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¿Por qué le vuelve una y otra vez esa imagen de la frontera?
Piensa que es porque se va haciendo viejo: las cosas se repiten y con cada repetición pierden parte de su sentido. O, mejor dicho, pierden gota a gota su fuerza vital, que presupone automáticamente el sentido, sin planteárselo como interrogante. La frontera significa por lo tanto para Jan la medida de la máxima repetitividad tolerable.
Una vez fue a ver una obra de teatro en la que un cómico muy inteligente, sin previo aviso y en medio de la acción, empezó a contar sumamente concentrado: uno, dos, tres, cuatro… pronunciaba cada uno de los números como con un gran esfuerzo mental, como si se le escapasen y él los buscase en el espacio circundante: cinco, seis, siete, ocho… Al llegar a quince el público empezó a reírse y cuando llegó, despacio y cada vez más pensativo, hasta cien, los espectadores se caían de las butacas.
En otra obra, el mismo cómico se sentaba al piano y empezaba a tocar con la mano izquierda el acompañamiento de un vals: ta ra ra. La mano derecha la tenía suelta a lo largo del cuerpo, no sonaba ninguna melodía y seguía el mismo ta ra ra, y él miraba al público como si aquel acompañamiento de vals fuese una música maravillosa, capaz de enternecer y digna de aplauso y entusiasmo. Siguió tocando, veinte veces, treinta, cincuenta, cien veces el mismo ta ra ra y la gente se ahogaba de risa.
Sí, cuando se traspasa la frontera suena la risa fatal. ¿Pero si se va aún más allá, más allá de la risa?
Jan se imagina que los dioses griegos participaban en un principio apasionadamente de las historias de los hombres. Después permanecían ya en el Olimpo, miraban hacia abajo y se reían. Y hoy hace ya tiempo que están dormidos.
Sin embargo creo que Jan se equivoca si cree que la frontera es una raya que en determinado sitio cruza la vida humana, que señala por lo tanto una ruptura en el tiempo, un determinado instante en el reloj de la vida humana. No. Por el contrario, estoy seguro de que la frontera está siempre con nosotros, independientemente del tiempo y de nuestra edad; es omnipresente, aunque en determinadas circunstancias es más visible y en otras menos.
La mujer a la que Jan quiso tanto tenía razón cuando le dijo que lo que la mantenía con vida era sólo el hilo de una tela de araña. Basta con tan poco, el leve soplo de una brisa, las cosas cambian un poquito de sitio y aquello por lo cual el hombre había estado dispuesto hasta hace un momento a dar su vida, aparece de pronto como un contrasentido sin contenido alguno.
Jan tenía amigos que habían abandonado como él su antigua patria y que habían dedicado todo su tiempo a la lucha por su libertad perdida. Todos ellos han conocido ya esa sensación de que el lazo que los une con su tierra es sólo una ilusión y que sólo por una cierta inercia del destino siguen estando dispuestos a morir por algo que ya no les importa en absoluto. Todos conocían esa sensación y al mismo tiempo tenían miedo de conocerla, volvían la cabeza para no ver la frontera y no resbalar (atraídos por el vértigo como si los atrajera un abismo) hacia el otro lado, donde el idioma de su nación torturada suena ya como algo tan desprovisto de sentido como el piar de los pájaros.
Si Jan ha definido para sí mismo a la frontera como la medida de la máxima reiteratividad tolerable, me veo obligado a corregirle: La frontera no es producto de la reiteración. La reiteración es sólo uno de los modos de hacer que la frontera se haga visible. La línea de la frontera está cubierta de polvo y la reiteración es como el movimiento de una mano que quita ese polvo.
Me gustaría recordarle a Jan esta interesante experiencia de su infancia: tenía entonces unos trece años. Se hablaba de los seres que viven en otros planetas. Y él jugaba con la idea de que esos seres extraterrestres estuvieran provistos de mayor número de órganos eróticos que el hombre, habitante de la tierra.
Él, un niño de trece años, que se excitaba en secreto mirando una fotografía robada de una bailarina desnuda, llegó a tener la sensación de que una mujer terrestre, provista de un pubis y dos pechos, un triángulo excesivamente simple, es en realidad eróticamente pobre. Soñaba con seres que tenían en el cuerpo, en lugar de ese mísero triángulo, diez o veinte sitios eróticos y le proporcionaban a los ojos una excitación completamente inagotable.
Quiero decir con esto que, aun en el medio del prolongadísimo camino de su virginidad, sabía ya lo que es estar aburrido del cuerpo femenino. Antes aún de conocer el placer llegó, con la sola imaginación, hasta el fin de la excitación. Supo que no era inagotable.
Vivió por lo tanto desde su misma infancia a la vista de esa frontera secreta más allá de la cual un seno femenino es una simple bola blanda que cuelga del pecho. La frontera fue su sino desde el comienzo. El Jan de trece años, que deseaba que hubiera otros sitios eróticos en el cuerpo de la mujer, sabía de la existencia de la frontera no menos que el Jan treinta años mayor.