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La mirada masculina ha sido descrita ya con frecuencia. Al parecer se posa fríamente sobre la mujer como si la midiese, la pesase, la valorase, como si eligiese; en otras palabras, como si la convirtiese en una cosa.

Pero lo que es ya menos sabido es que la mujer no está tan completamente indefensa ante esa mirada. Si se ve convertida en una cosa mira por lo tanto al hombre con los ojos de una cosa. Es como si el martillo tuviera de repente ojos y mirase fijamente al albañil que clava con él un clavo. El albañil ve los ojos maliciosos del martillo, pierde su seguridad y se da un martillazo en el dedo gordo.

El albañil es el dueño del martillo, pero el martillo lleva las de ganar sobre el albañil, porque sabe exactamente cómo hay que actuar con él, mientras que el que utiliza el instrumento sólo puede saberlo aproximadamente.

La capacidad de mirar convierte al martillo en un ser vivo, pero un buen albañil debe soportar su mirada insolente y con mano firme convertirlo de nuevo en una cosa. Parece ser que la mujer experimenta de este modo el movimiento cósmico hacia arriba y hacia abajo: la ascensión de la cosa a la categoría de ser y la caída del ser a la categoría de cosa.

Pero a Jan le ocurría cada vez con mayor frecuencia que el juego del albañil y el martillo no le salía bien. Las mujeres miraban mal. Estropeaban el juego. ¿Era debido a que por entonces comenzaban a organizarse y a cambiar el milenario destino femenino? ¿O es que Jan se iba haciendo mayor y veía de otro modo a las mujeres y a su mirada? ¿Cambiaba el mundo o era él quien cambiaba?

Difícil disyuntiva. Lo cierto es que la chica del tren lo había observado con ojos desconfiados, llenos de dudas y que el martillo se le había caído de la mano antes de que acertase a levantarlo.

Poco tiempo atrás se había encontrado con Ervin, que se quejaba de una faena que le había hecho Bárbara. Lo había invitado a su casa. Había dos chicas a las que Ervin no conocía. Estuvieron un rato charlando y luego Bárbara, sin más explicaciones, trajo de la cocina un viejo despertador de metal. Empezó a desnudarse sin mediar palabra y las chicas la siguieron.

—Me entiendes —se quejaba Ervin—, se desnudaban indiferentes y descuidadas, como si yo fuese un perro o un florero.

Después Bárbara le ordenó que se desnudase también. No quería perder la oportunidad de hacer el amor con dos chicas desconocidas y obedeció. Cuando estuvo desnudo Bárbara señaló al despertador:

—Mira bien a la aguja de los segundos. Si no se te pone tiesa antes de que pase un minuto, ¡te largas!

—¡Se pusieron a mirarme fijamente a la entrepierna y a medida que pasaban los segundos se empezaron a reír a carcajadas! ¡Y después me echaron!

Éste es un caso en el que el martillo decidió castrar al albañil.

—Sabes, Ervin es un gamberro engreído y en realidad el comando secreto de Bárbara me cae bien —le dijo Jan a Hedvika—. Además Ervin con sus amigos le hacían a las tías algo bastante parecido a lo que Bárbara le hizo a él. Llegaba una chica que tenía ganas de hacer el amor y ellos la desnudaban y la ataban al sillón. A la chica no le importaba estar atada, eso era parte del juego. Pero lo escandaloso era que no le hacían nada, ni siquiera la tocaban, no hacían más que mirarla. La chica se sentía violada.

—Con razón —dijo Hedvika.

—Pero soy capaz de imaginarme a esas chicas desnudas, atadas y miradas, y sin embargo perfectamente excitadas. En la misma situación Ervin no estaba excitado. Estaba castrado.

Era de noche, estaban los dos en casa de Hedvika y en la mesa frente a ellos había una botella de whisky mediada.

—¿Qué quieres decir con eso? —le preguntó.

—Quiero decir —respondió Jan— que cuando un hombre y una mujer hacen lo mismo, el resultado no es el mismo. El hombre viola, la mujer castra.

—Quieres decir que castrar a un hombre es una infamia mientras que violar a una mujer es una maravilla.

—Lo único que quiero decir —se defendió Jan— es que la violación es parte del erotismo, mientras que la castración es su negación.

Hedvika bebió su vaso de un trago y se enfadó:

—Si la violación es parte del erotismo entonces el erotismo va en contra de la mujer y habría que inventar un erotismo distinto.

Jan sorbía su whisky, permaneció un rato en silencio y luego prosiguió:

—Hace muchos años, en mi antiguo país, organizamos con mis amigos una antología de las frases que decían nuestras amantes mientras hacían el amor. ¿Sabes cuál era la palabra que aparecía con mayor frecuencia? —Hedvika no lo sabía—. La palabra no. La palabra no repetida muchas veces: no, no, no, no, no, no, no… Una chica venía a hacer el amor, pero cuando uno la abrazaba, lo rechazaba y decía no, de modo que todo el coito estaba iluminado por la luz roja de ésta, que es la más hermosa de todas las palabras, y convertido en una pequeña imitación de violación. Hasta en el momento en que se acercaba el placer decían no, no, no, no, no y muchas gritaban no incluso durante ese momento. Desde entonces el no es para mí la reina de las palabras. ¿Tú también acostumbrabas a decir no?

Hedvika respondió que nunca había dicho que no. ¿Por qué iba a decir algo que no pensaba?

—Cuando la mujer dice no, quiere decir que sí. Esta frasecita machista siempre me ha puesto furiosa. Es una frase tan estúpida como la historia de la humanidad.

—Pero es que esa historia está dentro de nosotros y no podemos escaparnos de ella —argumentó Jan—. La mujer que huye y se defiende. La mujer que se entrega y el hombre que toma, la mujer que se cubre y el hombre que le arranca los vestidos. ¡Todas éstas son imágenes que están dentro de nosotros desde siempre!

—¡Y desde siempre han sido estúpidas! ¡Más estúpidas que las estampitas de los santos! ¿Qué pasaría si las mujeres ya se hubiesen cansado de guiarse por esos modelos? ¿Si ya estuviesen hartas de esa eterna repetición? ¿Qué pasaría si quisieran inventar otras imágenes y otro juego?

—Es verdad, son imágenes terriblemente tontas y se repiten tontamente. Tienes razón. ¿Pero no estará inscripta nuestra excitación ante el cuerpo de una mujer precisamente en esas imágenes tontas? ¿Si se destruyen dentro de nosotros esas imágenes viejas y tontas podrá seguir el hombre haciéndole el amor a la mujer?

Hedvika se echó a reír:

—¡Me parece que tus preocupaciones son inútiles! —Después le dirigió una mirada maternal—: Y no creas que todos los hombres son como tú. ¿Tú qué sabes cómo son los hombres cuando están a solas con una mujer?

Efectivamente Jan no sabía cómo eran los hombres cuando estaban a solas con una mujer. Se quedaron en silencio y Hedvika tenía ya aquella sonrisa beatífica que significaba que era ya muy tarde y que se acercaba el momento en que Jan haría girar sobre su cuerpo el carrete de cine vacío.

Tras un momento de meditación ella añadió:

—Al fin y al cabo hacer el amor no es una cosa tan importante.

Jan aguzó el oído:

—¿Tú crees que hacer el amor no es tan importante?

Le sonrió con ternura:

—No, hacer el amor no es algo tan importante.

Repentinamente se olvidó de todo aquel debate, porque en aquel momento había comprendido algo mucho más importante: para Hedvika el amor físico no era más que un signo, un acto simbólico de confirmación de la amistad.

Esa noche se atrevió por primera vez a decir que estaba cansado. Se acostó junto a ella en la cama y no puso el carrete en marcha. Acarició con ternura su pelo viendo que sobre su futuro común pendía consolador un arco iris de paz.