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Igual que la invasión de los mirlos tiene lugar en el envés de la historia de Europa, la historia que cuento transcurre en el envés de la vida de Jan. La construyo con vivencias aisladas a las que Jan probablemente no prestó especial atención, porque del lado del derecho de su vida tenía que atender entonces a muchos acontecimientos y preocupaciones: la oferta de un puesto más allá del océano, una enorme cantidad de trabajo en su especialidad, los preparativos del viaje.

Hace poco encontró en la calle a Bárbara. Ella se quejó de que nunca iba a visitarla cuando tenía invitados. La casa de Bárbara era famosa por sus fiestas eróticas colectivas. Jan tenía miedo de las malas lenguas y rechazó durante muchos años las invitaciones. Pero esta vez se sonrió y dijo: «Será un placer ir». Sabe que no volverá nunca más a aquella ciudad y ya no le importa la discreción. Se imagina la casa de Bárbara llena de gente joven desnuda y alegre y piensa que no sería una mala idea para una fiesta de despedida.

Porque Jan se despide. Dentro de algunos meses atravesará la frontera. Pero nada más pensarlo, la palabra frontera, utilizada en su habitual sentido geográfico, le recuerda otra frontera, inmaterial e inaprehensible, en la que últimamente piensa cada vez con mayor frecuencia.

¿Qué frontera?

La mujer a la que más ha querido en el mundo (tenía entonces treinta años) solía decirle (se desesperaba al oírlo) que lo que la mantenía viva no era más que un pelo. Sí, quiere vivir, la vida le satisface enormemente, pero al mismo tiempo sabe que ese quiero vivir está sujeto con el hilo de una tela de araña. Basta con tan poco, tan terriblemente poco, para que uno se encuentre del otro lado de la frontera, donde todo pierde su sentido: el amor, las convicciones, la fe, la historia. Todo el secreto de la vida humana consiste en que transcurre en la inmediata proximidad, casi en contacto directo con esa frontera, que no está separada de ella por kilómetros sino por un único milímetro.