14

Antes de atravesar el océano fue con Hedvika al mar. Era una isla abandonada con unas cuantas aldeas pequeñísimas, prados en los que pastaban ovejas holgazanas y un hotel en una playa privada. Cada uno alquiló una habitación.

Llamó a la puerta. Desde las profundidades de su apartamento la voz de ella lo invitaba a pasar. Cuando entró no vio a nadie.

—Estoy meando —le anunció desde el cuarto de baño cuya puerta estaba entreabierta.

Esto ya lo conocía. Podía tener en su casa un montón de invitados y, sin embargo, anunciaba tranquilamente que iba a mear y hablaba con todos a través de la puerta entreabierta del váter. No era ni coquetería ni impudicia. Al contrario: era la negación absoluta de la coquetería y de la impudicia.

Hedvika no reconocía las tradiciones que pesan sobre el hombre como una carga. Se negaba a admitir que una cara desnuda fuese púdica y un culo desnudo impúdico. No entendía que el líquido salado que gotea de nuestros ojos fuese altamente poético y que el líquido que sale de nuestra barriga tuviese que dar asco. Todo eso le parecía tonto, artificial, insensato y se comportaba respecto a ello igual que un niño rebelde se comporta respecto al reglamento de un internado católico.

Cuando salió del baño le sonrió a Jan y se dejó besar en las dos mejillas:

—¿Vamos a la playa?

Él estuvo de acuerdo.

—La ropa déjala aquí —le dijo y se quitó la bata, quedando desnuda.

Jan siempre había considerado un tanto fuera de lo común desnudarse delante de los demás y veía casi con envidia a Hedvika que se movía en su desnudez como si estuviese puesto un cómodo vestido casero. Incluso se movía con mucha mayor naturalidad que si estuviese vestida, como si al quitarse la ropa se quitase también el difícil sino de la mujer y se convirtiese simplemente en una persona, sin distinciones sexuales. Como si el sexo estuviese en el vestido y la desnudez fuese un estado sensualmente neutral.

Salieron después por la escalera hasta la playa donde, en grupos, se sentaban, paseaban y se bañaban otras personas desnudas: madres desnudas con hijos desnudos, abuelitas desnudas con nietecitos desnudos, jóvenes desnudos y viejos desnudos. Había muchísimos senos femeninos de las más diversas formas, bonitos, menos bonitos, feos, enormes y arrugados. Jan comprobaba con tristeza que los senos viejos no se sumaban a los jóvenes sino los jóvenes a los viejos y que todos juntos eran igualmente raros e insignificantes.

Y de nuevo se le ocurrió esa confusa y misteriosa imagen de la frontera. Le pareció que estaba precisamente encima de ella, que la traspasaba. Y lo invadió una especial tristeza y de aquella tristeza como de una niebla surgió una idea aún más extraña: recordó que los judíos iban a las cámaras de gas de los campos de concentración de Hitler en masa y desnudos. No entendía muy bien por qué esa imagen aparecía con tal imperiosidad y qué es lo que quería decirle. Quizás que los judíos estaban también en aquel momento del otro lado de la frontera y que, por lo tanto, el uniforme de la gente al otro lado es la desnudez. Que la desnudez es una mortaja.

La tristeza que invadía a Jan al ver los cuerpos desnudos en la playa era cada vez más insoportable. Dijo:

—Es curioso, estos cuerpos desnudos alrededor…

Ella asintió:

—Sí. Y lo más curioso es que todos esos cuerpos son bellos. Fíjate que hasta los cuerpos viejos y los cuerpos enfermos son bellos si son sólo cuerpos, cuerpos sin vestiduras. Son bellos como la naturaleza. Un árbol viejo no es menos hermoso que uno joven y un león enfermo sigue siendo el rey de los animales. La fealdad humana es la fealdad de los vestidos.

Nunca se habían entendido con Hedvika y, sin embargo, siempre estaban de acuerdo. Cada uno se explicaba el sentido de las palabras del otro a su manera y había entre ellos una maravillosa armonía. Una maravillosa solidaridad basada en la incomprensión. Aquello era para él algo sabido y casi encontraba en ello satisfacción.

Iban despacio por la playa, la arena bajo los pies quemaba, en medio del ruido del mar se oía el balido de un cordero y bajo las ramas de un olivo una oveja sucia mordisqueaba un islote de yerba reseca. Jan se acordó de Dafnis. Está acostado, aturdido por la desnudez del cuerpo de Cloe, está excitado pero no sabe qué es lo que esa excitación le ofrece, de modo que la excitación es infinita e insaciable, inabarcable e inmensa. Su corazón estaba oprimido por una nostalgia inmensa y quería volver junto a aquel muchacho. Volver a sus propios comienzos, volver a los comienzos de la gente, volver a los comienzos del amor. Deseaba el deseo. Deseaba la aceleración del corazón. Deseaba acostarse junto a Cloe y no saber qué es el amor físico. No saber lo que es el placer. Convertirse en mera excitación, prolongada y misteriosa, incomprensible y milagrosa excitación del hombre sobre el cuerpo de la mujer. Y dijo en voz alta: «¡Dafnis!».

La oveja mordisqueaba el pasto reseco y él repitió una vez más, con un suspiro: «Dafnis, Dafnis…».

—¿Llamas a Dafnis?

—Sí —dijo—, llamo a Dafnis.

—Eso está bien —dijo Hedvika—, tenemos que llegar hasta él, llegar a donde el hombre todavía no está tullido por el cristianismo. ¿Eso es lo que pensabas?

—Sí —dijo Jan, pese a que pensaba en algo muy diferente.

—Allí podría haber aún algún pequeño paraíso de naturalidad —prosiguió—. Ovejas y pastores. Gente que forme parte de la naturaleza. Libertad para los sentidos. Eso es para ti Dafnis ¿no?

Una vez más le confirmó que eso era precisamente lo que pensaba y Hedvika dijo:

—¡Sí, tienes razón, ésta es la isla de Dafnis!

Y como le gustaba desarrollar su asentimiento mutuo basado en la incomprensión, añadió:

—Y el hotel en el que vivimos debería llamarse: Al otro lado.

—Sí —asintió entusiasmada Hedvika—. ¡Al otro lado de este mundo inhumano en el que nos mantiene prisioneros la civilización!

Se acercaron a ellos algunos grupos de gente desnuda, Hedvika les presentó a Jan. Aquellas gentes le daban la mano, se inclinaban en señal de saludo, le explicaban cuáles eran sus títulos académicos y le decían que estaban encantados de conocerle. Luego charlaron sobre algunos temas: la temperatura del agua, la hipocresía de la sociedad que estropea el alma y el cuerpo y las bellezas de la isla.

Con respecto al último tema Hedvika apuntó:

—Jan acaba de decir que es la isla de Dafnis. Creo que es exacto.

Todos estaban entusiasmados con la idea y un hombre con una barriga enorme siguió desarrollando el tema, afirmando que la civilización occidental está a punto de desaparecer y que la humanidad por fin se librará de la carga del pensamiento judeo-cristiano. Decía frases que Jan ya había oído diez veces, veinte veces, treinta veces, cien veces, quinientas veces, mil veces y al cabo de un rato parecía como si aquel rincón de la playa fuese el aula magna de una universidad. El hombre hablaba, los demás lo escuchaban con interés y sus sexos desnudos miraban tristes, indolentes y aburridos a la arena amarilla.