OFENSAS

—No te creo ni una palabra —dijo Lermontov.

—Por supuesto que todo fue un poco distinto de cómo lo cuenta Petrarca —intervino nuevamente Boccaccio—, pero estoy convencido de que realmente ocurrió. La chica aquella era una histérica de esas a las que cualquier hombre normal les habría dado en una situación similar un par de bofetadas nada más empezar. Los adoradores o poetas son siempre víctimas propiciatorias para las histéricas, que saben que no recibirán nunca una bofetada de ellos. Los adoradores se encuentran desarmados ante las mujeres porque nunca han superado la sombra de su madre. Ven en cada mujer una enviada de su madre y se le someten. La falda de su madre los cubre como la cúpula celestial. —La última frase le gustó y la repitió muchas veces—. ¡Lo que está por encima de vosotros, poetas, no es el cielo sino la inmensa falda de vuestra madre! ¡Todos vosotros vivís debajo de la falda de vuestra madre!

—¿Qué has dicho? —rugió con voz increíble Esenin, saltando de la silla. Su cuerpo se balanceaba. Había bebido aquella noche más que todos los demás—. ¿Qué has dicho de mi madre? ¿Qué has dicho?

—No hablé de tu madre —dijo Boccaccio con suavidad; sabía que Esenin estaba viviendo con una famosa bailarina que era treinta años mayor que él y sentía por él sincera compasión. Pero Esenin, que había estado juntando saliva en la boca, se echó hacia atrás y escupió. Estaba demasiado borracho, de manera que el escupitajo le fue a dar a Goethe en la solapa. Boccaccio sacó el pañuelo y limpié al gran poeta.

Esenin quedó mortalmente cansado por el esfuerzo del escupitajo y cayó sobre la silla. Petrarca continuó:

—Desearía, amigos, que hubierais oído lo que me dijo. Fue inolvidable. Lo decía como un rezo, como una letanía, ¡yo soy una chica sencilla, completamente corriente, no tengo nada de especial, pero vine porque me lo ordena el amor, yo vine —y en ese momento apretó mi mano— para que sepas lo que es el verdadero amor, para que lo sepas una vez en la vida!

—¿Y qué opinaba tu mujer de esa mensajera del amor? —preguntó subrayando enormemente el tono irónico Lermontov.

Goethe se echó a reír:

—¡Lo que darla Lermontov por que una mujer le rompiese los cristales! ¡Estaría dispuesto a pagarle!

Lermontov le dirigió a Goethe una mirada de odio y Petrarca continuó:

—¿Mi mujer? Te equivocas, Lermontov, si tomas esta historia por uno de los relatos humorísticos de Boccaccio. Aquella chica se dirigió a mi mujer y tenía los ojos celestes y le decía y seguía siendo como un rezo, como una Letanía, usted no se enfada conmigo porque es buena y yo a usted también la quiero, los quiero a los dos y le cogió a ella también la mano.

—Si fuera una escena humorística de Boccaccio no tendría nada en contra —dijo Lermontov—. Pero lo que nos cuentas es algo peor. Es poesía mala.

—¡Envidia! —le gritó Petrarca—. ¡En la vida te ha pasado algo como estar solo en una habitación con dos mujeres hermosas que te aman! ¿Tú sabes lo hermosa que es mi mujer en bata roja y el pelo dorado suelto?

Lermontov se echó a reír pero Goethe se decidió a castigar sus agrios comentarios:

—Tú eres un gran poeta, Lermontov, todos lo sabemos, pero ¿por qué tienes tantos complejos?

Lermontov quedó como si le hubiesen echado un jarro de agua y le dijo a Goethe, dominándose con dificultad:

—Johan, no has debido decir eso. Es lo peor que me podías haber dicho. Ha sido una guarrada por tu parte.

Goethe, amante de la paz, no habría seguido provocando a Lermontov, pero su biógrafo Voltaire, el de las gafas, se sonrió:

—Ya se sabe, Lermontov, que tienes complejos —comenzó a analizar su poesía, que no tiene ni la feliz naturalidad de la de Goethe, ni el aliento apasionado de la de Petrarca. Comenzó incluso a analizar las diversas metáforas para demostrar ingeniosamente que el complejo de inferioridad es la fuente más directa de la imaginación de Lermontov y tiene sus raíces en la infancia del poeta, marcada por la pobreza y la influencia opresiva del padre autoritario.

En ese momento Goethe se inclinó hacia Petrarca y le dijo en un susurro que llenó toda la habitación, de modo que lo pudieron oír todos, incluido Lermontov:

—Qué va. Ésas son tonterías. ¡Lo de Lermontov es por no joder!