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El tiempo hace lo suyo y todas las alegrías y las diversiones pierden su encanto con la repetición. Además, los niños ciertamente no son malos. El niño que le hizo pis encima cuando estaba tumbada en el suelo, presa de las redes de voleibol, le sonrió un día con una sonrisa hermosa e inocente.
Tamina volvía a participar en silencio de sus juegos. Vuelve a saltar de un cuadrado a otro, primero con un pie, después con el otro y por fin con los dos. Ya nunca volverá a penetrar en su mundo, pero se cuidará de no quedarse fuera. Intenta mantenerse exactamente en la frontera.
Pero precisamente esa calma, esa normalidad, ese modus vivendi que era producto de una especie de pacto, escondía dentro de sí todo los horrores de lo perdurable. Hasta hace poco las persecuciones le permitían a Tamina olvidarse de la existencia del tiempo y su inmensidad, pero ahora, cuando la intensidad de los ataques había disminuido, el desierto del tiempo salía de la penumbra, horroroso y aplastante, parecido a la eternidad.
Grábense una vez más esa imagen en la memoria: tiene que saltar de un cuadro a otro, primero con un pie, luego con el otro, después con ambos a la vez, y debe considerar como importante el haber pisado o no la línea. Tiene que saltar día tras día y llevar durante los saltos la carga del tiempo, como una cruz que se hace cada día mil pesada.
¿Mira aún hacia atrás? ¿Piensa en el marido y en Praga?
No. Ya no.