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Esto me lo explicó papá cuando yo tenía cinco años: una escala es como la corte de un rey en pequeño. Manda el rey (la primera nota) y tiene dos ayudantes (la quinta y la cuarta). Otros cuatro grandes señores dependen de ellos, cada uno de los cuales tiene su relación específica con el rey y con sus ayudantes. Además de éstos, residen en la corte otros cinco tonos que se llaman cromáticos. Éstos tienen posiciones importantes en otras escalas, pero aquí están como simples huéspedes.

Como cada una de las doce notas tiene su propia posición, su título y su función, la composición que oímos no es un simple sonido, sino que desarrolla ante nosotros una especie de trama. Algunas veces los acontecimientos son terriblemente complicados (como por ejemplo en Mahler o aún más en Bartok o Stravinski) e intervienen los príncipes de otras cortes, de modo que, de repente, uno no sabe a qué corte está sirviendo un tono determinado o si incluso no está al servicio secreto de varios reyes al mismo tiempo. Pero aún en ese caso hasta el espectador más ingenuo puede averiguar, al menos a grandes rasgos, aproximadamente, de qué va la cosa. Hasta la música más complicada sigue siendo un idioma.

Esto me lo explicó papá y la continuación ya es mía: un día un gran hombre comprobó que el idioma de la música se había agotado al cabo de un milenio y que no era capaz más que de reiterar siempre el mismo mensaje. Derogó mediante un decreto revolucionario la jerarquía de los tonos y los hizo a todos iguales. Les ordenó una disciplina férrea, para que ninguno de ellos apareciese en la composición más que los otros y no pudiera reivindicar así los viejos privilegios feudales. Las cortes de los reyes se acabaron de una vez para siempre y en lugar de ellas surgió un solo reino basado en la igualdad, cuyo nombre era dodecafonía.

El sonido de la música era probablemente aún más interesante que antes, pero el hombre, que estaba acostumbrado a todo un milenio de atender a las intrigas de las cortes reales de las escalas, oía el sonido y no lo entendía. Por lo demás el reino de la dodecafonía desapareció pronto. Después de Schönberg vino Varese y no sólo acabó con la escala sino con el propio tono (el tono de la voz humana y los instrumentos musicales), reemplazándolo por un refinada organización del ruido que es extraordinaria pero inaugura ya la historia de algo distinto, basado en otros fundamentos y en otro idioma.

Cuando Milan Hübl desarrollaba en mi piso de Praga sus meditaciones sobre la posible desaparición de la nación checa en el imperio ruso, los dos sabíamos que la idea, aunque justificada, nos superaba, que hablábamos de algo inimaginable. El hombre, aunque es mortal, no es capaz de imaginarse ni el fin del espacio, ni el fin del tiempo, ni el fin de la historia, ni el fin de la nación, vive constantemente en un infinito aparente.

Las personas que están fascinadas por la idea del progreso no advierten que todo camino hacia adelante es al mismo tiempo un camino hacia el fin y en las alegres consignas avancemos, adelante, suena la voz lasciva de la muerte que nos seduce para que nos demos prisa.

(Si hoy la obsesión de la palabra adelante se ha generalizado ¿no es ante todo porque la muerte nos habla ya desde muy cerca?)

Arnold Schönberg fundó el imperio de la dodecafonía en una época en que la música era más rica que nunca y estaba ebria de libertad. Nadie soñaba que el fin estuviese tan cerca. ¡Nada de cansancio! ¡Nada de ocaso! Schönberg iba guiado, más que nadie, por el espíritu juvenil del coraje. Estaba lleno de justificado orgullo porque el único paso hacia adelante era precisamente aquel que había elegido. La historia de la música terminó en la flor del coraje y el deseo.