13

En la casa de Bárbara había unas veinte personas. Todos estaban sentados en el gran salón, en el sofá, en sillones o en el suelo. En medio, seguida con escasa atención por las miradas de los presentes, se contoneaba y se revolvía una chica que, según le habían dicho, acababa de llegar de una ciudad de provincias.

Bárbara estaba sentada en un amplio sillón de peluche:

—¿No estás tardando demasiado? —dijo mirando con severidad a la chica.

La chica le dirigió una mirada e hizo un movimiento con los hombros como si señalase así a todos los presentes y se quejase de su falta de interés y de concentración. Pero la severidad de la mirada de Bárbara no dejaba lugar a la muda disculpa y la chica, sin dejar de hacer sus movimientos inexpresivos e incomprensibles, comenzó a desabrocharse los botones de la blusa.

A partir de ese momento Bárbara no volvió a mirarla y se dedicó sólo a ir observando uno tras otro a los presentes que, al encontrarse con sus ojos, dejaban de charlar y dirigían obedientes la vista a la chica que se desnudaba. Después se arremangó la falda, se puso la mano entre las piernas y volvió a mirar imperativamente a todos los rincones del salón como si estuviese dirigiendo un ejercicio gimnástico y al mismo tiempo vigilase atentamente que todos los gimnastas la seguían.

Finalmente las cosas cogieron su ritmo propio, lento pero seguro, la chica de provincias hacía tiempo que estaba desnuda, abrazada a uno de los hombres y los demás se repartieron por las demás habitaciones. Pero Bárbara estaba en todas partes, siempre en vela e infinitamente exigente. No soportaba que los invitados se repartieran por parejas y se escondieran, cada una en un rincón. Ahora se dirigía irritada a una chica a la que Jan tenía cogida del hombro:

—Si quieres ligar con él, ve a su casa. Aquí estás en sociedad —y la cogió de la mano y se la llevó a la habitación de al lado.

Jan se encontró con la mirada de un joven simpático y calvo que estaba sentado a poca distancia y observaba la intervención de Bárbara. Se sonrieron. El calvo se acercó a Jan y Jan le dijo:

—El mariscal Bárbara.

El calvo se sonrió y le dijo:

—Es una entrenadora que nos entrena para la gran olimpiada.

Miraron los dos a Bárbara y observaron lo que hacía.

Se agachó hacia un hombre y una mujer que estaban haciendo el amor, metió su cabeza entre las de ellos y besó a la mujer en los labios. El hombre, lleno de respeto por Bárbara, se separó de su acompañante, suponiendo probablemente que Bárbara la quería para ella sola. Bárbara abrazó a la mujer, la atrajo hacia sí, de modo que las dos estaban tumbadas de costado, pegadas la una a la otra y el hombre, humilde y respetuosamente, de pie sobre ellas. Bárbara, sin dejar de besar a la mujer, levantó la mano y describió con ella un círculo en el aire. El hombre comprendió que se dirigía a él, pero no sabía si le ordenaba que se quedase o que se alejara. Observaba nervioso la mano, cuyo movimiento era cada vez más enérgico e impaciente. Por fin Bárbara separó su boca de los labios de la mujer y expresó su deseo en voz alta. El hombre asintió, volvió a tumbarse en el suelo y se arrimó desde atrás a la mujer, que estaba ahora entre él y Bárbara.

—Todos nosotros somos personajes de un sueño de Bárbara —dijo Jan.

—Si —respondió el calvo—: Pero no acaba de funcionar como debiera. Bárbara es como un relojero que tiene que empujar él mismo las agujas de su reloj.

En cuanto consiguió situar así al mencionado hombre, perdió de pronto el interés por la mujer a la que había estado besando apasionadamente un rato antes, se incorporó y se dirigió a una pareja de amantes muy jóvenes que se abrazaban nerviosos en un rincón del salón. Estaban desvestidos sólo a medias y el muchacho intentaba cubrir con su cuerpo a la chica. Como los actores de ópera que abren la boca pero no cantan y mueven absurdamente los brazos para fingir una animada conversación, ellos también se esforzaban en lo posible por dar a entender que estaban totalmente absorbidos el uno por el otro, con el propósito de no llamar la atención y quedar a salvo del interés de los demás.

Bárbara no se dejó engañar por su juego, se arrodilló junto a ellos, se entretuvo acariciando el cabello de los dos y les dijo algo. Después se fue a la habitación contigua y volvió de inmediato acompañada por tres hombres completamente desnudos. Se arrodilló de nuevo junto a los dos amantes, cogió entre sus manos la cabeza del joven y se puso a besarla. Los tres hombres desnudos, dirigidos por las consignas silenciosas de su mirada, se inclinaron hacia la chica y le quitaron el resto de sus vestidos.

—Cuando esto termine, habrá una reunión —dijo el calvo—. Bárbara nos convocará a todos, nos pondrá en semicírculo alrededor de ella, se pondrá delante de nosotros, se colocará las gafas y analizará lo que hemos hecho bien y lo que hemos hecho mal, elogiará a los aplicados y reconvendrá a los escaqueantes.

Los dos amantes tímidos repartieron por fin sus cuerpos con los demás. Bárbara se levantó de junto a ellos y se dirigió a los dos hombres. Le sonrió brevemente a Jan y se acercó al calvo. Casi al mismo tiempo la provinciana que había comenzado la velada desnudándose tocó suavemente a Jan. Éste pensó que, al fin de cuentas, el reloj de Bárbara no funcionaba tan mal.

La provinciana se dedicó a él con gran esmero, pero los ojos de Jan se dirigían al lado contrario de la habitación, hacia el calvo, de cuyo pene se ocupaba la mano de Bárbara. Las dos parejas estaban en la misma situación. Las mujeres agachadas se ocupaban del mismo modo de la misma cosa y parecían dos laboriosas jardineras inclinadas sobre el surco. Parecía como si una de las dos parejas fuese sólo la imagen de la otra en el espejo. Los ojos de los dos hombres se encontraron y Jan vio que el cuerpo del calvo temblaba de risa. Y como estaban unidos tal como lo está una cosa con su imagen en el espejo, si uno temblaba tenía que temblar el otro. Jan dobló la cabeza para que la chica que estaba con él no se sintiese ofendida. Pero la imagen en el espejo le atraía irremisiblemente. Miró nuevamente hacia ella y vio los ojos del calvo desorbitados de risa contenida. Estaban unidos por lo menos por una comunicación telepática quíntuple. No sólo sabían lo que pensaba el otro sino que hasta sabían que los dos lo sabían. Volvían a sus cabezas todas las comparaciones que un rato atrás habían hecho sobre Bárbara y se les ocurrían otras. Se miraban y al mismo tiempo evitaban ambos la mirada del otro, porque sabían que con su risa eran tan culpables de profanación como si se echaran a reír en la iglesia en el momento en que el cura levanta la hostia. Pero en cuanto a los dos se les ocurrió esta comparación tuvieron aún más ganas de reírse. Eran demasiado débiles. La risa era más fuerte. Sus cuerpos se estremecían inconteniblemente.

Bárbara miró a la cara de su compañero. El calvo se rindió y se echo a reír sin tapujos. Como si intuyese dónde estaba el origen del mal, se volvió hacia Jan. La provinciana estaba en ese preciso momento susurrándole:

—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

Pero ya estaba Bárbara a su lado chillándole:

—¡No creas que me vas a convertir esto en el entierro de Passer!

—No le enfades —sonrió Jan y las lágrimas le corrían por la cara. Bárbara le pidió que se marchase.