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Un poco antes de medianoche, el detective pasó ante la librería Ferdinand Morton Memorial situada en la plaza Waverly de Greenwich Village. Miró a través de la ventana del largo y estrecho local y vio que la propietaria estaba sola. Era una mujer de raza negra, atlética y delgada, de ojos grandes y profundos. Ella le saludó agitando la mano.

Green abrió la puerta, se acercó al mostrador y la mujer le besó en la mejilla.

—Es muy tarde, Emma —dijo Green—, te estás arriesgando demasiado.

—Nadie atraca una librería, Noah —dijo ella con una sonrisa—. Nuestros delincuentes son lo bastante listos para no perder el tiempo aquí, sobre todo habiendo una tienda de bebidas dos puertas más allá.

Green lanzó un suspiro.

—A lo peor eres tú quien les interesa. No sólo de pan viven los ladrones. Pero no he venido a discutir contigo. Sólo conozco a dos personas más tozudas que tú: el teniente y ese palurdo con el que consientes vivir.

—Sólo me quedo hasta tan tarde cuando Bama tiene un bolo. Me encuentro muy sola en casa sin otra compañía que la de ese perro tan mal bicho, ese Merle Haggard. Lo odio con toda mi alma.

Green se echó a reír.

—¿Por qué no te compras en su lugar un perro negro y le llamas Coleman Hawkins? ¿Y esta noche dónde anda el palurdo con la charanga?

—En un colegio mayor de Jersey.

—Muchas de esas jovencitas se lo comerán con los ojos.

Emma se desperezó y Green apartó la vista de aquel cuerpo fuerte y esbelto, tan flexible.

—Pues ya ves, Noah —dijo ella—, esta es la única preocupación que yo no tengo.

—Te equivocas si crees que aquí no corres peligro quedándote sola por la noche, o a cualquier hora. —Green contempló la mesa cubierta de volúmenes procedentes de restos de edición—. Pero tienes razón acerca de lo otro. En mi vida he visto dos personas tan bien avenidas como tú y Bama. Pero, sea como sea, hazme un favor, cierra ya la tienda.

—Media hora más —dijo Emma—. Tengo que acabar la lista para los próximos envíos. Me parece que hay un Chester Himes que tú todavía no tienes.

—Guárdamelo.

—¿No quieres saber el título?

—Si ya lo tengo, se lo regalaré a Sam por Navidad. Nunca ha leído nada de Himes, ¿puedes creerlo? Escucha, de ahora en adelante, por lo menos tráete a ese Merle Haggard a la tienda.

Emma se echó a reír.

—Si trajera a ese monstruo aquí, nadie se atrevería a entrar. Vamos, Noah, tú eres quien debería dejar el trabajo e irte a casa.

—Estoy nervioso, eso me ocurre algunas noches. Si me fuera a casa, volvería a salir en seguida.

—Ya, ya —dijo la propietaria de la librería.

Observó a Green mientras este salía, y vio cómo una vez en la calle se detenía a mirar un nuevo libro de John Coltrane expuesto en el escaparate. Luego Green le dijo adiós con la mano y se fue calle abajo.

Emma meneó la cabeza. «Noah, tan grande y que parece tan fuerte. Hasta que le miras a los ojos, los ojos más tristes que he visto en mi vida. Y no sólo tristes sino hambrientos, deseosos de una mujer que nunca apareció y que nunca aparecerá. Como mi padre, siempre esperando a alguien o algo pero sin saber exactamente qué. Desde luego no era a mi madre».

Emma le sacó la lengua a la lista de los próximos envíos. Espera. Miró hacia afuera, hacia la noche. «Si algo le pasara a Bama, Noah tal vez se decidiría. Le llevaría mucho tiempo pero seguramente trataría de intimar conmigo. ¿Qué haría yo entonces? Dejarle con las ganas, creo, o quizá no».

Ocurrió el lunes siguiente. Alguien telefoneó a las tres de la madrugada. Era el marido. Dijo que se había ido a acostar temprano, que no había oído nada pero que se levantó para ir al cuarto de baño y al ver que la luz seguía encendida en la cocina, entró y allí en el suelo había…

—He aquí nuestro próximo cliente —dijo McKibbon mirando por la ventanilla del coche—. Una de las ventajas que tenemos es que no nos hace falta andar por ahí buscando nuevos asuntos.

Green soltó un gruñido y el coche entró en una calle corta y estrecha del West Village. Frente a una casa de ladrillo marrón había un policía de uniforme y media docena de personas más.

—¡Mierda! —exclamó Green—. ¡Ya han llegado los periodistas!

—El difunto debe de ser de raza blanca —apostilló su compañero.

Green salió del coche con el ceño fruncido y McKibbon se acercó al policía. Una periodista alta y pelirroja se adelantó situándose frente a Green.

—Inspector Green —dijo.

—¿Cómo sabe que soy el inspector Green? —preguntó él a pesar de que había reconocido perfectamente aquel radiante rostro de irlandesa y aquel cuerpo esbelto.

—¿Acaso no lo es? —dijo ella con acento divertido—. Porque mi información proviene de fuentes por lo general muy fiables.

Green echó una mirada al policía que estaba hablando con McKibbon.

—Desconfíe de las fuentes que llevan pistola. ¿Cómo se ha enterado de este caso?

Shannon Leahy sonrió.

—Gracias a Guglielmo.

—¿Qué? ¿Quién?

—Guglielmo Marconi.

—Ya, pero la radio no sería nada si no contara con David Sarnoff.

Green se alejó de ella y subió los escalones en pos de McKibbon.

—Le estaremos esperando, inspector Green —dijo la periodista en tono alegre.

Green se volvió.

—No pierdan el tiempo. Nunca hago declaraciones a la prensa hasta que el delincuente ha sido sentenciado. ¿Entendido, jovencita?

Shannon esperó hasta que él hubo subido los escalones.

—Oiga, Noah —dijo—, no me llame jovencita, mi nombre es Leahy, Shannon Leahy, del Journal. No se le olvide.

La puerta de la casa estaba entornada, y mientras entraban por ella, McKibbon le dijo a Green:

—Después de los jueces, los más cabrones son los periodistas. Por lo menos los jueces están quietecitos.

—Podré con ella —dijo Green.

—¿Qué quieres decir con eso?

En la enorme e impoluta cocina, brillantemente iluminada, sólo se veía el cadáver, y a un policía de uniforme con las manos en los bolsillos.

McKibbon inclinó la cabeza en señal de aprobación, y le dijo al policía, un tipo de cabello negro y bigote gris:

—¿Dónde ha aprendido usted eso?

—Del teniente Riordan cuando estaba en esta comisaría. «Métanse las manos en los bolsillos hasta que llegue el inspector —solía decir—, así estarán seguros de no tocar nada».

—¿Cómo han podido entrar? —preguntó Green con brusquedad.

—El marido me ha abierto, cuando he llamado a la puerta con los nudillos. Dice que no estaba cerrada, aunque él mismo la cerró antes de irse a la cama. La he dejado entornada para que ustedes pudieran entrar sin tener que tocar el pomo.

—Y a nosotros el bendito teniente nos habría dicho —McKibbon recitó con voz suave mirando de reojo a Green—: «Tomen nota no sólo de lo que vean sino de lo que no vean pero que debiera encontrarse allí». Como por ejemplo…

—Dejemos de lado el catecismo —dijo Green en tono áspero.

Contempló el cadáver desde el umbral. Era el cuerpo de una mujer bien conservada y atlética de unos cuarenta años, que debía de medir algo más de un metro sesenta de altura y que tenía el cabello tan negro como el de una india. Estaba echada sobre el costado derecho y de su espalda sobresalía el mango de hueso de un cuchillo, hundido casi hasta la empuñadura. Presentaba muchas otras heridas, en la cara, el cuello, el pecho, en los muslos y en las nalgas.

Avanzando con cuidado para no pisar la sangre, McKibbon se arrodilló y observó aquel trabajo de artesanía hecho con pasión.

—Quienquiera que haya sido el asesino —dijo—, parece haberle tomado gusto a la faena.

Se inclinó sobre el cuerpo para examinar los antebrazos, las palmas y los dedos de la víctima, que no mostraban ningún corte.

—La ausencia de heridas en las manos —dijo levantándose— demuestra que no trató de defenderse.

—¿Dónde coño están los chicos encargados de examinar el lugar del crimen? —preguntó Green al policía de uniforme.

—En seguida vendrán. Primero tenían que ir a otro sitio, ya sabe la cantidad de trabajo que tienen. El marido quiere hablar con usted.

—Pero ¿está en condiciones de hablar?

—No hace otra cosa —respondió el policía—. La verdad es que no se puede decir que esté muy afligido, pero el teniente Riordan solía decirnos que no se puede deducir gran cosa de las reacciones de los familiares y allegados. Para ellos todavía no es un hecho real, ¿sabe?

Green le dirigió una mirada furibunda.

—¿Por qué no se saca las manos de los bolsillos y se las mete en la boca? ¡Las dos!

—Me llamo Burton Ginsburg.

El viudo era un hombre alto y delgado de cabello rojizo. Le tendió la mano a McKibbon, luego a Green y de pronto se interrumpió mirando el cadáver. Hizo un gesto como si fuera a tocarlo, retiró el brazo y vomitó en el suelo.

—Les pido disculpas —dijo Ginsburg—. Voy a buscar unas servilletas de papel.

—No. —Green sacudió la cabeza al tiempo que se volvía—. A lo mejor toca algo que podría constituir una prueba. ¿Podemos ir a otra habitación?

Ginsburg les condujo a un pequeño estudio cuyas cuatro paredes estaban cubiertas hasta el techo de estantes repletos de libros. Green observó que los volúmenes guardaban una alineación tan perfecta que resultaba deprimente. Al mirar por la ventana vio cómo Shannon Leahy le saludaba con la mano en un ademán que tanto podía ser amistoso como burlón. Green no le devolvió el saludo.

—Perdone nuestra intrusión —comenzó Green.

—No se preocupe —dijo el viudo—. Lo que ha ocurrido ahí dentro…, bueno, de hecho no lo he visto como algo real hasta hace un momento.

McKibbon emitió un sonido, que esperó pudiera interpretarse como una tos. Green empezó el interrogatorio, y su compañero, al oír unas voces procedentes de la puerta de entrada, se levantó.

—Quiero fotos de todo —dijo Green—, del techo, de todo. Fotos claras, ¿de acuerdo?

—¡Hombre! —dijo McKibbon al salir— y yo que creía que eras partidario de la acción directa.

Los Ginsburg llevaban casados casi seis años. El marido era profesor adjunto de lengua inglesa en la Universidad de Nueva York. Kathleen Ryan Ginsburg realizaba trabajos editoriales por su cuenta y trabajaba también por horas como redactora y a veces como mecanógrafa.

—Esta mañana Kathleen tenía que entregar un manuscrito —dijo el profesor—, una novela muy larga. Cuando alrededor de las doce de la noche me fui a acostar, todavía le quedaba mucho que pasar a máquina.

—¿Trabajaba a menudo hasta tan tarde? —preguntó Green.

—Era un ave nocturna, generalmente trabajaba toda la noche. Yo no soy así. Además, a menudo le encargaban trabajos urgentes.

—¿Dónde solía trabajar?

—En la cocina. Decía que allí había mejor luz que en todo el resto de la casa.

—¿Bebía?

—Café, a todas horas.

—¿Se le ocurre quién puede haberla matado?

El profesor pareció sobresaltarse.

—Ni siquiera he pensado en eso. Un ladrón, supongo, ¿quién si no? Desde luego, no puede haber sido nadie que conozcamos.

Green sacó un puro y lo encendió.

—No se lo tome a mal, pero… ¿ustedes se llevaban bien?

Ginsburg miró fijamente el cigarro.

—¡Oh! —exclamó Green—, ¿le molesta que fume?

—Me temo que sí. En esta casa procuramos que nadie fume, el humo nos pone malos. Es casi lo único en que estábamos de acuerdo.

Green aplastó el puro para apagarlo.

—De todos modos acabará enterándose —dijo el profesor—, así que se lo voy a decir. Ella me despreciaba, decía que yo era débil porque soy pacífico y estoy en contra de la violencia. Lo estoy de verdad, y no sólo en teoría: durante la Segunda Guerra Mundial serví tres años en calidad de objetor de conciencia por motivos no religiosos. Kathleen decía que la no violencia era la manera de ocultar la cobardía tras una cortina de encaje. También decía, con una expresión muy suya, que era no tener cojones. A veces me daba un puñetazo en el estómago con todas sus fuerzas.

—¿Y usted nunca reaccionó violentamente?

—Nunca. Si le pusiera la mano encima a alguien, mi vida entera sería una mentira. También disentíamos en otras cosas: soy vegetariano y ella no; Kathleen pensaba que el psicoanálisis es una estupidez y yo he estado en tratamiento psicoanalítico; le encantaba la música country y yo no puedo soportar esos gimoteos empalagosos.

—¿Y en la cama? —preguntó suavemente Green.

—No creo que deba contestar a esta pregunta.

—Bueno.

—No hemos hecho el amor en los últimos cuatro años más o menos.

—¿Y por qué seguían viviendo juntos?

—Puede que usted no lo entienda, pero resulta que nos queríamos.

—No es la primera vez que me encuentro con un matrimonio de estas características, tanto en las novelas como en la vida real.

McKibbon volvió a entrar.

—Es un buen equipo —dijo—. Les he explicado lo que queremos y de paso he echado un vistazo por ahí. La puerta trasera tiene corrido el cerrojo y las ventanas están bien cerradas. No hay señales de que nadie haya intentado forzar la entrada, ni siquiera en la puerta principal.

—Bueno, a la vista de eso, supongo que ahora me recitarán mis derechos —dijo Ginsburg mirando a Green.

—No, señor. Dejando a un lado el lugar común de que todo el mundo es sospechoso, de momento, lo que se dice un sospechoso, no tenemos ninguno.

—En este caso —Ginsburg se levantó y siguió hablando con la misma calma de antes—, preferiría contestar mañana al resto de sus preguntas. Tendré la mente más despejada, pues, aunque pensaba que podría sobrellevar bien esta situación, estaba equivocado. —Le dio a Green su número de teléfono de la universidad.

—¿Va a ir a dar clase mañana?

—Tengo mis obligaciones.

Green también se puso de pie.

—Gracias, profesor. Oh, para mañana, ¿podría hacerme una lista, por escrito, de todos los amigos y conocidos de su mujer, incluidos los que ambos tenían en común? Escriba también la clase de relación que les unía, y añada toda la información que pueda acerca de todos ellos, incluyendo su dirección y número de teléfono.

—No será muy larga —dijo Ginsburg—, no frecuentábamos a mucha gente.

—Muy bien. Sólo buscamos a una persona.

En el coche, McKibbon emitió una tosecilla de aviso al ver que Green se disponía a encender un puro.

—Mierda —dijo su compañero—, ¿de veras pretendes que mantenga esa promesa?

—Coño, todo el departamento sabe que Noah Green nunca falta a su palabra. Y todos los soplones del municipio lo saben también.

—¿Qué piensas del caso? —Green volvió a guardarse las cerillas en el bolsillo.

—Demasiado sencillo, joder. Nadie ha forzado la entrada, y el marido nos cuenta lo mal que iba su matrimonio. Lo único que falta es su confesión. No me gusta.

—Por otra parte, podría haber sido él.

—Eso en el fondo no lo crees, por instinto.

—No. —Green se sentía muy cansado—. Pero sé desde hace mucho tiempo que no debo fiarme de mi instinto, porque puede que trabaje en favor del enemigo.

—Oye, ¿qué vamos a decirle al teniente? —preguntó McKibbon alisándose el bigote.

—De momento, le diremos que el profesor es el sospechoso número uno, pero que no tenemos pruebas suficientes para arrestarlo y que, además, es el clásico tipo que se delata a sí mismo en cuanto le haces creer que está libre de sospecha. Y además es verdad.

—Bueno, díselo tú, Noah, cuando yo no esté delante. —McKibbon paró el coche ante un semáforo en rojo—. Oye, a la mujer también la golpearon en la parte de atrás de la cabeza, todavía no saben con qué. Pero eso no fue lo que la mató.

—Ya lo sé —dijo Green masticando el cigarro sin encender—. La he visto. ¿Es posible que un revientapisos apuñale a alguien de ese modo?

—Sí, si está loco. ¿Crees que, por el hecho de no ser atracadores, los revientapisos no pueden estar chalados?