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Jan piensa que al comienzo de la vida erótica del hombre existe la excitación sin placer y al final el placer sin excitación.

La excitación sin placer es Dafnis. El placer sin excitación es la chica de la tienda de alquiler de artículos deportivos.

Cuando la conoció hace un año y la invitó a su casa, le dijo una frase inolvidable: «Si hiciésemos el amor seguro que sería estupendo en el aspecto técnico, pero no estoy segura del aspecto sentimental».

Él le dijo que podía estar segura del aspecto sentimental y ella aceptó su afirmación, igual que estaba acostumbrada a aceptar en la tienda el dinero que se deja en depósito al alquilar unos esquís y ya no volvió a hablar de sentimientos. Pero en cambio en el aspecto técnico lo dejó baldado.

Era una fanática del orgasmo. El orgasmo era su religión, su meta, el más alto imperativo de la higiene, el sinónimo de la salud y hasta su orgullo, porque la diferenciaba de las mujeres menos felices, igual que pudiera haberlo hecho un yate o un novio de postín.

Y no era fácil hacerle sentir placer. Le decía más rápido, más rápido, y después despacio, despacio y luego más fuerte, más fuerte, como un entrenador que marca a gritos el ritmo a los remeros de un K-8. Completamente concentrada en los puntos sensibles de su piel, conducía su mano para que la pusiese en el momento preciso en el sitio preciso. Él sudaba y sus ojos veían pasar la imagen de la mirada impaciente y del cuerpo de ella que se agitaba afanosamente, la imagen de ese ágil mecanismo para la fabricación de una pequeña explosión en la que residía el sentido y el objetivo de todo.

Al salir de su casa por última vez se acordó de Hertz, un director de ópera de la pequeña ciudad centroeuropea en la que pasó su juventud. Hertz obligaba a las cantantes, durante unos ensayos especiales de movimientos, a hacer su papel desnudas. Para estar completamente seguro de que la postura del cuerpo era correcta tenían que meterse en el orificio anal un lápiz. La dirección que el lápiz señalaba hacia abajo era una prolongación de la línea de la columna, de manera que el meticuloso director podía controlar el andar, el movimiento, los saltos y la postura del cuerpo de las cantantes con precisión científica.

Cuando una joven soprano se enfadó con él y lo denunció a la dirección del teatro, Hertz se defendió argumentando que nunca había molestado a ninguna cantante y que ni siquiera se había atrevido a tocar a ninguna. Era cierto, pero así la historia del lápiz parecía aún más perversa y Hertz tuvo que abandonar la ciudad natal de Jan en medio de un escándalo.

Pero aquel asunto se hizo famoso y gracias a él el joven Jan comenzó a acudir a las sesiones de ópera. A todas las cantantes, con sus gestos patéticos, sus cabezas majestuosamente echadas hacia atrás y sus bocas abiertas de par en par, se las imaginaba desnudas. La orquesta lloraba, las cantantes se llevaban las manos al lado izquierdo del pecho y él veía los lápices que les salían de los culos desnudos. ¡El corazón le latía: estaba excitado por la excitación de Hertz! (aún hoy no es capaz de ver una ópera de otro modo y sigue yendo a verlas con la sensación de un adolescente que mira en secreto un teatro obsceno).

Piensa: Hertz era un magnífico alquimista de la perversión que encontró en el lápiz metido en el culo la fórmula mágica de la excitación. Y se avergüenza ante él: Hertz nunca se hubiera prestado a desempeñar la agotadora actividad que hace un rato ha ejercido él, a la voz de mando, sobre el cuerpo de la chica de la tienda de alquiler de artículos deportivos.