LOS POETAS

El estudiante esperó a Voltaire delante del Club de los escritores y subió con él al primer piso. Atravesaron el guardarropas y al llegar a la sala oyeron ya el alegre vocerío. Voltaire abrió la puerta del salón y el estudiante vio, alrededor de una ancha mesa, a toda la poesía de su país.

Los veo desde una distancia de dos mil kilómetros. Estamos en el otoño de 1977, mi país dormita desde hace ya ocho años, abrazado dulce y firmemente por el imperio ruso, a Voltaire lo echaron de la Universidad y mis libros, retirados de todas las bibliotecas públicas, han sido encerrados en algún sótano estatal. Esperé algunos años más y luego me senté al volante del coche y me fui lo más hacia occidente que pude, hasta la ciudad bretona de Rennes, donde encontré, nada más llegar, un piso en la planta más alta del edificio más alto. Al día siguiente por la mañana, cuando me despertó el sol, comprendí que las amplias ventanas estaban orientadas hacia el este, hacia Praga.

Ahora miro hacia ellos desde mi observatorio, pero es demasiado lejos. Por suerte tengo una lágrima en el ojo que, como el cristal de un catalejo, me acerca sus caras. Y veo ahora con claridad que en medio de ellos está sentado, ancho y firme, el gran poeta. Es evidente que ya tiene más de setenta años, pero su cara sigue siendo hermosa, sus ojos vivos y sabios. En una mesita junto a él están apoyadas dos muletas.

Los veo a todos con Praga iluminada al fondo, tal como era hace quince años, cuando sus libros todavía no habían ido a parar al sótano estatal y ellos se sentaban alegra y ruidosos junto a una mesa ancha, repleta de botellas. Los quiero a todos y me da vergüenza atribuirles nombres sacados al azar de la guía telefónica. Ya que tengo que cubrir sus rostros con la máscara de un nombre inventado, quiero dárselo como un regalo, como un adorno y un tributo.

Si los alumnos llaman Voltaire al adjunto ¿por qué no podría yo llamar Goethe a mi grande y amado poeta?

Enfrente de él está sentado Lermontov.

Y al de los ojos negros soñadores quiero llamarle Petrarca.

Están también Verlaine, Esenin y otros más a los que no vale la pena mencionar y también hay entre ellos una persona que ha llegado seguramente por equivocación. Desde lejos (desde esa distancia de dos mil kilómetros) se nota que la poesía no lo ha obsequiado con su beso y que no le gustan los versos. Se llama Boccaccio.

Voltaire cogió dos sillas que estaban junto a la pared, las acercó a la mesa llena de botellas y les presentó a los poetas al estudiante. Los poetas hicieron un gesto cariñoso con la cabeza; el único que no le prestó atención fue Petrarca, porque estaba en ese preciso momento peleando con Boccaccio. Terminó su discusión diciendo:

—La mujer siempre nos supera de algún modo. Podría estar semanas enteras hablando de eso.

Goethe le provocó:

—Semanas enteras es demasiado. Háblanos al menos diez minutos.