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Ya sólo le queda Hugo como única esperanza. La invitó a cenar y ella esta vez aceptó la invitación de muy buen grado.

Hugo está sentado a la mesa frente a ella y piensa en una sola cosa: Tamina se le sigue escapando. Se siente inseguro ante ella y no es capaz de atacarla directamente. Sufre por no atreverse a atacar un objetivo tan modesto y definido, y por eso siente dentro de sí un deseo aún mayor de conquistar el mundo, esa infinitud de lo indefinido, esa indefinición de lo infinito. Saca del bolsillo una revista, la abre y se la da. En la página abierta hay un largo artículo firmado con su nombre.

Comienza entonces un largo discurso. Habla de la revista que le acaba de dar: sí, la lee hasta ahora poca gente fuera de las fronteras de su ciudad, pero es una buena revista teórica, los que la hacen tienen coraje y llegarán a ser importantes. Hugo habla y habla y sus palabras quieren ser una metáfora de agresividad erótica, una demostración de su fuerza. Está en ellas la maravillosa disponibilidad de lo abstracto, que se apresuró a reemplazar a la ingobernabilidad de lo concreto.

Y Tamina mira a Hugo y retoca su cara. Aquellos ejercicios espirituales se le han convertido ya en una costumbre. No sabe mirar de otro modo a los hombres. Le cuesta un gran esfuerzo, hay que movilizar toda la imaginación, pero los ojos castaños de Hugo van a cambiar realmente de color y serán de repente azules. Tamina lo mira fijamente porque para que el color azul no se difumine tiene que mantenerlo en sus ojos con toda la fuerza de su mirada.

Esa mirada intranquiliza a Hugo y lo hace hablar más y más, sus ojos son hermosos, azules, y su frente se estira suavemente hacia los costados, hasta que de sus cabellos sólo queda adelante un estrecho triángulo con la punta hacia abajo.

—Siempre dirigí mis críticas exclusivamente hacía nuestro mundo occidental. Pero la injusticia que impera en nuestro mundo podría conducirnos a una falsa indulgencia hacia otros países. Gracias a usted, sí, gracias a usted, Tamina, comprendí que el problema del poder es igual en todas partes, en su país y en el nuestro, en oriente y occidente. No tenemos que tratar de suplantar un tipo de poder por otro, sino de negar el propio principio del poder, y negarlo en todas partes.

Hugo se inclina hacia Tamina a través de la mesa y ella siente el olor agrio de su boca que la interrumpe en su ejercicio espiritual, de modo que en la frente de Hugo los cabellos vuelven a crecer apretados y desde abajo. Y Hugo le repite que ha comprendido todo sólo gracias a ella.

—¿Cómo es posible? —le interrumpió Tamina—: ¡No hemos hablado nunca de eso!

En la cara de Hugo queda ya sólo un ojo azul que se va poniendo cada vez más castaño.

—No hizo falta que me dijera nada, Tamina. Fue suficiente con pensar mucho en usted.

El camarero se inclinó por encima de ellos y les puso delante los platos con la comida.

—Lo leeré en casa —dijo Tamina, y metió la revista en la cartera. Luego dijo—: Bibi no va a ir a Praga.

—Me lo suponía —dijo Hugo, y añadió—: No tenga miedo, Tamina. Se lo prometí. Iré yo mismo.