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Cuando su hermano visitó a la suegra de Tamina, no tuvo que forzar la cerradura. El cajón estaba abierto y estaban allí los once diarios. No estaban en ninguna clase de paquete sino simplemente unos encima de otros. Las cartas también estaban sueltas, en un montón informe de papeles. El hermano las metió con los diarios en un maletín y los llevó a casa de su padre.

Tamina le pidió a su padre por teléfono que volviera a envolverlo todo con cuidado y, sobre todo, que ni él ni el hermano leyeran nada.

El padre le aseguró casi indignado que ni en sus sueños se le ocurriría imitar a la suegra y leer algo que no es suyo. Pero yo sé (y Tamina lo sabe también) que hay miradas que ningún hombre es capaz de evitar; por ejemplo, cuando se produce un accidente de coches o cuando se tiene acceso a una carta de amor.

Los escritos íntimos han sido por fin depositados en casa del padre. ¿Pero sigue teniendo Tamina interés por ellos? ¿No ha dicho cien veces que las miradas extrañas son como la lluvia que borra los carteles?

No, se equivocó. Los desea ahora aún más que antes, le son aún más queridos. Son anotaciones saqueadas y violadas. Igual que ella ha sido saqueada y mancillada, tienen por lo tanto, ella y sus recuerdos, un mismo destino fraternal. Los quiere aún más.

Pero se siente humillada.

Hace ya mucho tiempo, cuando era una niña de siete años, su tío la sorprendió desnuda en la habitación. Sintió una vergüenza horrible y su vergüenza se transformó en resistencia. Se hizo a sí misma la solemne promesa infantil de no volver a mirarlo en la vida. Ya podían recriminarle, insultarla, reírse de ella, que nunca volvió a mirar a aquel tío que los visitaba con frecuencia.

Ahora se encontraba en una situación similar. Al padre y al hermano les estaba agradecida, pero no quería volver a verlos. Sabía ahora mejor que nunca que nunca regresaría junto a ellos.