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Algunos días más tarde apareció en la taberna Banaka. Estaba completamente borracho, se sentó en la banqueta junto a la barra, se cayó de ella dos veces y dos veces volvió a subirse, pidió un calvados y después apoyó la cabeza sobre la mesa. Tamina se dio cuenta de que estaba llorando.
—¿Qué le pasa, señor Banaka? —le preguntó.
Banaka le dirigió una mirada llorosa y señalando con un dedo hacia sí mismo dijo:
—¡Yo no existo, entiende! ¡Yo no existo! ¡No soy!
Después fue al retrete y del retrete directamente a la calle, sin pagar.
Tamina se lo contó a Hugo y éste, a modo de explicación, le enseñó una hoja de un diario en la que había varías críticas literarias y también una nota sobre la obra de Banaka, compuesta sólo por cuatro líneas de burlas.
La historia de Banaka señalándose a sí mismo y llorando porque no existe me recuerda un verso del Diván de Oriente y Occidente de Goethe: ¿Vive el hombre cuando los demás viven? En la pregunta de Goethe se esconde el secreto de toda literatura: Al escribir libros, el hombre se transforma en universo (así se habla del universo de Balzac, del universo de Chejov, del universo de Kafka) y la propiedad esencial del universo es precisamente la de ser único. La existencia de otro universo lo amenaza por eso en su propia esencia.
Dos zapateros, si no tienen sus comercios precisamente en la misma calle, pueden convivir en perfecta armonía. Pero en cuanto empiezan a escribir un libro sobre el destino del zapatero se estorban mutuamente y se preguntan: ¿Vive el zapatero cuando otros zapateros viven?
A Tamina le parece que una sola mirada extraña es capaz de destruir el valor de sus diarios íntimos y Goethe tiene la sensación de que una sola mirada de un solo hombre que no se fije en las líneas que él escribe pone en duda la propia existencia de Goethe. La diferencia entre Tamina y Goethe es la diferencia entre un hombre y un escritor.
El que escribe libros, o lo es todo (el único universo para sí mismo y para todos los demás) o no es nada. Y como todo no le será nunca dado a ningún hombre, todos los que escribimos libros no somos nada. Somos menospreciados, celosos, nos sentimos heridos y deseamos la muerte del otro. En eso somos todos iguales: Banaka, Bibi, yo y Goethe.
El incontenible crecimiento de la grafomanía masiva entre los políticos, los taxistas, las parturientas, las amantes, los asesinos, los ladrones, las prostitutas, los inspectores de policía, los médicos y los pacientes, me demuestra que cada uno de los hombres, sin excepciones, lleva dentro de sí a un escritor en potencia, de modo que la humanidad podría perfectamente echarse a la calle y gritar: ¡todos nosotros somos escritores!
Y es que cada uno de nosotros teme desaparecer desoído y desapercibido en un universo indiferente y por eso quiere transformarse a tiempo en un universo de palabras.
Cuando se despierte el escritor en todas las personas (y será pronto), vendrán días de sordera generalizada y de incomprensión.