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El silencio de papá, a quien se le habían escondido todas las palabras, el silencio de los ciento cuarenta y cinco historiadores, a los que les prohibieron recordar, ese silencio multiplicado que suena desde Bohemia, forma el fondo del cuadro en el que dibujo a Tamina.
Sigue sirviendo café en la taberna de una pequeña ciudad de Europa occidental. Pero ya no está nimbada por aquella aureola de amable atención que en otros tempos atraía a los clientes. Ha dejado de tener ganas de poner su oreja a disposición de la gente.
Una vez Bibi volvió a sentarse junto a la barra del bar, mientras su hija hacía en el suelo un horrible escándalo; Tamina esperó al principio que la madre le llamase la atención, pero al ver que no se inmutaba, le dijo:
—¿No puedes hacer nada para que no grite de ese modo?
Bibi se ofendió y dijo:
—¡A ver si me explicas por qué odias tanto a los niños!
No se puede decir que Tamina odiase a los niños. En cambio en la voz de Bibi se notaba de repente un rencor totalmente inesperado y Tamina lo percibió perfectamente. Sin saber cómo, dejaron de ser amigas.
Después, un día no fue al trabajo. Eso no había ocurrido nunca. La dueña de la taberna fue a ver qué le había ocurrido. Llamó a su puerta pero no abrió nadie. Volvió al día siguiente y volvió a llamar en vano. Llamó a la policía. Descerrajaron la puerta pero no encontraron más que una habitación cuidadosamente arreglada, en la que no faltaba nada y no había nada sospechoso.
Tampoco a los días siguientes volvió Tamina. La policía investigó una vez más el caso pero no encontró nada nuevo. La desaparición de Tamina quedó archivada con los casos que nunca fueron resueltos.