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En la época a la que me refiero las playas estaban llenas de mujeres que no llevaban sostén y la población se dividía en partidarios y adversarios de los pechos al aire. La familia Clevis, el padre, la madre y la hija de catorce años, estaban sentados viendo por televisión un debate en el que los participantes representaban a todas las corrientes de pensamiento del momento y desarrollaban todos los argumentos en favor y en contra del sostén. El sicoanalista defendió con fervor los pechos desnudos y habló de la liberalización de las costumbres, que nos libera del poder de los fantasmas eróticos. El marxista no tomó posición con respecto al sostén (entre los miembros del partido comunista había tanto puritanos como libertinos y no era políticamente correcto enfrentar a unos contra otros) y desvió el debate hacia el problema central de la hipocresía moral de la sociedad burguesa, que se acerca a su fin. El representante del pensamiento cristiano se sintió obligado a defender al sostén, pero tampoco él pudo librarse del omnipresente espíritu de la época y lo hizo con muy poca energía; el único argumento que encontró a favor del sostén fue la inocencia de los niños que, según parece, todos estamos obligados a respetar y defender. Fue atacado por una mujer enérgica que manifestó que es necesario acabar con la hipocresía del tabú de la desnudez precisamente en la infancia y recomendó que los padres anduvieran desnudos por casa.

Jan llegó a casa de los Clevis cuando la presentadora anunciaba ya el final del debate, pero la excitación siguió reinando en la casa durante mucho tiempo. Todos eran progresistas y estaban por lo tanto en contra del sostén. El grandioso gesto con el que millones de mujeres, como a una voz de mando, arrojan lejos de sí ese ignominioso trozo de su vestido, simbolizaba para ellos a la humanidad liberándose de su esclavitud. Las mujeres sin sostén marchaban por la casa de los Clevis como una brigada de invisibles liberadoras.

Como ya dije, los Clevis eran gente progresista y tenían ideas progresistas. Existen muchas clases de ideas progresistas y los Clevis tenían siempre la mejor posible. La mejor de las ideas progresistas posibles es la que contiene una dosis suficiente de provocación como para que su partidario pueda estar orgulloso de su carácter exclusivo pero, al mismo tiempo, atrae un número suficiente de partidarios como para que el riesgo de quedarse aislado se vea inmediatamente eliminado por el estrepitoso asentimiento de la mayoría triunfante. Si los Clevis estuvieran, por ejemplo, no sólo en contra del sostén sino también del vestido en general y dijesen que la gente debería andar desnuda por las calles de la ciudad, defenderían también una idea progresista, pero no sería, de ningún modo, la mejor de las posibles. Por su exageración la idea sería molesta, requeriría una cantidad excesiva de energía para su defensa (mientras que la mejor de las ideas progresistas posibles se defiende, como quien dice, sola) y su partidario no lograría nunca ver satisfecho su objetivo, que consiste en que una posición inconformista sea admitida de repente por todo el mundo.

Cuando les oyó despotricar contra el sostén. Jan se acordó de un objeto de madera llamado nivel, que su abuelo albañil ponía siempre encima del último ladrillo de la pared que estaba construyendo. El nivel tenía en el medio, debajo de un cristal, una gota de agua, que señalaba con su posición si el ladrillo estaba derecho. A la familia Clevis se la podía utilizar como una especie de nivel espiritual. Colocados encima de cualquier opinión señalaban con total seguridad si se trataba de la mejor de las opiniones progresistas posibles o no.

Después de que le hubieron referido a Jan, hablando todos a un tiempo, el debate que se había desarrollado en la televisión, papá Clevis se inclinó hacia Jan y le dijo en tono jocoso:

—Tratándose de pechos bonitos se puede estar completamente a favor de esta reforma ¿no crees?

¿Por qué formuló su pregunta papa Clevis precisamente de esta forma? Era una anfitrión ejemplar y se esforzaba por encontrar siempre la frase que pudiera ser aceptada por todos los presentes. Como Jan tenía fama de seductor, Clevis no formuló su postura positiva con respecto a los pechos desnudos en su sentido correcto y profundo de entusiasmo ético por la liberación de una esclavitud milenaria, sino que, estableciendo por su cuenta una postura de compromiso (tomando en consideración las supuestas inclinaciones de Jan y en contra de sus propias convicciones), la formuló como satisfacción estética ante la belleza de los pechos.

Se esforzó por ser preciso y diplomáticamente cauto: no se atrevió a decir directamente que los pechos feos debieran quedar tapados. Pero esta idea indudablemente inaceptable, aun sin haber sido expresada, se desprendía con excesiva evidencia de la frase pronunciada y se convirtió en presa fácil de la hija de catorce años, que explotó:

—¿Y qué hay de vuestras barrigas? ¿Qué pasa con las gordas barrigas que andáis enseñando siempre sin la menor vergüenza por las playas?

Mamá Clevis se rio y aplaudió a su hija:

—¡Bravo!

Papá Clevis se sumó al aplauso de mamá Clevis. Comprendió enseguida que la hija tenía razón y que había vuelto a ser víctima de su desgraciada voluntad conciliatoria que siempre le habían reprochado madre e hija. Pero era un hombre tan poco amigo de la pelea que hasta sus opiniones conciliatorias las mantenía de un modo muy conciliador e inmediatamente le daba la razón a la opinión radical que propugnaba su hija. Además la frase que sido objeto del ataque no contenía su propia posición sino tan sólo el punto de vista supuesto de Jan, de modo que nada le impedía ponerse de parte de la hija, con satisfacción, sin titubeos y con paternal orgullo.

La hija se sintió estimulada por el aplauso de sus padres y continuó:

—¿Creéis que andamos sin sostén para que vosotros disfrutéis? ¡Lo hacemos porque nos gusta, porque es más agradable, porque nuestro cuerpo está más cerca del sol! ¡Los hombres no sois capaces de dejar de mirarnos como a un objeto sexual!

Mamá y papá Clevis volvieron a aplaudir, sólo que esta vez su bravo se mezcló con un matiz un tanto diferente. La frase de su hija era correcta, pero al mismo tiempo no dejaba de ser un tanto inconveniente para sus catorce años. Era como cuando un niño de ocho años dice: si vienen los ladrones yo defenderé a mamá. También en este caso los padres aplauden porque la declaración del hijo merece sin duda un elogio. Pero como al mismo tiempo refleja una exagerada autosuficiencia, el elogio se mezcla naturalmente con una cierta sonrisa. Fue precisamente esta clase de sonrisa la que usaron los Clevis para matizar su segundo bravo y la hija, que oyó la sonrisa y la encontró injustificada, repitió con irritada terquedad:

—Eso se ha acabado de una vez para siempre. Yo no soy el objeto sexual de nadie.

Los padres se limitaron a asentir con la cabeza, sin sonreír, para no provocar nuevas declaraciones de su hija.

Pero Jan fue incapaz de callarse:

—Niña, si supieses lo tremendamente fácil que es no ser objeto sexual.

Pronunció aquella frase en voz baja, pero con una tristeza tan sincera que pareció resonar en la habitación durante mucho tiempo. No era una frase a la que se le pudiera dar la callada por respuesta, pero tampoco era posible darle una respuesta adecuada. No sólo no merecía asentimiento, porque no era una frase progresista, sino que ni siquiera merecía una polémica, porque tampoco era claramente antiprogresista. Era la peor de las frases posibles porque quedaba fuera de aquel debate, que estaba dirigido por el espíritu de la época. Era una frase fuera del bien y del mal, una frase absolutamente fuera de lugar.

Por eso se produjo un silencio. Jan sonreía tímidamente, como si pidiese disculpas por lo que había dicho, hasta que papá Clevis, ese artífice de la construcción de puentes entre los hombres, empezó a hablar de Passer, que era amigo común de todos ellos. La admiración hacia Passer era un punto de unión seguro y firme. Clevis elogió el optimismo de Passer, su persistente amor por la vida que ningún régimen médico es capaz de afectar. La existencia de Passer se encuentra ahora reducida a un estrecho margen de vida sin mujeres, sin comidas, sin bebidas, sin movimiento y sin futuro. Hace poco tiempo vino a verlos a la casa de campo, precisamente coincidiendo con la actriz Hana.

Jan estaba muy interesado por ver qué iba a señalar el nivel de Clevis aplicado a la actriz Hana, en la que él había encontrado rasgos de egocentrismo casi insoportables. Pero el nivel señaló que Jan se equivocaba. Clevis elogió sin reservas el modo en que ella se había comportado con Passer. Se le dedicó por completo. Fue un comportamiento inmensamente humano. Además todos sabemos que está pasando por una situación trágica.

—¿Cómo? —preguntó sorprendido el olvidadizo Jan.

¿Es que Jan no lo sabe? ¡Su hijo se fue de casa y estuvo varios días sin volver! ¡Tuvo una crisis nerviosa por culpa de eso! Y sin embargo, al encontrarse con Passer, con un condenado a muerte, se olvidó de sí misma. Quería arrancarlo de sus preocupaciones y dijo alegremente ¡me encanta coger setas!, ¿quién viene conmigo por setas? Passer se apuntó y todos los demás se negaron a ir porque intuyeron que quería estar a solas con ella. Estuvieron tres horas paseando por el bosque y después fueron a tomar vino tinto a una taberna. Passer tiene prohibidos los paseos y el alcohol. Volvió destrozado pero feliz. Al día siguiente tuvieron que llevarlo al hospital.

—Creo que está bastante grave —dijo papá Clevis y añadió como si reconviniera a Jan—: Deberías ir a verlo.