3
La actriz Hana estaba sentada en cuclillas sobre sus piernas cruzadas, en la misma posición que vemos en las estatuillas de Buda que venden todos los anticuarios del mundo. Hablaba sin parar y sin dejar de mirar al dedo gordo de su pie que se desplazaba lentamente en círculo, siguiendo el borde de una mesilla redonda que estaba frente al sillón.
No era un gesto automático como los que suelen hacer las personas nerviosas, acostumbradas a rascarse la cabeza o al rítmico golpeteo de la pierna. Se trataba de un gesto consciente y meditado, armónico y suave, cuyo objetivo era trazar alrededor de ella un círculo mágico dentro del cual estuviera plenamente concentrada en sí misma y los demás concentrados en ella.
Miraba con satisfacción el movimiento de su dedo gordo y sólo de vez en cuando levantaba los ojos hacia Jan, que estaba sentado frente a ella. Le estaba contando que había tenido un ataque de nervios porque su hijo, que vivía en otra ciudad, junto con su ex marido, se había ido de casa y había estado varios días sin volver. El padre de su hijo fue tan cruel que le llamó por teléfono para decírselo media hora antes de que empezara la función. Le dio fiebre, dolor de cabeza y hasta un constipado.
—No podía ni sonarme del dolor que tenía en la nariz —dijo mirando fijamente a Jan con sus ojos enormes y hermosos—: La tenía como una coliflor.
Sonreía con la sonrisa de una mujer que sabe que hasta una nariz roja por el constipado le queda bien. Vivía en una armonía ejemplar consigo misma. Estaba enamorada de su nariz y de su valentía que le permitía llamar al constipado constipado y a la nariz coliflor. De ese modo, la belleza inhabitual de la nariz enrojecida se complementaba con la audacia del espíritu, y el movimiento circular del dedo gordo reunía con su arco mágico ambos atractivos en la unidad indivisible de su personalidad.
—Me preocupaba mucho la fiebre. ¿Sabe lo que me dijo mi médico?: Le voy a dar un buen consejo, Hana. ¡No se tome la temperatura!
La señora Hana se rio durante un buen rato en voz alta de la broma de su médico y luego dijo:
—¿Sabe a quién he conocido? ¡A Passer!
Passer era un viejo amigo de Jan. Jan lo había visto por última vez hacía algunos meses. Passer tenía que operarse precisamente en esos días. Todos sabían que era cáncer y el único que creía las mentiras de los médicos era Passer, lleno de una vitalidad y una credulidad increíbles. De todos modos, la operación que le esperaba era drástica y Passer le dijo a Jan cuando se quedaron solos: «Después de la operación ya no seré un hombre, entiendes, mi vida de hombre se acabó».
—Lo encontré la semana pasada en la casa de campo de los Clevis —continuó Hana—. ¡Es un hombre estupendo! ¡Más joven que todos nosotros! ¡Lo adoro!
Jan debería estar satisfecho de que la hermosa actriz quiera a su amigo, pero aquello no le causó ninguna impresión especial porque a Passer lo quería todo el mundo. En la irracional bolsa de la popularidad social sus acciones habían subido mucho en los últimos años. Se había convertido casi en un ritual indispensable pronunciar, entre las chorradas habituales de cualquier reunión, un par de frases admirativas sobre Passer.
—¡Ya sabe usted qué maravilla de bosques hay alrededor de la casa de los Clevis! ¡Hay cantidad de setas y a mí me encanta buscar setas! Yo dije ¿Quién me acompaña a buscar setas? Nadie tenía ganas, el único que se levantó fue Passer: ¡yo le acompaño! ¡Imagínese, Passer, una persona enferma! ¡Ya le digo que es el más joven de todos!
Miró a su dedo gordo, que no había dejado ni por un momento de girar en círculo alrededor de la mesilla redonda y dijo:
—Así que fuimos a buscar setas con Passer. ¡Una maravilla! Dimos vueltas por el bosque. Después encontramos una pequeña taberna. Una taberna pequeña y mugrienta, de pueblo. Me encantan. En una taberna de esas hay que beber vino tinto corriente, del que beben los albañiles. Passer estuvo estupendo. ¡Lo adoro!