesor dice que la cerró con llave, pero también pudo haberla abierto. ¿Por qué os estoy diciendo todo esto?
—¿Cree que deberíamos haberlo arrestado? —dijo Green.
—El caso es vuestro —dijo Randazzo—, no mío.
—Ese hubiera llamado a un abogado —dijo Green, que acababa de descubrir unos caramelos y los miraba fijamente— y entonces se habría acabado mi interrogatorio. A ese pájaro hay que trabajarlo con cuidado.
Randazzo cogió un caramelo del tarro y se lo tiró con fuerza a Green, que lo agarró en el aire.
—Bueno, nunca sabremos si hubierais podido obtener una confesión inmediata. —El teniente blandió el puño ante la fotografía del torso—. Pero puede que tengáis razón, más os vale. —Miró a McKibbon—. ¿Qué hay acerca del peinado de la zona?
—Vinnie ha empezado esta mañana a eso de las ocho —contestó McKibbon— y todavía no hay nada. La mitad de los vecinos de esa calle, o bien se van a trabajar prontísimo o vuelven a casa a altas horas. Los demás dormían profundamente y no oyeron nada. Y no saben nada de los Ginsburg, que era una pareja muy poco sociable. Tan poco sociable que la gente del barrio apenas los vio nunca juntos. Noah y yo vamos a ir allí esta noche.
Randazzo le tendió el tarro medicinal a McKibbon que sacudió la cabeza.
—He comprobado los antecedentes del viudo. —McKibbon sacó la pipa—. Ha cumplido condena, pero sólo lo que dijo, dos años y once meses. Se negó a hacer el servicio militar, se negó a hacer un servicio civil sustitutivo, incluso hizo huelga de hambre una temporada. Pero luego el señor Ginsburg decidió que no tenía derecho a morir mientras el mundo estuviera en guerra e hicieran falta luchadores por la paz. No fue una decisión tomada mediante una votación entre sus compañeros de talego, pues de haberles escuchado, el señor Ginsburg no ocuparía nuestros pensamientos esta mañana.
—¿No lo querían los demás presos? —preguntó Randazzo.
—Sus compañeros pacifistas querían estrangularlo. Los tres con quienes he podido hablar no han sabido explicarme bien por qué. Dicen que tenían unas ganas enormes de estrangularlo. No me extraña demasiado, porque es un tipo viscoso.
—¿Y tú qué tienes que decirme? —preguntó Randazzo volviéndose hacia Green.
—He ido a escuchar la conferencia del profesor esta mañana. Nadie diría que ha habido una muerte en su familia. Luego me ha dado la lista de los amigos y conocidos de su mujer, una lista larguísima: siete. Dice que ella no vio a ninguno de ellos durante los últimos dos meses, pues no hacía más que trabajar, leer, ir a la biblioteca pública o discutir con él. Después el profesor se ha tenido que ir a dar una clase, pero él y yo vamos a vernos mucho a partir de ahora.
—Tal vez debieras matricularte —dijo Randazzo—, por si necesitas un titulo para encontrar otra clase de trabajo.
Green pasó por alto este consejo y le explicó al teniente la tarea que le había asignado a Crocker Whipple.
—Puede descubrir cosas que de manera legal no podemos.
Randazzo emitió un gruñido
—Gentuza. Odio tener que utilizar a maricones, no me gusta otorgarles ninguna clase de legitimidad.
—Es de fiar —dijo Green—. Nunca nos ha dado gato por liebre.
—¿Cómo lo sabes? —Randazzo se puso de pie para expresar con más fuerza sus sentimientos—. ¿Cómo puedes decir que un tipo que le da a otro por detrás es de fiar? Y otra cosa, Noah, cada vez que te entrevistes con ese maricón, lávate las manos antes de venir aquí, ¿entendido?
Randazzo se acercó a la ventana, se dio la vuelta y dijo:
—Señores, en circunstancias normales (términos que aquí resultan cómicos) puede que estéis iniciando la investigación de una manera más o menos correcta, pero yo no veo que os estéis rompiendo los cuernos ni en nombre de la difunta ni en el de vuestro amado jefe.
»¡Oídme! —Randazzo se había sentado de nuevo y se inclinó hacia ellos por encima de la mesa—. Este homicidio no se ha cometido en la avenida A. Esta señora ha sido hecha picadillo en una vecindad en la que residen por lo menos un par de jueces de la Corte de lo Criminal y un juez del Tribunal de Casación, además de una carretada de psiquiatras, escritores, abogados y yo qué sé más. Y donde el alcalde tiene todavía un apartamento.
»Este año podremos apuntarnos un setenta por ciento de casos resueltos, pero si no solucionamos este caso, dará lo mismo. Vamos a quedar como gilipollas, sobre todo yo, porque tanto la prensa como la municipalidad van a estar vigilando este caso sin perder de vista el calendario, ¿está claro?
El teniente miró a Green, y este dijo:
—Yo no pienso de este modo, y usted lo sabe.
—Me importa un carajo lo que pienses —dijo con calma Randazzo—. Y perdona. Tú tienes ideas igualitarias, crees que todos los cadáveres deben ser tratados por igual. Pero yo, dado el cargo que ocupo, tengo que bregar con el mundo real, y el mundo real me agarra por los huevos y me dice cuál es el orden de prioridades que tenemos que observar.
Sam McKibbon dio unos golpecitos a su pipa para vaciar la ceniza.
—Y esas prioridades nunca cambian de color, ¿verdad? —preguntó.
—¡Coño! —gritó Randazzo—. Si Kathleen Ryan Ginsburg fuera una shvartzeh[*] y hubiera sido asesinada en esa casa y esa vecindad, estaría diciendo exactamente lo mismo, joder. ¿Cuándo vais a aprender que lo único que importa es la clase social? No el color. Por supuesto, he usado la palabra shvartzeh[**] en sentido cariñoso.
—¡Vaya por Dios, teniente! —dijo McKibbon—, creo que esto último es verdad. Muy bien, voy a imaginarme que Kathleen es una shvartzeh[***] de clase alta.
—Y a ti, ¿qué es lo que va a motivarte? —Randazzo miró a Green.
—Ya se lo he dicho, yo no tomo parte en este juego, me rompo las pelotas por todos ellos. —Y Green salió del despacho.
—¿Qué demonios le preocupa? —preguntó Randazzo.
—¿Cómo quiere que un shvartzeh[****] sepa lo que les preocupa a ustedes?