GOETHE HACE REINA A KRISTINA
El estudiante se sentó y Goethe se dirigió a él con una amable sonrisa:
—Muchacho, usted sabe lo que es la poesía.
Los demás ya habían vuelto a sumergirse en sus discusiones de borrachos, de modo que el estudiante se quedó solo, cara a cara con el gran poeta. Quería aprovechar tan excepcional oportunidad, pero de repente no sabía qué decirle. Buscaba desesperadamente la frase adecuada —Goethe no hacía más que sonreírle en silencio— pero como no encontraba ninguna, sólo podía sonreír también. Hasta que vino en su ayuda el recuerdo de Kristina.
—Salgo ahora con una chica, mejor dicho con una señora. Es la mujer de un carnicero.
A Goethe le gustó la historia y sonrió muy afectuosamente.
—A usted le adora. Me dio un libro para que usted se lo firme.
—Démelo —dijo Goethe y cogió de manos del estudiante un libro de versos suyos. Lo abrió en la primera página y continuó—: Hábleme de ella. ¿Cómo es? ¿Es guapa?
El estudiante fue incapaz de mentirle a Goethe. Reconoció que la mujer del carnicero no era una belleza. Además había venido vestida de un modo ridículo. Se había pasado el día andando por Praga con unos collares enormes y unos zapatos negros de noche, pasados de moda hace ya mucho tiempo.
Goethe escuchaba al estudiante con sincero interés y casi con nostalgia dijo:
—Es maravilloso.
El estudiante se sintió reconfortado y reconoció incluso que la mujer del carnicero tenía un diente de oro que le brillaba en la boca como una luciérnaga dorada. Goethe se sonrió y corrigió al estudiante:
—Como un anillo.
—Como un faro —se rio el estudiante.
—Como una estrella —sonrió Goethe.
El estudiante dijo que la mujer del carnicero era en realidad una provinciana de lo más vulgar, pero que era precisamente por eso por lo que tanto le atraía.
—Le comprendo perfectamente —dijo Goethe—: Son precisamente esos detalles, un vestido de mal gusto, un pequeño defecto en la dentadura, un espíritu maravillosamente mediocre, los que hacen que una mujer sea real y esté viva. Las mujeres de los anuncios o las revistas de modas, a las que hoy todas tratan de parecerse, no tienen atractivo porque son irreales, porque son sólo una suma de recetas abstractas. ¡Han nacido de una máquina cibernética y no de un cuerpo humano! ¡Amigo, le garantizo que precisamente su provinciana es la verdadera mujer para un poeta y le felicito por ella!
Luego se inclinó sobre la primera página del libro, sacó la pluma y comenzó a escribir. Escribió toda una página, escribió con entusiasmo, escribió casi en trance y su rostro irradiaba una luz de amor y comprensión.
El estudiante cogió entonces el libro y se puso rojo de orgullo. Lo que le había escrito Goethe a aquella mujer desconocida era hermoso y triste, melancólico y sensual, gracioso y profundo y el estudiante estaba seguro de que nunca ninguna mujer había recibido palabras tan hermosas. Y se acordó de Kristina y la deseó enormemente. Sobre su vestido ridículo la poesía había echado el ropaje de las palabras más maravillosas. Ella era una reina.