9

Hace diez años solía visitar a Jan en su casa cierta señora casada. Se conocían desde hacía años pero se veían con escasa frecuencia porque la señora trabajaba y cuando tenía tiempo para él no podían desperdiciarlo. Primero se sentaba en el sillón y charlaban durante un rato, pero no era más que un rato corto. Jan tenía que levantarse enseguida, acercarse a ella, besarla y levantarla del sillón con un abrazo.

En cuanto acababa el abrazo los dos se separaban de un salto y empezaban a desnudarse a toda velocidad. Él dejaba la chaqueta en la silla. Ella se quitaba el suéter y lo apoyaba en el respaldo de la silla. Se inclinaba y comenzaba a quitarse los pantys. Él se desabrochaba los pantalones y los dejaba caer. Tenían prisa. Estaban los dos de pie, los cuerpos doblados completamente hacia adelante, él sacaba del pantalón primero una pierna y después la otra (levantaba para ello las piernas muy alto, como durante un desfile de gala), ella se inclinaba hasta el suelo, enrollando los pantys hasta los tobillos para sacar después los pies, levantando las piernas hasta la misma altura que él.

Eso lo hacían siempre, pero una vez ocurrió un acontecimiento insignificante que nunca olvidará: ella lo miró y fue incapaz de contener una sonrisa. Era una sonrisa casi tierna, llena de comprensión y compasión, una sonrisa tímida que casi parecía pedir disculpas, pero era sin duda una sonrisa provocada por la inesperada luminosidad del ridículo que alumbraba toda aquella escena. Tuvo que contenerse mucho para no responder a aquella sonrisa. Porque también a él se le había aparecido, saliendo del claroscuro de lo acostumbrado, el inesperado ridículo de dos personas inclinadas una frente a otra, alzando con extraña premura las piernas hasta muy alto. Sintió que le faltaba un pelo para ponerse a reír. Pero sabía que entonces no podrían hacer el amor. La risa estaba allí como una enorme trampa, esperando pacientemente en la habitación, escondida tras una delgada pared. Sólo un par de milímetros separaba al amor de la risa y a él le horrorizaba traspasarlos. Un par de milímetros que lo separaban de la frontera más allá de la cual las cosas dejan de tener sentido.

Se contuvo. Ahuyentó a la sonrisa, echó a un lado los pantalones y se acercó rápidamente a ella para tocar enseguida su cuerpo y expulsar con su calor al diablo de la risa.