16

Gracias a Tamina, las ardillas ganaban casi todos los juegos y decidieron darle una recompensa solemne. Todos los premios y los castigos que los niños se imponían tenían como escenario el cuarto de baño y el premio de Tamina consistía en que todos iban a estar a su servicio: ella no podría tocarse para nada, todo se lo iban a hacer las sacrificadas ardillas, sus más leales servidoras.

Y así lo hicieron: primero la limpiaron cuidadosamente en el retrete, después la levantaron, tiraron de la cadena, le quitaron el camisón, la llevaron al lavabo y todas querían lavar sus pechos y su barriga y todas tenían curiosidad por saber qué era aquello que tenía entre las piernas y cómo era al tacto. A veces hubiera querido echarlos pero era muy difícil: no podía ser mala con los niños, y más aún cuando mantenían con maravillosa precisión las reglas del juego y ponían cara de no hacer nada más que servirle como premio.

Finalmente la llevaron a dormir a la cama y allí encontraron otra vez mil graciosos pretextos para acostarte junto a ella y acariciarla por todo el cuerpo. Eran muchísimos alrededor de ella y ella no sabía a quien pertenecía cada una de las manos y de las bocas. Sentía que la tocaban por todo el cuerpo y especialmente en los sitios en que se diferenciaba de ellos. Cerró los ojos y le pareció que su cuerpo se mecía, que se mecía lentamente, como si estuviera en una cuna: sintió un placer suave y extraño.

Notó que la comisura de los labios le temblaba de placer. Abrió otra vez los ojos y vio una cara infantil que miraba sus labios y le decía a otra cara infantil: «¡Mira! ¡Mira!». Ahora se inclinaban sobre ella dos caras y observaban ansiosas sus labios temblorosos, como si mirasen las tripas de un reloj desarmado o una mosca a la que le habían arrancado las alas.

Pero le pareció que sus ojos veían algo completamente distinto de lo que sentía su cuerpo y que los niños que se inclinaban sobre ella no tenían nada que ver con ese placer silencioso y ese balanceo que sentía. Y volvió a cerrar los ojos y disfrutó de su cuerpo porque era la primera vez en la vida en que el cuerpo gozaba sin la presencia del alma, que no se imaginaba nada ni recordaba nada y había salido en silencio de la habitación.