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Medio año más tarde, a Hübl lo detuvieron y lo condenaron a muchos años de cárcel. En la misma época moría mi papá.
En los últimos diez años de su vida fue perdiendo poco a poco el habla. Al principio eran sólo algunas palabras las que no podía recordar o en lugar de ellas decía otras parecidas y enseguida él mismo se reía. Pero al final ya sólo era capaz de decir unas pocas palabras y todos sus intentos de decir algo más terminaban con una frase que fue de las últimas que le quedaron: qué curioso.
Decía qué curioso y en sus ojos había una extrañeza infinita por saber todo y no saber decir nada. Las cosas habían perdido su nombre y se habían fundido en un solo ente indiferenciable. Y sólo yo, cuando hablaba con él, podía convertir por un rato ese infinito anónimo en un mundo de particularidades con nombre.
Los inmensos ojos azules de su hermoso rostro de anciano eran igual de sabios que antes. Con frecuencia lo llevaba de paseo. Dábamos la vuelta a la manzana, eso era todo, papá ya no podía más. Andaba mal, daba pasos pequeños y en cuanto se cansaba un poco, el cuerpo comenzaba a caérsele hacia delante y perdía el equilibrio. Con frecuencia teníamos que detenernos para que descansase con la frente apoyada a la pared.
Durante aquellos paseos hablábamos de música. Mientras papá había podido hablar bien, yo le había preguntado poco. Y ahora quería compensarlo. Hablábamos entonces de música, pero era una conversación extraña entre uno que no sabía nada y sabía muchas palabras y otro que sabía todo pero no sabía ninguna palabra.
Durante los diez años de su enfermedad, papá escribió un largo libro sobre las sonatas de Beethoven. Escribía algo mejor de lo que hablaba, pero aún así, al escribir le resultaba cada vez más difícil acordarse de las palabras y nadie entendía su texto, porque estaba escrito con palabras que no existen.
Una vez me llamó a su habitación. Tenía sobre el piano abiertas las variaciones a la sonata op. 111. «Fíjate», me dijo y me señaló las notas (también había dejado de saber tocar el piano), «fíjate», repitió y aún consiguió decirme, después de un prolongado esfuerzo: «¡ya lo sé!» y siguió intentando explicarme algo importante pero su mensaje se componía de palabras completamente incomprensibles, de modo que cuando comprobó que no le entendía me miró asombrado y me dijo: «qué curioso».
Claro que yo sé de qué quería hablar, porque era una cuestión que él se venía planteando desde hacía mucho tiempo. Beethoven, al final de su vida se aficionó extraordinariamente a la forma de las variaciones. A primera vista parecería que ésta es de todas las formas la más superficial, una simple exhibición de técnica musical, un trabajo más adecuado para una encajera que para Beethoven. Y él hizo de ésta (por primera vez en la historia de la música) una de las formas más importantes y guardó en forma de variaciones sus más hermosas meditaciones.
Sí, eso es sabido. Pero papá quería saber cómo entender aquello. ¿Por qué precisamente las variaciones? ¿Cuál es su sentido oculto?
Y por eso me llamó aquella vez a su habitación, me señaló las notas y me dijo: «¡ya lo sé!».