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En febrero de 1948, el dirigente comunista Klement Gottwald salió al balcón de un palacio barroco de Praga para dirigirse a los cientos de miles de ciudadanos que llenaban la Plaza de la Ciudad Vieja. Aquél fue un momento crucial en la historia de Bohemia. La nieve revoloteaba, hacía frío y Gottwald tenía la cabeza descubierta. Clementis, siempre tan atento, se quitó su gorro de pieles y se lo colocó en la cabeza a Gottwald.

Ni Gottwald ni Clementis sabían que por la misma escalera por la que subieron al histórico balcón, subió durante ocho años todos los días Franz Kafka, cuando en aquel palacio funcionaba, en tiempos del Imperio Austro-Húngaro, el Liceo Alemán. Ni siquiera sabían que en la planta baja de aquel mismo edificio tenía Herrmann Kafka, el padre de Franz, su comercio, con un escudo en el que junto a su nombre estaba pintada una corneja, porque Kafka quiere decir en checo corneja.

Gottwald, Clementis y todos los demás no sabían de Kafka, pero Kafka sabía del desconocimiento de ellos. En su novela, Praga es una ciudad sin memoria. Aquella ciudad se ha olvidado incluso de su propio nombre. Nadie se acuerda allí de nada ni recuerda nada, y hasta parece que el propio Josef K. no sabe nada de su vida anterior. No suena allí una sola canción que al recordar el momento de su origen una el presente con el pasado.

El tiempo de la novela de Kafka es el tiempo de una humanidad que ha perdido la continuidad con la humanidad, de una humanidad que ya no sabe nada y no se acuerda de nada y vive en ciudades que ya no se llaman y donde hasta las calles están sin nombre o se llaman de un modo distinto a como se llamaban ayer, porque el nombre es la continuidad con el pasado y las gentes que no tienen pasado son gentes sin nombre.

Praga es, como decía Max Brod, la ciudad del mal. Cuando los jesuitas, después de la derrota de la reforma checa en 1621, intentaron reeducar a la nación en la fe católica verdadera, inundaron a Praga con el esplendor de las iglesias barrocas. Los miles de santos de piedra que Ir miran a uno desde todas partes, que le amenazan, que lo siguen, que lo hipnotizan, son el ejército furioso de los invasores que entraron hace trescientos cincuenta años en Bohemia para arrancar del alma del pueblo su fe y su idioma.

La calle en la que nació Tamina se llamaba Schwerin. Eso fue durante la guerra y Praga estaba ocupada por los alemanes. Su padre nació en la avenida Cernokostelecka. Eso fue durante el Imperio Austro-Húngaro. La madre de Tamina fue a vivir con su marido a la avenida del Mariscal Foche. Eso fue después de la primera guerra mundial. Tamina pasó su infancia en la avenida de Stalin y su marido se la llevó a su nueva casa de la avenida de Vinohrady. Y mientras tanto era siempre la misma calle, sólo que le cambiaban de nombre, le lavaban el cerebro para idiotizarla.

Por calles que no saben cómo se llaman vagan los fantasmas de las estatuas derruidas. Las destruía la reforma checa, las destruía la contrarreforma austríaca, las destruía la república checoslovaca, las destruyeron los comunistas y han sido derruidas hasta las estatuas de Stalin. En el lugar de todas aquellas estatuas derruidas crecen hoy por toda Bohemia miles de estatuas de Lenin, crecen como la hierba entre las ruinas, como melancólicas flores del olvido.