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Veo a Tamina de pie en medio del albergue repleto de niños acostados. Todos la miran. De un rincón se oye a una voz gritar: «Tetas, tetas». Otras voces se le unen y hasta Tamina llega el griterío: «Tetas, tetas, tetas…».
Lo que hasta hace poco había sido su orgullo y su arma, el vello negro del pubis y los hermosos pechos, se ha convertido ahora en blanco de los insultos. Su madurez se ha convertido a los ojos de los niños en monstruosidad: los pechos eran absurdos como un tumor y el pubis, inhumano con todos esos pelos, les recordaba a un animal.
Empezaron los días de cacería. La perseguían por la isla, le tiraban palos y piedras. Se escondía, escapaba y oía por todas partes su nombre: «Tetas, tetas…».
No hay nada más humillante que cuando el más fuerte huye del más débil. Pero eran muchos. Huía y sentía vergüenza de huir.
Una vez se quedó al acecho. Eran tres y les pegó hasta que uno cayó y los otros dos se echaron a correr. Pero era más veloz. Ya los tiene a los dos cogidos del pelo.
Y entonces cae sobre ella una red y otras redes más. Si todas las redes de voleibol que estaban extendidas delante del albergue a muy poca altura. La han estado esperando. Esos tres niños a los que les pegó un rato antes no eran más que una trampa tendida contra ella. Ahora está atrapada por una maraña de cordeles, se retuerce, reparte golpes a su alrededor y los niños la arrastran gritando.