PETRARCA RECHAZA LA RISA DE BOCCACCIO
El taxi con los poetas desapareció de la vista del estudiante y él pensó que ya era hora de ir rápidamente junto a la señora Kristina.
—Tengo que ir a casa —le dijo a Petrarca.
Petrarca asintió, lo cogió del brazo y echó a andar en sentido contrario a la casa del estudiante.
—Usted es una persona sensible —le dijo—, ha sido usted el único capaz de escuchar lo que los demás decían.
El estudiante dijo:
—Eso de la chica que estaba en medio de la habitación como Juana de Arco con su lanza se lo podría repetir con las mismas palabras con las que usted lo contó.
—¡Esos borrachos ni siquiera me escucharon hasta el final! ¡No se interesan más que por sí mismos!
—O aquello de que su mujer tenía miedo de que la chica quisiese matarlo y usted se le acercó y su mirada se volvió celestialmente plácida, eso fue como un pequeño milagro.
—Amigo, ¡usted sí que es un poeta! Usted y no ellos —exclamó Petrarca llevando del brazo al estudiante hacia el alejado barrio en donde vivía.
—¿Cómo terminó todo? —preguntó el estudiante.
—Mi mujer se compadeció de ella y la dejó que se quedase a pasar la noche en nuestra casa. Pero imagínese. Mi suegra duerme en un cuartucho que hay junto a la cocina y se levanta muy temprano. Cuando se dio cuenta de que estaban las ventanas rotas, fue a buscar a unos cristaleros que por casualidad trabajaban en la casa de al lado, de modo que todos los cristales estuvieron en su sitio antes de que nos despertásemos. De la noche anterior no quedó ni huella. Nos pareció que la noche anterior había sido un sueño.
—¿Y la chica? —preguntó el estudiante.
—También ella desapareció silenciosamente de la casa antes de que amaneciese.
Petrarca se detuvo en medio de la calle y miró al estudiante casi con severidad:
—Sabe usted, lo que no me gustaría es que entendiese usted esta historia como uno de esos relatos de Boccaccio que acaban siempre en la cama. Hay algo que usted debería saber. Boccaccio es un imbécil. Boccaccio nunca comprenderá a nadie, porque comprender significa fundirse e identificarse. Ése es el secreto de la poesía. Ardemos en la mujer adorada, ardemos en la idea a la que nos hemos entregado, nos quemamos en el paisaje que nos conmueve.
El estudiante escuchaba a Petrarca con pasión y tenía ante los ojos la figura de Kristina, de la que hasta hace pocas horas dudaba. Se avergonzaba ahora de aquellas dudas porque pertenecían a la parte peor (la parte boccacciesca) de su ser; no eran fruto de su fuerza sino de su cobardía: demostraban que había tenido miedo de entregarse al amor completo y sin reservas, que había tenido miedo de arder por la mujer que lo amaba.
—El amor es poesía y la poesía es amor —decía Petrarca, y el estudiante se prometía amar a Kristina con total entusiasmo. Goethe la había vestido hace poco con traje de reina y Petrarca vertía ahora fuego en su corazón. La noche que le esperaba contaría con la bendición de los dos poetas.
—Por el contrario, la risa —continuó Petrarca— es una explosión que nos arranca del mundo y nos deja tirados en nuestra fría soledad. La broma es una barrera entre el hombre y el mundo. La broma es enemiga del amor y la poesía. Se lo digo por eso una vez más y quiero que lo recuerde: Boccaccio no entiende de amor. El amor no puede ser ridículo. El amor no tiene nada que ver con la risa.
—Claro —asintió el estudiante con entusiasmo. Veía al mundo dividido en una mitad de amor y una mitad de broma y sabía que pertenecía y pertenecería al ejército de Petrarca.