EL COMPROMISO
Llegó por la mañana. Durante el día tenía en Praga una serie de trámites que hacer, que le servían como pretexto. El estudiante debía encontrarse con ella al caer la tarde, en una cervecería que él mismo había elegido. Al entrar, casi se llevó un susto: aquel sitio estaba repleto de borrachos y el hada de sus vacaciones estaba sentada en un rincón, cerca de los retretes y junto a una mesa que servía para amontonar los platos sucios. Estaba vestida con ese burdo estilo festivo propio de las señoras de provincias que visitan muy de vez en cuando la capital y quieren aprovechar las diversiones que les ofrece. Llevaba sombrero, un collar de colores al cuello y zapatos de tacón negros.
El estudiante sintió que le ardían las mejillas, pero no de emoción sino de decepción. Teniendo como fondo la pequeña ciudad, llena de carniceros, mecánicos y jubilados, Kristina destacaba de una manera muy distinta de como lo hacía en Praga, en la ciudad de las estudiantes y de las hermosas peluqueras. Con su ridículo collar y su discreto diente de oro (arriba, en un costado) aparecía ante sus ojos como la contradicción personificada de aquel otro tipo de belleza femenina, joven y vestida con vaqueros, que hacía ya varios meses lo rechazaba catastróficamente. Fue hacia Kristina con paso inseguro y la lítost iba con él.
Si el estudiante estaba decepcionado, no lo estaba menos la señora Kristina. El sitio al que la había invitado llevaba un hermoso nombre «Restaurante del rey Wenceslao» y Kristina, que no conocía Praga, se imaginó que se trataría de un sitio de lujo, en el que cenarían juntos antes de que el estudiante la llevase a recorrer las deslumbrantes diversiones praguenses. Cuando comprobó que la del rey Wenceslao era una cervecería exactamente igual a la que solía visitar el mecánico y que tenía que esperar al estudiante en el rincón de los retretes, no sintió eso que he denominado lítost sino pura y simple rabia. Quiero decir con esto que no se sentía miserable y humillada, sino que llegó a la conclusión de que su estudiante no sabía comportarse. Y se lo dijo en cuanto llegó. Estaba furiosa y hablaba con él como con el carnicero.
Estaban frente a frente, ella le hacía reproches, en voz alta y sin parar de hablar y él apenas se defendía. Pero aquello no hacía más que aumentar su desagrado. Lo que quería era llevársela rápidamente a su casa, esconderla a todas las miradas para ver si al refugiarse en la intimidad reaparecía el encanto perdido. Pero ella se negó. Por una vez que había venido a la capital quería ver algo, ir a algún sitio, aprovechar el viaje. Y sus zapatos negros y su gran collar de colores reclamaban sus derechos propios.
—Ésta es una cervecería preciosa y la gente que suele venir aquí es estupenda —dijo el estudiante, dejándole entender a la mujer del carnicero que no tenía ni idea de qué era lo que en la capital se consideraba interesante y lo que no—. Por desgracia hoy está llena, así que tengo que llevarte a otro sitio.
Pero, como a propósito, todas las demás cafeterías estaban igual de llenas, el camino de la una a la otra era largo y la señora Kristina le parecía insoportablemente cómica con su sombrero, sus perlas y su diente de oro, que le brillaba en la boca. Iban por calles llenas de mujeres jóvenes y el estudiante se daba cuenta de que nunca podría justificarse ante sí mismo por haber renunciado, por culpa de Kristina, a la oportunidad de pasar la noche con los grandes de su país. Claro que tampoco quería ganarse su enemistad ya que, como dije, hacía tiempo que no había hecho el amor con ninguna mujer. La situación sólo podía resolverse inventando alguna magistral solución de compromiso.
Por fin encontraron una mesa libre en una cafetería perdida. El estudiante pidió dos vermuts y miró con tristeza a los ojos de Kristina: la vida en Praga está llena de acontecimientos imprevisibles. Precisamente ayer le llamó por teléfono al estudiante el más famoso poeta del país.
Cuando pronunció su nombre, la señora Kristina se quedó paralizada. Había aprendido de memoria sus poemas en el colegio. Las personas sobre las cuales aprendemos en el colegio tienen algo de irreal e inmaterial, forman parte, aún estando vivas, de la ilustre galería de los muertos. Kristina no podía creer que el estudiante lo conociese personalmente.
Claro que lo conoce, dijo el estudiante. Está escribiendo un estudio sobre él, una monografía que probablemente salga alguna vez en forma de libro. Nunca le había hablado de aquello a la señora Kristina, para que no pensase que pretendía darse importancia, pero ahora tenía que decírselo porque el gran poeta se había cruzado inesperadamente en su camino. Y es que hoy hay en el Club de los escritores una sesión íntima con los grandes poetas del país, a la que están invitados sólo unos pocos críticos y expertos. Es un encuentro muy importante. El debate promete hacer saltar chispas. Pero el estudiante, por supuesto, no irá. ¡Tenía tantas ganas de estar con la señora Kristina!
En mi extraño y dulce país la magia de los poetas no ha dejado de influir en el corazón de las mujeres. Kristina sintió admiración por el estudiante y con ella una especie de deseo maternal de servirle de consejera y defender sus intereses. Declaró con extraña e inesperada ingenuidad que sería una lástima que el estudiante no participase en un encuentro en el que iba a estar presente el gran poeta.
El estudiante dijo que había intentado hacer todo lo posible para que Kristina hubiera podido ir con él, porque sabía que le hubiera interesado ver al gran poeta y a sus amigos. Por desgracia no es posible. Ni siquiera el gran poeta va a llevar a su mujer. La sesión es sólo para especialistas. En principio al estudiante no se le había pasado por la cabeza la posibilidad de ir, pero ahora se da cuenta de que a lo mejor Kristina tiene razón. Sí, es una buena idea. ¿Qué pasaría si pasase por allí, aunque sólo fuese por una hora? Kristina podría esperarle en casa y después ya estarían ellos dos solos.
La tentación de los teatros y los espectáculos había quedado olvidada y Kristina entró en la buhardilla del estudiante. En un primer momento sufrió un desengaño parecido al que tuvo al entrar en la cervecería del rey Wenceslao. Aquello no era un piso, sino tan sólo una pequeña habitación sin antesala, que no tenía más que una cama y una mesa de escribir. Pero ya había perdido la seguridad en sus propias conclusiones. Había entrado en un mundo en el que existía una tabla de valores secreta, que no comprendía. Se resignó rápidamente a aquella habitación incómoda y sucia y movilizó con rapidez todo su talento femenino para sentirse allí como en su casa. El estudiante le pidió que se quitase el sombrero, le dio un beso, la sentó en la cama y le enseñó la pequeña biblioteca, para que pudiera entretenerse durante su ausencia.
Ella tuvo una idea:
—¿No tienes aquí un libro suyo? —Se refería al gran poeta. Claro, el estudiante lo tenía. Ella continuó con timidez—: ¿Y no me lo podrías dar? ¿Y decirle que me lo dedicase?
El estudiante estaba entusiasmado. La dedicatoria del gran poeta sería para Kristina una compensación a cambio del teatro y los espectáculos. Tenía mala conciencia y estaba dispuesto a hacer lo que fuera por ella. Tal como lo esperaba, en la intimidad de la casa, su encanto reapareció. Las muchachas que paseaban por la calle desaparecieron y el encanto de su modestia llenó en silencio la habitación. El desencanto se iba borrando lentamente y el estudiante fue al Club alegre, contento y satisfecho con el excelente programa doble que le prometía la noche que empezaba.