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Salió una niña de apenas nueve años. Tenía una cara encantadora y la barriga coquetamente salida hacia afuera, como las vírgenes de los cuadros góticos. Miró a Tamina sin especial interés, con la mirada de una mujer que es consciente de su belleza y quiere resaltarla con un demostrativo desinterés por todo lo que no sea ella misma.

Abrió la puerta del edificio blanco. Entraron directamente a una gran habitación llena de camas (no había ningún pasillo ni antesala). Echó una mirada como si estuviese contando las camas y señaló hacia una de ellas:

—Aquí vas a dormir tú.

—¿Voy a dormir aquí con todo el mundo? —protestó Tamina.

—Los niños no necesitan habitaciones separadas.

—¿Qué niños? ¡Yo no soy un niño!

—¡Aquí no hay más que niños!

—¡Tiene que haber personas mayores!

—No, aquí no hay personas mayores.

—¡¿Y entonces qué pinto yo aquí?! —gritó Tamina.

La niña no le prestó atención y se dio media vuelta hacia la puerta. Se detuvo en el umbral:

—Te puse con las ardillas —dijo.

Tamina no entendía.

—Te puse con las ardillas —repitió la niña con tono de maestra enfadada—. Todos los niños están repartidos en equipos que tienen nombres de animales.

Tamina se negaba a discutir sobre las ardillas. Quería volver. Preguntó dónde estaba el muchacho que la había traído.

La niña puso cara de no entender de qué estaba hablando Tamina y siguió con su explicación.

—¡No me interesa! —gritó Tamina—. ¡Quiero volver! ¿Dónde está ese chico?

—¡No grites! —Ninguna persona mayor podía ser más altanera que aquella preciosa niña—. No te entiendo —añadió con un gesto de asombro—: ¿Para qué has venido si quieres irte?

—¡Yo no quería venir aquí!

—Tamina, no mientas. Nadie hace un viaje tan largo sin saber adónde va. Acostúmbrate a no mentir.

Tamina le dio la espalda a la niña y corrió hacia el camino bordeado de plátanos. Cuando llegó al agua, buscó la barca que hacía menos de una hora había dejado el muchacho amarrada a una estaca. Pero la barca no estaba y ni siquiera estaba la estaca.

Se puso a correr a lo largo de la orilla, con la intención de examinar la zona. La playa de arena se convirtió pronto en una zona pantanosa de la que había que mantener considerable distancia, de modo que dio bastantes vueltas antes de volver a llegar al agua. La orilla mantenía siempre la misma línea curva, así que al cabo de alrededor de una hora (sin encontrar huellas de la barca ni de ningún embarcadero) volvió al sitio donde el camino de los plátanos desembocaba en la playa. Comprendió que estaba en una isla.

Volvió lentamente por el paseo al albergue. Un grupo de unos diez niños y niñas, entre los seis y los doce años, formaban un círculo. La vieron y la llamaron:

—¡Tamina, ven con nosotros!

Abrieron el círculo para hacerle sitio.

Y entonces se acordó de Rafael cuando se sonreía y movía la cabeza.

El corazón le dio un vuelco de horror. Pasó junto a los niños sin prestarles atención, entró en el albergue y se tendió en su cama.