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Rafael cogió a Tamina de la mano. La cogió de modo que no podía soltarse. Un sendero estrecho, sinuoso y resbaladizo bajaba del acantilado. La condujo hacia abajo.

En la ribera, donde hasta hacía un rato no había ni rastro de nadie, estaba un muchacho de unos doce años. Sostenía con una cuerda una barca que se balanceaba en el agua junto a la orilla y le sonreía a Tamina.

Tamina miró al joven. Él también sonreía. Tamina miraba a uno y a otro, hasta que Rafael comenzó a reírse en voz alta y lo mismo hizo el muchacho. Era una risa particular, porque no ocurría nada irrisorio, pero resultaba contagiosa y era dulce: la invitaba a olvidarse de su angustia y le prometía algo confuso, quizás alegría, quizás paz, de modo que Tamina, que quería huir de su congoja, rio dócilmente con ellos.

—Ya ve —le dijo Rafael—: no hay nada que temer.

Tamina subió a la barca que osciló bajo su peso. Se sentó en el asiento de popa. Estaba mojado. Tenía puesta una falda ligera de verano y sintió que la humedad le llegaba a la piel del trasero. Aquel contacto viscoso volvió a despertar su angustia.

El muchacho separó la barca de la orilla, cogió los remos y Tamina miró hacia atrás: Rafael estaba en la orilla y los seguía con la vista. Sonreía y a Tamina le pareció que en aquella sonrisa había algo extraño. ¡Sí! ¡Sonreía y al mismo tiempo movía imperceptiblemente la cabeza! La movía de un modo completamente imperceptible.