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Parece que el viaje a la isla no fue una conspiración contra ella, tal como pensó cuando vio por primera vez el albergue con su cama. Al contrario, sentía que estaba por fin donde había querido estar: había caído hacia atrás con el tiempo, muy lejos, allí donde el marido no existía, ni en el recuerdo ni en el deseo y donde, por lo tanto, no había ni carga ni reproche.

Ella, que siempre había tenido un sentido de la vergüenza muy desarrollado (la vergüenza había acompañado siempre al amor), se mostraba ahora desnuda a decenas de ojos extraños. En un primer momento aquello le resultó chocante y desagradable, pero pronto se acostumbró, porque su desnudez no era desvergonzada, perdía simplemente su significado, se volvía (le parecía) inexpresiva, muda y muerta. Aquel cuerpo, cada una de cuyas partes llevaba rastros de la historia de su amor, se había vuelto insignificante y en aquella insignificancia había sosiego y tranquilidad.

Pero si la sensualidad madura se perdía, de algún pasado lejano comenzaba a asomar un mundo de otro tipo de excitaciones. Le volvían a la memoria muchos recuerdos perdidos. Por ejemplo éste: (no es extraño que lo haya olvidado, porque para la Tamina adulta tiene que haber sido insoportablemente inadecuado y ridículo) cuando estaba en el primer curso de la escuela, adoraba a su maestra, que era joven y guapa, y soñaba meses enteros con poder estar junto a ella en el váter.

Ahora estaba sentada en el retrete, se sonreía y entrecerraba los ojos. Se imaginaba que ella era aquella maestra y que la niñita pecosa que estaba sentada en el retrete de al lado y la miraba con curiosidad, era la pequeña Tamina de entonces. Se identificaba hasta tal punto con los ojos sensuales de la niñita pecosa que de repente sintió, en algún lugar lejano de las profundidades de su memoria, el temblor de una antigua excitación semidespierta.