LOS ÁNGELES VUELAN
SOBRE EL LECHO DEL ESTUDIANTE
No paseaba nerviosa por la casa, no estaba enfadada, ni siquiera esperaba junto a la ventana. Estaba en camisón, acurrucada bajo su manta. La despertó con un beso en la boca y para evitar reproches se puso a contarle a toda prisa la increíble noche, el dramático duelo entre Boccaccio y Petrarca y la ofensa de Lermontov a todos los otros poetas.
Las explicaciones no le interesaban y le interrumpió desconfiada:
—Pero de mi libro te olvidaste.
Cuando le dio el libro con la larga dedicatoria de Goethe, no podía creer lo que veían sus propios ojos. Leyó varias veces seguidas aquellas frases improbables, como si en ellas estuviese encarnada toda su igualmente improbable aventura con el estudiante, todo el último verano, los paseos en secreto por senderos desconocidos en el bosque, toda aquella ternura y delicadeza que parecían no formar parte de su vida.
Mientras tanto el estudiante se desnudó y se acostó junto a ella. Lo cogió con firmeza y lo apretó contra su cuerpo. Nunca lo habían abrazado de aquella forma. Era un abrazo sincero, firme, ardiente, maternal, fraterno, amistoso y apasionado. Lermontov había utilizado aquel día muchas veces la palabra honesto y al estudiante le pareció que el abrazo de Kristina merecía precisamente esta denominación sintética, que contiene dentro de sí toda una multitud de adjetivos.
El estudiante sentía que su cuerpo estaba perfectamente preparado para el amor. Estaba preparado de un modo tan seguro, duradero y firme, que no se apresuró en lo más mínimo y se quedó disfrutando el prolongado y dulce tiempo del abrazo inmóvil.
Lo besaba sensualmente en la boca e inmediatamente después fraternalmente en toda la cara. Él tocaba con la lengua su diente de oro arriba y a la izquierda y recordaba lo que le había dicho Goethe: ¡Kristina no ha salido de una máquina cibernética sino de un cuerpo humano! ¡Es una mujer hecha para un poeta! Tenía ganas de gritar de alegría. Y oía las palabras de Petrarca, el amor es poesía y la poesía es amor y comprender significa fundirse con el otro y arder dentro de él. (¡Sí, los tres poetas están aquí con él, vuelan sobre su cama como ángeles, se alegría, cantan y le bendicen!) El estudiante estaba lleno de un inmenso entusiasmo y decidió que ya era hora de convertir la honestidad del abrazo, de la que había hablado Lermontov, en una verdadera obra amatoria. Se dio la vuelta hasta quedar sobre el cuerpo de Kristina e intentó abrir con las rodillas sus piernas.
¿Pero qué pasa? ¡Kristina se resiste! ¡Aprieta las piernas con la misma terquedad con que lo hacía durante los paseos estivales por los bosques!
Hubiera querido preguntarle por qué se le resistía pero no era capaz de hablar. La señora Kristina era tan tímida, tan fina, que las cosas del amor perdían su nombre en su presencia. Solo se atrevía a hablar con el idioma de los suspiros y los contactos. ¿Para qué necesitaba la pesada de las palabras? ¡Si él mismo ardía dentro de ella! ¡Ardían con la misma llama! Y así una y otra vez, en un silencio empecinado, intentaba apalancar con la rodilla los muslos de ella, firmemente unidos.
La señora Kristina también guardaba silencio. También ella tenía vergüenza de hablar y quería expresarlo todo sólo con besos y caricias. Pero cuando él intentó abrir sus muslos por vigesimoquinta vez, y ésta con mayor brutalidad, dijo:
—No, por favor, no. Me moriría.
—¿Qué? —suspiró el estudiante.
—Me moriría. De verdad. Me moriría —dijo la señora Kristina y lo besó otra vez en la boca y apretó los muslos.
Al estudiante se le mezclaban la desesperación y el placer. Deseaba furiosamente hacerle el amor y al mismo tiempo tenía ganas de llorar de felicidad, porque comprendía que Kristina lo amaba como no lo había amado nadie. Lo amaba hasta morir, lo amaba tanto que tenía miedo de hacer el amor con él, porque si lo hiciera ya nunca podría vivir sin él y moriría de añoranza y deseo. Estaba feliz, estaba loco de felicidad, porque había alcanzado de repente y de un modo completamente inmerecido lo que deseaba, aquel amor inconmensurable ante el cual todo el globo terráqueo, con sus mares y sus continentes, no es nada.
—¡Te comprendo! ¡Moriré contigo! —le susurró mientras la acariciaba y la besaba y casi lloraba de amor. Pero la gran explosión de ternura no alcanzaba a ahogar el deseo corporal que se hacía doloroso y casi insoportable. Por eso seguía intentando meter la rodilla entre los muslos de ella para abrirse camino hacia su regazo, que se había convertido de repente para él en algo más misterioso que el Santo Grial.
—No, tú no morirás. ¡Yo me moriría!
Se imaginaba un placer tan inmenso como para morirse y repitió:
—¡Moriremos juntos! ¡Moriremos juntos! —Y siguió intentando meter la rodilla entre sus muslos sin conseguirlo.
No fueron capaces de decirse nada más. Se apretaron el uno contra el otro, ella se negaba y él atacó muchas veces más la fortaleza de sus muslos antes de rendirse. Se tumbó boca arriba junto a ella, resignado. Ella cogió con su mano el cetro del amor que se erguía en su honor y lo apretó con total y maravillosa honestidad: sincera, firme, ardiente, maternal, fraternal, amistosa y apasionadamente.
Al estudiante se le mezclaba la satisfacción del hombre que es amado infinitamente con la desesperación del cuerpo que es rechazado. Y la mujer del carnicero no soltaba su arma amorosa, pero no la tenía cogida de modo tal que con unos cuantos movimientos sencillos remplazase el acto amoroso que él deseaba, sino como quien tiene en la mano algo excepcional, algo precioso, que no quiere dañar y quiere conservar durante mucho, mucho tiempo, erecto y duro.
Pero basta ya de hablar de esta noche que continúa sin cambios sustanciales casi hasta la madrugada.