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Cuando hacía el amor, lo que más le interesaba en las mujeres era la cara. Como si los cuerpos con su movimiento hicieran girar el gran carrete de una máquina de cine y en la cara, como en una pantalla de televisión, se proyectase una película fascinante, llena de emoción, de esperas, de explosiones, de dolor, de gritos, de ternura y de maldad. Sólo que la cara de Hedvika era una pantalla apagada y Jan, fijando los ojos en ella, se atormentaba con preguntas para las cuales no hallaba respuesta: ¿se aburre con él?, ¿está cansada?, ¿no disfruta haciendo el amor?, ¿está acostumbrada a mejores amantes?, ¿o se esconden bajo la superficie inmóvil de su cara placeres que Jan no llega a intuir?

Por supuesto que se lo hubiera podido preguntar. Pero les pasaba algo muy particular. Siendo los dos locuaces y sinceros el uno con el otro, enmudecían en el momento en que sus cuerpos desnudos se abrazaban.

Nunca fue capaz de explicarse muy bien este enmudecimiento. A lo mejor se debía a que en sus relaciones no eróticas Hedvika manifestaba siempre mayor iniciativa que él. A pesar de que era más joven, había pronunciado a lo largo de su vida al menos el triple de palabras que él y había repartido como mínimo diez veces más consejos y explicaciones, de manera que parecía como una madre buena y sabia que lo había cogido de la mano para guiarlo por la vida.

Con frecuencia se imaginaba que en medio del coito le decía al oído unas cuantas palabras eróticas. Pero hasta en la imaginación terminaba aquel intento en fracaso. Estaba seguro de que en su cara habría aparecido una suave sonrisa de desacuerdo y benevolente comprensión, la sonrisa de una madre que observa cómo su hijo roba en la despensa la galleta prohibida.

O se imaginaba que le susurraba una frase banal: ¿te gusta así? Con otras mujeres esta simple pregunta sonaba siempre lasciva. Hacía mención, aunque fuera con la decente palabra así, a la actividad sexual e inmediatamente daban ganas de pronunciar otras palabras en las que el amor físico se reflejase como en una fila de espejos. Pero le daba la impresión de saber la respuesta de Hedvika de antemano: por supuesto que me gusta, le explicaría pacientemente. ¿Piensas que haría por mi propia voluntad algo que no me gustase? No sería lógico.

De modo que no le decía palabras obscenas ni le preguntaba si le gustaba, sino que permanecía en silencio mientras sus cuerpos se movían vigorosa y prolongadamente, poniendo en marcha un carrete vacío en el que no había película alguna.

Claro que con frecuencia pensaba que era él mismo el culpable de la mudez de sus noches. Había creado una imagen caricaturesca de Hedvika-la-amante, que se interponía ahora entre él y ella y le impedía atravesarla para llegar a la verdadera Hedvika, a sus sentidos y a sus obscenas oscuridades. Cualquiera que fuese la verdad, lo cierto es que después de cada una de sus noches mudas se prometía que la próxima vez ya no le iba a hacer el amor. La quiere como a una amiga inteligente, fiel, excepcional, no como a una amante. Pero no era posible separar a la amiga de la amante. Cada vez que se veían se quedaban hasta muy tarde, Hedvika bebía, hablaba, aconsejaba y cuando ya Jan estaba muerto de cansancio, se callaba de repente y en su cara aparecía una sonrisa feliz y suave. En ese momento Jan, como si estuviese sometido a una sugestión irresistible, tocaba sus pechos y ella se levantaba y empezaba a desnudarse.

¿Por qué quiere hacer el amor conmigo?, se preguntaba con frecuencia, pero no encontraba respuesta. Lo único que sabía era que sus coitos silenciosos eran inevitables, igual que es inevitable que un ciudadano se ponga firme al oír el sonido del himno nacional, a pesar de que, evidentemente, eso no le produce satisfacción alguna ni a él ni a su patria.