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El joven le pregunta y ella le responde y, dado que desea hacer confidencias y al mismo tiempo es estrictamente discreta, su conversación resulta al mismo tiempo sincera y confusa. Quiere expresar con la mayor precisión posible la situación de su vida y al mismo tiempo no dar los nombres de las circunstancias y las personas.
El joven la mira a los ojos, le escucha y luego le dice que lo que ella llama recuerdo es en realidad otra cosa: no hace más que contemplar, como hechizada, su propio olvido.
Tamina asiente con la cabeza.
Y el joven continúa: Esa triste mirada hacia atrás no es ya una manifestación de fidelidad al muerto. El muerto ha desaparecido de su vista y ella mira al vacío.
¿Al vacío? ¿Y por qué es entonces tan arduo mirar?
No es arduo por culpa de los recuerdos, le explica el joven, sino por los remordimientos. Tamina no se perdonará nunca por haber olvidado.
—¿Y entonces qué tengo que hacer? —pregunta Tamina.
—Olvidarse de su olvido —dice el joven.
—Aconséjeme usted cómo he de hacerlo —sonríe amargamente Tamina.
—¿No ha tenido nunca ganas de marcharse?
—Tuve —reconoce Tamina—. Tengo unas ganas tremendas de marcharme. Pero ¿adónde?
—A algún sitio en el que las cosas sean ligeras como la brisa. Donde las cosas hayan perdido su peso. Donde no haya reproches.
—Sí —dice Tamina soñando—, ir a algún sitio donde las cosas no pesen nada.
Y como en una fábula, como en un sueño (¡si esto es una fábula! ¡Si es un sueño!), Tamina abandona su barra del bar, detrás de la cual ha pasado varios años de su vida y sale con el joven fuera de la taberna. Junto a la acera hay un coche deportivo rojo. El joven se sienta al volante y le ofrece a Tamina un sitio a su lado.