10

Se enteró de que el estado de salud de Passer era cada vez peor. Vivía a base de inyecciones de morfina y sólo estaba plenamente lúcido un par de horas al día. Fue en tren a verlo al lejano sanatorio, reprochándose haberlo visitado tan poco. Al verlo se asustó un poco porque Passer había envejecido notablemente. Unos cuantos cabellos plateados señalaban sobre su cráneo la misma curva erguida que hace tiempo marcaban sus cabellos castaños y casi tupidos. Su cara no era más que el recuerdo de lo que había sido.

Lo recibió con su habitual temperamento. Lo cogió del brazo y lo llevó con paso enérgico hasta su habitación; se sentaron en la mesa frente a frente.

Hace mucho tiempo, cuando se vieron por primera vez, Passer hablaba de las grandes esperanzas de la humanidad golpeando con el puño en la mesa por encima de la cual brillaban sus ojos eternamente entusiasmados. Hoy no hablaba de las esperanzas de la humanidad sino de las esperanzas de su cuerpo. Los médicos dicen que si es capaz de superar, con una cura intensiva a base de inyecciones y con fuertes dolores, los próximos catorce días, está salvado. Cuando se lo contaba a Jan, golpeaba con el puño en la mesa y los ojos le brillaban. Su relato entusiasta sobre las esperanzas del cuerpo era un recuerdo nostálgico de los relatos sobre las esperanzas de la gente. Ambos entusiasmos eran igualmente ilusorios y los ojos brillantes de Passer hacían caer sobre ambos la misma luz maravillosa.

Después habló de la actriz Hana. Con púdica timidez varonil le contó a Jan que había vuelto a enloquecer por última vez. Estaba loco por una mujer increíblemente hermosa, pese a que sabía que esta locura era de todas la más absurda. Le habló con brillo en los ojos del bosque en donde buscaron setas como si buscaran un tesoro y de la taberna en donde bebieron vino tinto.

—¡Hana estuvo maravillosa! ¡Entiendes! No ponía cara de servicial enfermera, no me recordaba con miradas compasivas mi invalidez y mi perdición, sonreía y bebía conmigo. ¡Bebimos un litro de vino! ¡Me sentía como si tuviese dieciocho años! Estaba sentado en mi silla, justo encima de la raya de la muerte y tenía ganas de cantar.

Passer golpeaba con el puño la mesa y miraba a Jan con sus ojos brillantes sobre los cuales se dibujaba su poderosa melena señalada por tres cabellos plateados.

Jan le dijo que todos nosotros estamos sentados sobre la raya de la muerte. Todo el mundo, que se hunde en la violencia, la crueldad y la barbarie, se ha situado encima de la raya. Lo dijo porque amaba a Passer y le parecía terrible que este hombre, que golpeaba maravillosamente con el puño en la mesa, fuese a morir antes que un mundo que no merece amor ninguno. Se esforzaba por acercar la ruina del mundo para que la muerte de Passer se hiciese más llevadera. Pero Passer no estaba de acuerdo con el fin del mundo, pegó con el puño en la mesa y volvió a hablar de las esperanzas de la gente. Dijo que vivíamos en una época de grandes cambios.

Jan no había compartido nunca el entusiasmo de Passer por la forma en que estaban cambiando las cosas en el mundo, pero le gustaba su ansia de cambios porque veía en ella el más antiguo deseo humano, el conservadurismo más conservador de la humanidad. Pero, a pesar de que le gustaba aquella ansia, ahora que la silla de Passer se encontraba en la raya de la muerte, quería quitársela. Quería ensuciar ante sus ojos al futuro para que sintiese menos pesar por la vida que perdía.

Por eso le dijo:

—Siempre nos dicen que vivimos en una gran época. Dupont habla del fin de la era judeo-cristiana, otros del fin de Europa, otros, por su parte, de la revolución mundial y del comunismo, pero todo eso son tonterías. Lo revolucionario de nuestra época es algo muy distinto.

Passer lo miraba a los ojos con su mirada resplandeciente sobre la que se curvaba la melena marcada por tres cabellos plateados.

Jan prosiguió:

—¿Sabes el cuento del lord inglés?

Passer golpeó la mesa con el puño y dijo que no lo conocía.

—Un lord inglés le dice a su mujer después de la noche de bodas: Lady, espero que haya quedado usted embarazada. No me gustaría tener que repetir por segunda vez esos movimientos ridículos.

Passer se sonrió pero no golpeó con el puño la mesa. Esta historia no era de las que despertaban su entusiasmo.

Y Jan continuó:

—Nada de revolución mundial. Estamos viviendo una gran época histórica en la que el amor físico se transformará definitivamente en movimientos ridículos.

En la cara de Passer apareció una sonrisa suavemente delineada. Jan la conocía perfectamente. No era una sonrisa de satisfacción ni de asentimiento sino una sonrisa de tolerancia. Habían sido siempre dos personas muy distintas y cuando en alguna ocasión sus diferencias se manifestaban con demasiada claridad, se enviaban rápidamente el uno al otro aquella sonrisa como testimonio de que eso no ponía en peligro su amistad.