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Pero en la torre en donde reina la sabiduría de la música el hombre siente a veces nostalgia por ese ritmo uniforme del griterío imbécil que se oye desde fuera y en el que todos son hermanos. Estar constantemente junto a Beethoven es peligroso, todas las situaciones privilegiadas son peligrosas.

A Tamina siempre le dio un poco de vergüenza reconocer que era feliz con su marido. Tenía miedo de que la gente la odiase por ese motivo.

Por eso tiene ahora una sensación ambigua: El amor es un privilegio y todos los privilegios son inmerecidos y hay que pagar por ellos. Por eso es un castigo estar con los niños.

Pero inmediatamente después de esta sensación viene otra: El privilegio del amor no fue solamente un paraíso sino también un infierno. Su vida amorosa se desarrolló siempre en una tensión y un miedo constantes, sin descanso. Está aquí con los niños para encontrar, por fin como compensación, descanso y tranquilidad.

Su sexualidad había estado hasta ahora ocupada por el amor (digo ocupada porque el sexo no es amor, es sólo un territorio del que el amor se apodera) y por lo tanto había formado parte de algo dramático, responsable, serio conservado con angustia. Aquí con los niños, en el reino de lo insignificante, esa sexualidad se había convertido, por fin, en lo que originalmente era: un pequeño juguete para la fabricación de placer corporal.

O por decirlo de otra manera: la sexualidad, liberada de su unión diabólica con el amor se había convertido en una satisfacción angelicalmente sencilla.