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Era el veranillo de San Martín y ya se había hecho de noche. Shannon Leahy bajaba las escaleras del metro mientras iba conversando mentalmente con su redactor jefe sin que llegaran a ponerse de acuerdo, como si la conversación tuviese lugar en la realidad.

«¡Eso no es una noticia! ¡Que en un bar hayan decidido de pronto añadir música de jazz y baile a nadie le importa un pito!».

En su imaginación, la chica vio aquella cara lisa, impenetrable y negra que le decía: «Bueno, si no está a la altura, señorita Comosellame, le daré el reportaje a otro».

Shannon estaba a punto de decirle —cosa que no había hecho media hora antes— «¡Al cuerno!» cuando el redactor jefe desapareció y ella se dio cuenta de que en las escaleras, demasiado pegado a ella, se hallaba un jugador de baloncesto o el descendiente de un rey watusi.

Sintió un dolor agudo cuando la cadenita de oro se le clavó en el cuello a modo de despedida ¡y ya está! Cadenita y watusi se largaron; el negro bajó corriendo hasta el pie de las escaleras y allí se dio la vuelta para mirarla y dedicarle una última sonrisa. Y esta vez se fue de verdad.

Frotándose el cuello, Shannon abrió la boca para gritar… y la cerró de nuevo. «¿Te das cuenta? Me siento demasiado avergonzada para gritar. “Cielos, guapa, no debería llevar joyas por la calle, ni siquiera una baratija como esta, oiga”. Lo sé, lo sé. Lo tengo merecido, es mi culpa, lo reconozco. No me extraña que el cabrón me sonriera. Dios mío, en qué sitio estoy viviendo».

Se tocó allí donde debía estar la cadena, para asegurarse de que ya no la tenía. Y vio la cabeza negra del ratero que se alejaba, como si careciera de cuerpo, por la plataforma del metro. Ella podría abalanzarse tras sus huellas y arrebatarle la cadena, pero primero tenía que comprar la ficha que le permitiría entrar.

—¿Es usted de la comisaría? —preguntó el portero de rostro picado de viruelas que recogía las entradas en el Baked Alaska. Este era un club del Soho situado en una planta baja, con todas las ventanas pintadas de negro, sobre las cuales se destacaba un letrero fluorescente amarillo que tenía la forma de ese postre tan dulce que daba nombre al local.

—¿Qué demonios le hace pensar que soy policía? —dijo Noah Green, un hombre alto y fornido con cara de San Bernardo falto de ejercicio que llevaba el pelo castaño cortado muy corto. El detective Green se veía a sí mismo recorriendo la ciudad tan silenciosamente como La Sombra.

—¿Sabe cómo los reconozco? —Al puertorriqueño se le acababa de ocurrir la razón de su clarividencia y estaba encantado de que un policía fuese el primero en compartir su descubrimiento—. ¿Sabe cómo los reconozco? Pues porque un hombre que puede matar legalmente camina de un modo distinto, por eso le he descubierto a usted.

—Fantástico —Green le entregó la entrada—, pero se equivoca. Soy un detective privado de Cleveland y estoy aquí siguiendo un caso, haciendo un trabajito… aunque tal vez pueda hacer dos, capullo.

El puertorriqueño ahogó una risita.

—Lo que usted diga, capitán, pero se podía haber ahorrado el dinero.

Dentro, las paredes estaban recubiertas de espejos, la barra del bar, de cuero blanco, giraba lentamente y aún más lentamente giraba una enorme lámpara de cristal que bañaba a los bailarines con sus luces cambiantes de tonos enfermizos. A Green le entraron ganas de vomitar.

Se sacó un dibujo del bolsillo: el rostro delgado y un tanto oriental de un negro de unos treinta años o poco más. Contempló el retrato, miró los rostros reflejados en el espejo opuesto al bar y, como la música le estaba traspasando el cerebro, sacudió la cabeza para librarse de ella.

«Malditos retratos hechos de memoria. En esta ciudad debe de haber dos millones de personas que se parecen a esta cucaracha. Salió corriendo de la tienda de comestibles, ¿no? Y entonces una ciudadana lo vio desde la ventana, situada en el piso duodécimo del edificio de enfrente, y otra persona lo vio correr y doblar la esquina. ¿Pero qué es lo que vieron? ¿Qué pudieron ver? Y si me llevo al tipo equivocado guiándome por este carajo de dibujo, seré el idiota del año. ¡Joder, Green!, ¿cómo has podido fallar? Si tenías la maldita reproducción…».

Green se metió el papel en el bolsillo y avanzó a lo largo de los bordes de la pista de baile, tratando de encontrar al asesino del retrato. Iba sacudiendo la cabeza: aquel trompetista negro sorprendentemente joven le estaba trastornando.

«Ese hijo de puta sabe tocar». Green se detuvo y encendió un cigarro, mientras observaba al chaval desgarbado que, con los ojos cerrados y el rostro inexpresivo, emprendía la melodía de Tin Tin Deo, alcanzando cima tras cima de intensidades sonoras con su entonación fuerte y clara y una cadencia arrolladora como la marea.

Green se había puesto la mano junto a la oreja para oírlo mejor, pero de pronto se dio la vuelta al advertir que los bailarines se apartaban empujándose unos a otros y dejaban libre un espacio en el que dos hombres se hacían frente con una tensión mortal. Ambos tendrían veintitantos años y ambos empuñaban una navaja. La música seguía sonando; sin embargo, el trompetista, aún con el rostro inexpresivo, tenía los ojos abiertos y fijos en las navajas, mientras emitía arpegios cada vez más agudos.

Green arremetió con su corpachón contra la muchedumbre y vio, justo en el centro del espacio libre, a una mujer alta y esbelta de larga melena pelirroja, que iba escribiendo casi mecánicamente en su libreta de apuntes.

—¡Atrás, joder, atrás! —le gritó Green apartándola de un empujón mientras sacaba su pistola.

Los dos hombres, un puertorriqueño y un negro, dejaron caer sus navajas, y el puertorriqueño dijo en tono apaciguador:

—Vamos, hombre, si sólo es un espectáculo, unos trucos que sabemos.

—Pues os voy a proporcionar una habitación donde ensayar —dijo el detective, al tiempo que les empujaba hacia la salida.

—Oiga usted —le increpó una irritada voz femenina a sus espaldas—, tenga cuidado con lo que hace. Podía haberme roto algo con ese empujón. Yo ya le había oído, no hacía falta que me pusiera las manos encima.

La chica de la libreta de apuntes le sonreía. «Veintitantos años —pensó Green—, o quizá más de treinta. Tiene una bonita cara de irlandesa, muy sincera, de esas de las que uno no se puede fiar». Ella le tendió un carnet de periodista.

—Usted tiene que hacer su trabajo, y yo el mío.

—Pero eso no le da derecho a hacerse matar —dijo Green— o a obstaculizar la labor de un policía.

—¿Y cuál de las dos cosas está más castigada? —preguntó.

A Green el cigarro apagado que aún llevaba entre los labios le impidió contestarle. Pasó junto a ella y empujó al negro de la riña en dirección a la puerta.

—¿Qué, poli, la chica se te ha enfadado? —dijo el otro detenido.

Green tiró el cigarro al suelo.

—Andando —gruñó—. Seguid andando los dos, y con la boca cerrada.

—No nos puede hacer nada —dijo el negro—. Toda esa gente nos está viendo, saben que no tenemos huellas de golpes ni heridas. Si alguien nos apaliza después de que salgamos de aquí, habrá sido usted.

—Todo el mundo es muy listo en esta ciudad —dijo Green como dirigiéndose a aquella atmósfera contaminada— así que no entiendo por qué a veces se meten en la mierda hasta el cuello. Y a ti —continuó con dulzura dirigiéndose al negro—, ¿te gustaría que te rompiera la cara?

El negro hizo una mueca y no respondió palabra.

Después de haber entregado a los dos combatientes, silenciosos como tumbas, a los policías de uniforme que estaban de servicio en el primer piso de la comisaría, Green pasó frente a un letrero que rezaba: «Los casos de corrupción pueden denunciarse al subdirector de la policía, teléfono 348-9200, apartado de correos 217, Brooklyn, N.Y. 11201», y subió un tramo de escaleras para entrar en una habitación grande y cuadrada en la que resonaban las voces de los detectives llamándose unos a otros por teléfono.

El compañero de Green, un detective negro, alto y huesudo que rondaba los cuarenta años, con un poblado bigote y expresión obstinada, estaba sentado en la esquina de una mesa situada junto a la puerta.

—No he podido encontrarlo, Sam —dijo Green dejándose caer pesadamente en la butaca detrás de la mesa—. Suponiendo que estuviera allí. Ha surgido un espectáculo fuera de programa: dos cabrones jugando con navajas.

—¿Los has llevado abajo? —preguntó Sam McKibbon.

—Sí. Sería estupendo devolverles las navajas, encerrarlos en un cuarto, y con la ayuda de Dios…

McKibbon sonrió.

—Ya sé. Así unas gentes que todavía no han nacido se evitarían muchos problemas que seguramente iban a tener, con esos padres. Es una idea muy buena; si yo mandara aquí, te premiaría con un ascenso. —Se puso de pie—. Noah, creo que hemos dado con el tipo del dibujo que hemos estado llevando en el bolsillo. No se parece en nada al retrato, de modo que me imagino que estamos en la buena pista.

—Espera un momento. —Green sacó un cigarro—. ¿Cómo y cuándo ha sido eso?

—Tu amiguito, Domingo, llamó alrededor de las nueve. Al principio no quería hablar conmigo, decía que te llamaría más tarde. Desde luego, ese soplón te tiene verdadero cariño, no se acuesta más que contigo. Pero le dije que tú y yo éramos como hermanos y que además, si me colgaba el teléfono, mañana estaría desayunando en Rikers Island, y le pregunté si se acordaba del sabor que tiene la mierda. —McKibbon sacó una pipa y, con mucha calma, la llenó con el tabaco procedente de una bolsa azul de Edgeworth casi vacía—. Domingo —continuó— tiene el nombre del implicado en los homicidios de la bodega, y tiene también la dirección. Dice que ese es el que lo hizo, el tipo que golpeó al viejo en la cabeza, y que cuando su parienta gritó le disparó a ella en la boca y pasó por encima de su cuerpo para limpiar el dinero de la caja. ¡Pam, bang!, gracias, señora.

Green meneó la cabeza.

—Nuestra bolsa de basura de la semana.

—No lo sé —dijo McKibbon—, todavía quedan tres días. Sea como sea, Domingo dice que no sabe nada de los otros dos que entraron con esa rata en la bodega, pero que está seguro acerca de este individuo. No lo ha visto nunca, pero sabe que ha sido cosa suya.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó Green mirando a su compañero.

—Información especial, pero no quiere decir de dónde la ha sacado. Domingo dice que aunque nos pasáramos una noche entera aplastándole las pelotas, no nos lo diría porque no quiere tener que andar por ahí sin lengua. Dice que eso es muy duro para un puertorriqueño.

Green se frotó la nariz.

—No tenemos nada más en qué basarnos que lo que un soplón ha dicho por teléfono —Green sonrió—. Me parece que ya he oído antes esta canción, entonada quizá por un tal Pajarito o algo por el estilo.

—¡Ah! —comentó McKibbon mientras observaba un anillo de humo completamente redondo que se elevaba de su pipa—, pero es que se trata del soplón más veraz, leal, trabajador, si no valeroso, del Oeste. Tú mismo lo has dicho, no una sino varias veces.

—Sí —Green dio unos golpecitos en la mesa—, Domingo es un caso aparte. Pero, oye, ¿dices que el tipo que Domingo ha denunciado está aquí?

—En el despacho del teniente —dijo McKibbon—, leyendo las recomendaciones que llenan la pared de nuestro jefe. Los expedientes de Randazzo, con el propio Fortunato Randazzo en el papel de protagonista.

—¿Cómo demonios arrestaste a Stubblefield? ¿Acusándole de cruzar con el semáforo en rojo?

—Hombre, Noah —McKibbon golpeó la pipa para vaciarla de ceniza—, el señor Stubblefield no está detenido. Ha venido aquí por invitación mía, como buen ciudadano, para declarar voluntariamente todo lo que pueda saber con respecto al infortunado suceso de anoche en la tienda de comestibles. Como de momento lo único con que cuento es con lo que tu amigo Domingo me ha dicho por teléfono, sólo me queda apelar a la conciencia cívica del señor Stubblefield, pero no se le acusa de nada.

Green lanzó un gruñido.

—¿Le habéis dicho a Stubblefield que no está detenido?

—Lo ha preguntado —respondió McKibbon—, ¿qué podía decirle? La verdad, o algo muy parecido. Si acudimos a un juez con lo que sabemos, no querrá ni escucharnos, ¿no es cierto?, de modo que le he dicho a Stubblefield que no está bajo sospecha. Por consiguiente, como no está bajo sospecha y desde luego no está detenido, no necesita abogado y no tenemos por qué leerle sus malditos derechos.

—Vaya —dijo Green—, menos mal que la Corte Suprema no se lanza a investigar por ahí. ¿Y por qué ha acudido Stubblefield, aunque sea «voluntariamente»?

—Está en libertad condicional —dijo McKibbon—. Nada le gustaría tanto como cooperar con nosotros, pero es que no tiene ni puta idea. Eso es lo que me ha dicho, de modo que ahora todo depende de nuestro maestro interrogador. Si no puedes sacarle nada, tendremos que mandarle a casa. Pero si esta noche haces un trabajo muy fino, más adelante ningún abogado podrá echarnos en cara el hecho de que esta alma atormentada (que podía haberse marchado cuando le hubiera dado la gana) haya querido desahogarse confesando su culpa y contándonos cómo a la señora le desapareció la nariz de un disparo mientras los sesos del marido yacían esparcidos sobre los plátanos. Hoy aún no he podido leer el Boletín Jurídico, pero creo que una confesión sigue siendo válida si es cierto que se ha hecho por propia voluntad; y esta es tu especialidad, Noah.

Noah se dispuso a fumar otro cigarro

—¿Quién está al corriente de la llamada de Domingo?

—Sólo tú, yo y Domingo.

—¿El cuarto está preparado?

—Sí, señor —dijo McKibbon—. Sólo hemos colocado las dos sillas, sin nada entre tú y él que os separe, como dos enamorados.

—Bueno, la cosa funciona según el mismo principio —Green encendió el cigarro—, por eso se le llama «pasar por la piedra».

Era un cuarto pequeño, contiguo a las dependencias, mucho más amplias, del teniente Randazzo. Las paredes, al igual que las de la habitación exterior destinada a la brigada, estaban pintadas de color verde pálido y no tenían ventanas.

Stubblefield aparentaba tener unos cuarenta y cinco años, era bajo y fuerte, y tenía la piel del color del café, una cara redonda y el cabello ralo y muy tieso. Llevaba un traje marrón oscuro con camisa amarilla y corbata verde. Stubblefield trató de recostarse en el respaldo de la silla de acero inoxidable, luego se puso a juguetear con un botón de su americana y finalmente, después de inspirar profundamente, se irguió y clavó la mirada en Green.

No sabía nada acerca de los asesinatos, sólo se había enterado de lo ocurrido al leerlo en el New York Post. Nunca había puesto los pies en la bodega, que distaba diez manzanas de su casa. Y no comprendía por qué la policía pensaba que podía saber algo sobre el caso.

—¿Qué haces para ganarte la vida? —le preguntó Green en tono afable.

—Trabajo en una tienda de discos, la Jazz Gallery.

—Ah, ya la conozco. ¿Has oído el nuevo disco de Sonny Rollins?

Stubblefield afirmó con la cabeza, y dijo:

—Cat siempre es muy atrevido, esa es una de las razones por las que le admiro. Quiero decir que eso está muy bien en su clase de trabajo.

—Lo mismo hacía Miles.

Comentaron la trayectoria desigual de Miles Davis, después pasaron a hablar de Clifford Brown, y ya comparaban los estilos de Betty Carter y Sarah Vaughan cuando, de pronto, Stubblefield dijo:

—Oiga, eso no nos lleva a ninguna parte. Le estoy oyendo pensar. Ustedes, los polis, estudian a fondo a los delincuentes pero no se imaginan que algunos delincuentes también les estudian a ustedes. Aunque yo soy un exdelincuente.

Green le ofreció un cigarro, pero Stubblefield lo rechazó.

—Tienes un expediente muy largo y nutrido.

—Pero sin ningún acto violento, ¿no? Bueno, a lo que iba: según Inbau y Reid en su obra Interrogatorios y confesiones en criminología, «Conviene hacerle al sujeto preguntas inocuas que no guarden relación alguna con el tema que se investiga. Por lo general, el sujeto responde a tales preguntas, y poco a poco el examinador podrá comenzar a hacerle preguntas relativas al crimen».

—¡Estupendo! —exclamó Green—. Antes de que te vayas, me apuntaré el nombre de este libro.

—Escuche —dijo Stubblefield—, no me interesa en absoluto hacerle enfadar, lo único que quiero es ahorrarnos tiempo a los dos. No sé nada acerca de esos asesinatos; no sé quién les ha dicho que yo podría andar mezclado en ellos ni por qué se lo ha dicho. Tal vez sea un antiguo amigo del mundillo que cree que me debe algo. Pero usted no va a decirme quién me ha acusado, y no me lo dirá porque no tiene nada en qué basarse para detenerme, si no ya lo habría hecho. Por lo tanto, ¿qué puedo decirle? Que si me entero de alguna cosa, se lo haré saber. Usted no se lo creerá, pero ahora debo tratar de averiguar lo que ha ocurrido porque alguien quiere colgarme el muerto a mí. De modo que ¿puedo irme a casa o llamo a mi abogado?

Green se puso de pie.

—Te creo —le dijo—, aunque tu cerebro trabaja tan de prisa que te imaginas que te estoy tendiendo una trampa. Pero a medida que nos vayamos conociendo, Frank, habrá menos desconfianza entre nosotros, o por lo menos más respeto. Aquí está mi tarjeta, para cuando quieras llamarme.

El exdelincuente se sacó del bolsillo una cartera de piel negra y guardó en ella la tarjeta. Luego levantó la vista y le dijo a Green:

—Es mía, la he pagado.

Green le acompañó hasta las escaleras bajo la mirada impasible de McKibbon. Una vez de vuelta en el cuarto de la brigada, Green le dijo a su compañero:

—He fallado. De todos modos, no creo que él lo haya hecho, pero no he podido sacarle nada. A lo mejor es que he estado trabajando demasiado.

—¿No has podido con él, eh?

—Sam, ese listillo se ha puesto a analizar la táctica que empleo, me ha descrito lo que yo estaba haciendo, y el muy cabrón tenía razón.

McKibbon trató de contener la risa.

—Si te prometo no contárselo al teniente, ¿me prometes no fumar estos cigarros apestosos en el coche? Uno tiene que tener la cabeza clara al llegar al lugar del crimen.

—Ese es el problema —dijo Green dejándose caer en una silla—, que mi cabeza no funciona como antes. No puedo concentrarme en lo que hago, o algo por el estilo.

—Si me perdonas la ordinariez —dijo McKibbon poniendo los pies encima de la mesa—, un hombre no puede estar tanto tiempo sin follar como tú has estado, sin que se le nublen las ideas.

Green mordió su cigarro.

—Era mucho peor cuando estaba casado.

Al salir de la comisaría, Stubblefield notó en la cara el frío de la noche de diciembre. Se detuvo y miró a un lado y otro de la calle, y al ver que estaba vacía, se acercó a un coche de policía que estaba aparcado enfrente y escupió en el parabrisas.