EL ESTUDIANTE SE PONE
DE PARTE DE LERMONTOV

El estudiante estaba sentado en silencio, se servía vino (un camarero discreto se llevaba sin ser oído las botellas vacías y traía otras nuevas) y escuchaba atentamente aquella conversación de la que saltaban chispas. No alcanzaba a dar vuelta la cabeza con la rapidez suficiente como para observar la vertiginosa velocidad con la que las chispas giraban a su alrededor.

Se puso a pensar cuál de los poetas le era más simpático. A Goethe no lo adoraba menos que a la señora Kristina, adoración ésta que, por lo demás, era compartida por todo el país. Petrarca lo había maravillado por sus ojos ardientes. Pero, aunque parezca extraño, por quien mayor simpatía sentía era por el ofendido Lermontov, especialmente tras la última frase de Goethe, que le hizo comprender que incluso un gran poeta (y Lermontov era un poeta realmente grande) puede tener problemas parecidos a los que tenía él, un insignificante estudiante. Miró al reloj y comprobó que le urgía regresar a casa si no quería terminar como él.

Pero no podía separarse de los grandes hombres y en lugar de ir junto a la señora Kristina, fue al retrete. Estaba allí de pie, lleno de grandes ideas, frente a la pared de azulejos blancos, cuando de repente oyó a su lado la voz de Lermontov:

—Ya los has oído. No son finos. Me entiendes, no son finos.

Dijo la palabra finos como si hubiese estado escrita en cursiva. Sí, hay palabras que no son como otras, palabras dotadas de una significación especial que conocen sólo los iniciados. El estudiante no sabía por qué Lermontov decía la palabra finos como si estuviese escrita en cursiva, pero yo, que estoy entre los iniciados, sé que Lermontov leyó hace tiempo la meditación de Pascal sobre el alma fina y el alma geométrica y desde entonces dividís a toda la humanidad en fina y no fina.

—¿O tú crees que son finos? —dijo belicoso al ver que el estudiante callaba.

El estudiante se abrochó los pantalones y advirtió que Lermontov, tal como había escrito la condesa N. P. Rostopchina en su diario, tenía las piernas muy cortas. Le quedó agradecido porque era el primer poeta que le había hecho el honor de plantearle una pregunta seria, pidiéndole una respuesta seria.

—Creo —dijo—, que es verdad que no son finos.

Lermontov se detuvo sobre sus piernas cortas:

—No, no son nada finos. —Y agregó levantando la voz—: ¡Pero yo soy orgulloso! ¿Entiendes? ¡Yo soy orgulloso!

Y una vez más la palabra orgulloso estaba escrita en cursiva al pronunciarla él, como para dar a entender que sólo un idiota podría pensar que Lermontov era orgulloso tal como una muchacha lo está de su belleza o un comerciante de su riqueza, porque se trata de un orgullo completamente especial, de un orgullo justificado y sublime.

—¡Soy orgulloso! —gritaba Lermontov mientras volvía con el estudiante a la sala en la que Voltaire pronunciaba, en ese preciso momento, una alabanza a Goethe. Y Lermontov ya estaba lanzado. Se quedó de pie junto a la mesa, de modo que les llevaba una cabeza a los demás, que estaban sentados y dijo—: ¡Y ahora seré orgulloso! ¡Ahora os voy a decir algo y voy a ser orgulloso! En este país hay sólo dos poetas, Goethe y yo.

En ese momento Voltaire se puso a gritar:

—¡Es posible que seas un gran poeta, pero como hombre eres así de pequeño al hablar de esa forma de ti mismo!

Lermontov se quedó por un momento cortado y tartamudeó:

—¿Y por qué no iba a poder decirlo? ¡Yo soy orgulloso!

Lermontov repitió varias veces que era orgulloso, Voltaire se partía de risa y los demás se reían con él.

El estudiante comprendió que había llegado su hora. Se levantó del mismo modo que Lermontov, miró a todos los presentes y dijo:

—Vosotros no habéis entendido nada de lo que dijo Lermontov. El orgullo de un poeta es algo completamente distinto al orgullo corriente. Sólo el poeta sabe cuál es el valor de lo que escribe. Los demás lo comprenden mucho después que él y a lo mejor no lo comprenden nunca. Por eso el poeta está obligado a ser orgulloso. Si no fuera orgulloso traicionaría a su obra.

Pese a que hacía sólo un rato se habían estado riendo a carcajadas, de repente todos estuvieron de acuerdo con el estudiante. Y es que todos eran igual de orgullosos que Lermontov, pero les daba vergüenza decirlo porque no sabían que cuando la palabra orgulloso se pronuncia de un modo adecuado no es ya ridícula sino inteligente y sublime.

Y se sintieron agradecidos porque el estudiante les había dado inesperadamente un consejo muy útil e incluso alguno de ellos, quizás Verlaine, le aplaudió.