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¿Por qué está Tamina en la isla de los niños? ¿Por qué me la imagino precisamente allí?
No lo sé.
¿Quizás porque el día en que murió mi padre oí alegres canciones cantadas por voces infantiles?
Al este del río Elba los niños están organizados en las llamadas uniones de pioneros. Llevan al cuello pañuelos rojos, van a reuniones como las personas mayores y de vez en cuando cantan La Internacional. Existe la buena costumbre de ponerle cada tanto un pañuelo rojo al cuello a alguna importante persona mayor y darle el título de pionero honorífico. A las personas mayores les gusta, y cuanto más viejas son mayor es la alegría que les da el recibir de los niños el pañuelo rojo para el ataúd.
Ya se lo dieron a todos, se lo dieron a Lenin, se lo dieron a Stalin, a Masturbov y a Sholojov, a Ulbricht y a Brezhnev y también a Husak le dieron ese día su pañuelo en una gran fiesta organizada en el castillo de Praga.
Ese día a papá le bajó un poco la fiebre. Era el mes de mayo y teníamos abierta la ventana que da al jardín. De la casa de enfrente, atravesando las ramas florecidas de los manzanos, llegaba hasta nosotros la retransmisión del acto por televisión. Las canciones sonaban con los tonos altos característicos de las voces infantiles.
En casa estaba en ese preciso momento el médico. Estaba inclinado sobre papá que ya no sabía decir ni una sola palabra. Luego se dio la vuelta hacia mí y me dijo en voz alta: «Ya no percibe. Su cerebro está en descomposición». Vi los ojos azules y grandes de papá que se agrandaron aún más.
Cuando el médico se fue, intenté decir enseguida algo, en medio de una terrible confusión, para ahuyentar a aquella frase. Señalé hacia la ventana:
—¿Oyes? ¡Es de coña! ¡Husak se convierte hoy en pionero honorífico!
Y papá empezó a reírse. Y se reía para darme a entender que su cerebro estaba vivo y que podía seguir hablando y bromeando con él.
A través de los manzanos se oía la voz de Husak: «¡Niños! ¡Vosotros sois el futuro!».
Y al cabo de un rato: «¡Niños, no miréis nunca hacia atrás!».
—Voy a cerrar para que no lo oigamos —le guiñé un ojo a papá y él me miró con una sonrisa infinitamente bella y asintió con un gesto de la cabeza.
Unas horas más tarde volvió a subirle bruscamente la fiebre. Montó a caballo y cabalgó durante varios días. A mí ya nunca volvió a verme.